Diario de la caída

Michel Laub

Fragmento

1

A mi abuelo no le gustaba hablar del pasado. Lo que no es de extrañar, al menos en lo que nos atañe: el hecho de ser judío, de haber llegado a Brasil a bordo de uno de esos barcos abarrotados, de ser una de esas personas para las que la historia parece haber terminado a los veinte años, o a los treinta, los cuarenta, lo mismo da, una de esas personas a las que solo queda una clase de recuerdo, que vuelve una y otra vez y puede ser una cárcel peor aún que aquella en la que estuvieron.

2

En los cuadernos de mi abuelo no hay una sola mención a ese viaje. No sé dónde se embarcó, si consiguió algún tipo de documentación antes de salir, si tenía dinero o alguna pista sobre lo que encontraría en Brasil. No sé cuántos días duró la travesía, si hizo viento o no, si hubo alguna tormenta de madrugada o si le importaba siquiera que el barco se fuera a pique y su vida terminara de un modo tan irónico, en un oscuro torbellino de hielo y sin ocasión de figurar en ningún recuerdo más allá de una estadística, un dato que resumiría su biografía, engullendo toda referencia al lugar donde se había criado, la escuela donde había estudiado y todos los detalles que se habían sucedido entre su nacimiento y la edad a la que le tatuaron un número en el brazo.

3

A mí tampoco me gustaría hablar de ese tema. Si hay algo que el mundo no necesita oír son mis reflexiones sobre el particular. El cine ya se encargó de eso. Los libros ya se encargaron de eso. Los testigos ya lo narraron con pelos y señales, y hay sesenta años de reportajes, ensayos y análisis, generaciones de historiadores y filósofos y artistas que dedicaron sus vidas a añadir notas a pie de página a todo ese material en un esfuerzo por reafirmar una vez más la opinión que el mundo tiene sobre el tema, la reacción de cualquier persona ante la mención de la palabra «Auschwitz», así que ni se me pasaría por la cabeza repetir esas ideas si no fueran en algún momento imprescindibles para que pueda hablar también de mi abuelo, y por tanto de mi padre, y por tanto de mí.

4

Durante los meses previos a mi decimotercer cumpleaños, estudié para hacer el bar mitzvah. Dos veces por semana iba a casa de un rabino. Éramos seis o siete alumnos, y cada uno de nosotros se llevaba a casa una cinta de casete con pasajes de la Torá grabados y cantados por él. Teníamos que aprendérnoslos de memoria para la clase siguiente, y aún hoy puedo entonar aquel mantra de quince o veinte minutos sin conocer el significado de una sola palabra.

5

El rabino vivía del sueldo de la sinagoga y de las aportaciones de las familias. Su mujer había muerto y no tenía hijos. Durante las clases, tomaba té con edulcorante. Poco después de empezar, cogía a uno de los alumnos, por lo general el que no había estudiado, se sentaba a su lado y le hablaba con el rostro casi pegado al suyo, y le hacía recitar una y otra vez cada verso y cada sílaba hasta que el alumno se equivocaba por segunda o tercera vez, y entonces el rabino daba un puñetazo en la mesa, gritaba y amenazaba con no celebrar el bar mitzvah de ninguno de nosotros.

6

El rabino tenía uñas largas y olía a vinagre. Era el único que impartía aquellas enseñanzas en la ciudad y era habitual que, al finalizar la clase, nosotros nos quedáramos esperando en la cocina mientras él mantenía una charla con nuestros padres en la que les aseguraba que no poníamos suficiente interés, que éramos indisciplinados, ignorantes y agresivos, para luego pedirles un poco más de dinero. También era habitual que uno de los alumnos, a sabiendas de que el rabino era diabético y ya había estado en el hospital por ese motivo, que habían surgido complicaciones y los médicos habían estado a punto de amputarle una pierna, se ofreciera para servirle otra taza de té y en lugar de edulcorante le echara azúcar.

7

Casi todos mis compañeros de clase hicieron el bar mitzvah. La ceremonia tenía lugar un sábado por la mañana. El niño que cumplía años lucía un taled y lo invitaban a rezar con los adultos. Luego se celebraba un almuerzo o cena, por lo general en un hotel de lujo, y una de las cosas que más les gustaba a mis compañeros era untar con betún los pomos de las puertas. Otra era orinar sobre las toallas apiladas en los cuartos de baño. Otra, aunque solo ocurriera una vez, a la hora de cantar cumpleaños feliz, y aquel año consistía en mantear al homenajeado lanzándolo al aire trece veces, tantas como el grupo lo sujetaba al caer, como si fuera una red de seguridad de los bomberos. Ese día, la red se abrió en la decimotercera caída y el homenajeado se desplomó de espaldas en el suelo.

8

La fiesta en la que eso sucedió no tuvo lugar en un hotel de lujo, sino en un modesto salón de fiestas, en un edificio sin ascensor ni portero, porque el homenajeado era becario e hijo de un cobrador de autobús al que alguien había visto vendiendo algodón de azúcar en el parque. No iba a clases de refuerzo de ninguna asignatura, nunca había acudido a ninguna fiesta, no había participado en ninguna pelea en la biblioteca ni estaba entre los alumnos que pusieron un trozo de carne cruda en el bolso de una profesora, ni mucho menos le pareció gracioso que alguien dejara una bomba detrás del váter, una bolsa de pólvora sujeta a un cigarrillo que se consumió hasta provocar la explosión. Al caer se dañó una vértebra, tuvo que guardar cama durante dos meses, usar un chaleco ortopédico durante unos cuantos meses más y hacer fisioterapia durante todo ese tiempo, después de que se lo llevaran al hospital y la fiesta se suspendiera en medio de una atmósfera de perplejidad general, por lo menos entre los adultos presentes, y uno de los que deberían haber sujetado a ese compañero era yo.

9

En una escuela judía, por lo menos en una como la nuestra, en la que algunos alumnos iban a clase con chófer, otros eran objeto de burlas durante años, y si a uno le escupían sobre la merienda todos los días, el otro se pasaba la hora del recreo encerrado en la sala de máquinas, y el compañero que resultó herido el día de su cumpleaños ya había pasado por eso los años previos, cuando lo habían enterrado repetidamente en la arena. Una escuela judía es más o menos como cualquier otra; la diferencia es que te pasas la infancia oyendo hablar de antisemitismo. Había profesores que se dedicaban exclusivamente a eso, a explicar las atrocidades cometidas por los nazis, que remitían a las atrocidades cometidas por los polacos, que a su vez eran reminiscencias de las atrocidades cometidas por los rusos, y en ese recuento podrían incluirse árabes, musulmanes, cristianos

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