Calle Katalin

Magda Szabó

Fragmento

Calle Katalin

El proceso de envejecer no es como lo describen los escritores, ni tampoco como se define en la medicina.

A los vecinos de la calle Katalin ni los libros ni los médicos les habían preparado para la extraña nitidez con que la vejez les iluminaría el pasillo borroso y apenas visible que habían recorrido en las primeras décadas de su vida, ni tampoco para cómo les reordenaría los recuerdos y las angustias, cómo cambiaría sus juicios y su escala de valores. Se habían hecho a la idea de que traería cambios biológicos, de que sus cuerpos iniciarían un proceso de desintegración que concluiría con la misma precisión y dedicación con que los había preparado para el camino que debían recorrer a partir del instante de su concepción, asumieron que su aspecto variaría, que sus sentidos se debilitarían, que, a la par que los cambios físicos, también cambiarían sus gustos, sus costumbres y sus necesidades, que se volverían más glotones o más inapetentes, tímidos o susceptibles, y que el acto de dormir y de digerir –que de jóvenes consideraban parte de la vida misma– también podría sufrir complicaciones. Nadie les había advertido de que la desaparición de la juventud no resultaba alarmante por lo que les quitaba, sino por lo que les daba. Ni sabiduría, ni serenidad, ni sobriedad o calma, sino la conciencia de la desintegración del Todo.

De pronto se percataron de que la vejez había desintegrado su pasado, algo que en su infancia y los años de juventud habían considerado compacto y sólido; el Todo se había desintegrado en partes, lo seguía abarcando todo, todo lo que les había sucedido hasta entonces, pero de una forma distinta. El espacio se había resquebrajado en escenarios, el tiempo en fechas, los hechos en episodios, y los vecinos de la calle Katalin acabaron comprendiendo que, de todo lo que constituía sus vidas, en realidad solo importaban unos pocos escenarios, fechas y episodios; lo demás solo servía para llenar los poros de la fragilidad de la existencia, al igual que las virutas de madera, de un baúl preparado para un largo viaje y que solo están para impedir que el contenido se rompa.

Para entonces ya sabían que entre vivos y difuntos apenas hay una diferencia cualitativa sin demasiada importancia, y que a cada ser humano le es dado tener en la vida a una sola persona a quien invocar en el instante de la muerte.

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