Nana

Chuck Palahniuk

Fragmento

cap-1

INTRODUCCIÓN

Los orígenes

En las primerísimas notas preparatorias para los Rougon-Macquart, Zola hace de sociólogo, a imitación tal vez del Balzac de La muchacha de los ojos de oro. Pero mientras este simbolizaba por medio de círculos superpuestos la distribución de la sociedad parisina en categorías sociales, Zola distingue «mundos»: cuatro mundos fundamentales —el pueblo, los comerciantes, la burguesía, la alta sociedad— y un «mundo aparte», al que pertenecen los que hoy llamaríamos «los marginados». La concepción zoliana de la marginalidad es bastante peculiar, puesto que en ella reúne al asesino, al sacerdote, al artista… y a «la puta». La puta, primera figura de Nana en la arqueología de los Rougon-Macquart.

Unos meses más tarde, cuando aparece el primer proyecto de los Rougon-Macquart en diez novelas, reserva un papel para el mismo arquetipo, denominado más poéticamente «mi cortesana». Y por último, el primer plan razonado, más explícito, enviado al editor Albert Lacroix prevé (en palabras claramente inspiradas en Taine) «una novela que tiene por marco el mundo galante y cuya heroína es Louise Duval, la hija de un matrimonio de obreros. Como producto de los Goiraud, gente sumergida en el placer exacerbado, es un engendro social; como producto de los Bergasse, gente corrompida por los vicios de la miseria, es una criatura podrida y dañina para la sociedad. Además del hecho hereditario, existe en ambos casos una influencia fatal del ambiente de la época. Louise es lo que llamamos “una mantenida de altos vuelos”. Retrato del mundo en el que viven esas muchachas. Drama desgarrador de una vida de mujer perdida por un deseo insaciable de lujo y de placeres fáciles».

La transposición de nombres resulta sencilla. Louise Duval = Anna Coupeau. Goiraud = Rougon. Bergasse = Macquart. La mantenida de altos vuelos será la hija de Gervaise Macquart y de Coupeau, el matrimonio de obreros. Zola respetará exactamente su programa en cuanto a esas relaciones de parentesco.

El tema de Nana no es nuevo. Son innumerables las cortesanas de la novela francesa, campesinas pervertidas, actrices tísicas, muchachas seducidas y abandonadas luego a su suerte… Zola tiene como precedentes al abate Prévost, a Alexandre Dumas o a Victor Hugo. No obstante, el Segundo Imperio le dio un nuevo lustre a esta figura, tanto en la realidad como en la ficción. Se trata de una época y de una sociedad en la que el comercio de la galantería ha prosperado y abarca todas las categorías: favoritas de altos vuelos que se mueven en el entorno más cercano del emperador; actrices de operetas; amantes de príncipes y banqueros; mantenidas enriquecidas que poseen coche, vivienda propia y criadas, como esa Païva de la que hablan los Goncourt en su diario; antiguas modistillas convertidas en cortesanas; prostitutas de los bulevares, de las orillas del Marne o de los figones, que aparecen en los libros de Alfred Delvau, y que también encontraremos en La jauría de Zola, La ramera Elisa de Goncourt, o A la deriva de Huysmans. Ahora bien, mientras que la prostituta de la generación romántica era de naturaleza sentimental, frágil, seductora y al tiempo digna de compasión, la cortesana imperial, al menos dentro del ámbito de la novela y del teatro, ganó en audacia y en descaro, así como en un estilo de vida lleno de lujos.

La evolución de este tipo de mujeres se percibe en la propia obra de Zola. Laurence, el personaje femenino principal de La confesión de Claude, su primera novela (1865), es una joven prostituta de los bajos fondos; al igual que Madeleine, heroína de un drama en tres actos que Zola intenta en vano representar en 1866, y que luego utilizará como argumento de Madeleine Férat (1868). Madeleine y Laurence son dos pobres muchachas, amargada y cínica la una, lastimosa la otra. Son los únicos tipos de prostituta que Zola conoce en la época de sus tímidos comienzos. En cambio, en los tres últimos años del Segundo Imperio, su experiencia del mundo se amplía. Convertido en periodista, crítico literario y teatral y asiduo del bulevar y de Batignolles, descubre otra clase de prostitución: la cortesana, que tiene libre acceso a los cafés de moda y a los pequeños teatros, y que a veces consigue «hacer carrera» en el entorno de los príncipes. Puede percibirse el cambio de temas y de tonos si comparamos, por ejemplo, La confesión de Claude con La jauría (1871).

Zola no tiene el mérito de la originalidad. La figura de la cortesana es un estereotipo literario, al menos como personaje característico de la «fiesta» parisina. Existen especialistas del género: los redactores de Le Figaro, Alfred Delvau (Les plaisirs de Paris, 1867), Arsène Houssaye (Les courtisanes du monde, 1870). Se establecen clasificaciones, utilizando todas las metáforas que permite el decoro de un lenguaje menos audaz que el nuestro en este ámbito: las amazonas de París, las juguetonas, las bellas pecadoras, las damas de Risquenville, las devoradoras de hombres, las damas del lago, las vividoras, las gatitas de esos señores… Todo esto a la manera de la opereta y del sobrentendido pícaro.

Pero a Zola no le va la sonrisa fácil. Él prefiere tratar ese tema de moda desde otro enfoque: no en clave de humor ni tampoco en clave moralista, sino como sociólogo, como «anatomista», por emplear una imagen de la época. Le horrorizan «esos libros mediocres y estúpidos que solo pueden agradar a colegiales en vacaciones». Zola «espera la verdadera historia del mundillo de las cortesanas, si es que alguna vez alguien se atreve a escribir esta historia» (L’Événement, 29 de marzo de 1866). Pretende analizar sin concesiones «el libertinaje desenfrenado» del Imperio, convencido de «que un hierro candente es el mejor remedio para una llaga que se está gangrenando». Una novela sobre «la mantenida de altos vuelos», pero más a la manera de Juvenal que a la de Murger. Como La fortuna de los Rougon, La jauría o El vientre de París, Nana instrumentará la condena ética y política de un régimen y de una sociedad: «La estupidez dorada, la suciedad insolente de esas mujeres y de esos hombres que necesitan la dictadura de César para acunar sus noches de amor en el gran silencio de una Francia amordazada».

Es este lenguaje —bastante singular para la época tratándose de esta materia— el que marca las crónicas que Zola entrega a La Tribune, a Le Rappel y a La Cloche, entre 1868 y 1870. Se burla de «las cantinelas de Offenbach y de Hervé» (que serán parodiadas en el primer capítulo de Nana): «Convierten en reinas a miserables funambulistas que brincan sobre las tablas de los teatros como artistas de feria» (La Tribune, 6 de diciembre de 1868). Toma de Otway la historia de un viejo senador al «que el libertinaje casi ha devuelto a la infancia», «que se arrodilla delante de la criatura, se mueve como un perro y le pide por favor que le dé unos azotes…». «Busquen —concluye Zola—, lo encontrarán entre nosotros.» En todo caso es la primera encarnación del conde Muffat. Muchos otros episodios de la carrera de Nana están ya anunciados en estos artículos sarcásticos: la visita del príncipe al camerino, el viaje de Nana a Oriente (Hortense Schneider había llevado La gran duquesa de Gérolstein

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