Tierra

David Vann

Fragmento

Cuando Galen despertó, era de noche. La casa en silencio. Por fin paz. Tal como a él le habría gustado el mundo: sin gente.

Tuvo que sacudir el brazo para que se le despertara. Tiró de la cadena y se limpió los dientes. Luego bajó descalzo procurando hacer el menor ruido posible, como si su cuerpo no pesara, flotando, sin gravedad. Un mundo de ensueño, la casa un cúmulo de recuerdos. Su madre una niña que caminaba igual que él ahora.

Salió por la despensa, anduvo bajo las grandes hojas de la higuera, oliendo sus frutos, dejó en el suelo los vaqueros, la ropa interior y la camisa. Desnudo. La luna casi llena. Y mientras rodeaba el galpón para ir al nogueral, vio los huesos desparramados. Largas hileras de troncos y ramas blancos, convertidos en huesos al claro de luna. Cada rama hueca y demasiado ancha, luminosa. Sus hojas como sombras demasiado endebles para servir de escondite.

Galen corrió como lo había leído en los libros de Carlos Castaneda, dejó que sus pies encontraran el camino en la noche, su propio sendero, cerró los ojos y extendió los brazos con las palmas hacia arriba. Los terrones deshaciéndose bajo sus pies descalzos, las piedras duras, ramas pequeñas, hojarasca. Dolía y le frenaba, pero quería elevarse libre. Quería flotar sobre el suelo sin sonido ni tacto, sus pies apenas unos centímetros por encima de la superficie debido a una especie de magnetismo. En cambio, los pies se le hundían en surcos, tropezaba a cada momento y no sabía lo que podía pasar a continuación. Abrió los ojos y aminoró la marcha, andando ahora. Bajó los brazos.

De todos los huesos, la luna el más brillante. Trechos oscuros formando las fauces abiertas de una serpiente, un hombre menudo sentado debajo, meditando. Siempre la misma luna. Nunca giraba, nunca cambiaba. Siempre la cabeza de reptil y el hombre menudo grabados en un disco de hueso.

Los árboles dispuestos en obediencia a la luna, alineados, elevando sus brazos. Los propios surcos parecían obedecer al tirón de la luna. Toda la tierra extendiéndose, tratando de cerrar la brecha. Y el aire tan fino, ¿qué era lo que mantenía a la tierra separada de la luna?

Galen se sentó con las piernas cruzadas, la parte baja de la espalda anclada en un surco, y contempló la luna. Las palmas abiertas sobre sus rodillas. Espirando largamente, inspirando hondo. Espirar otra vez. Sin pensamientos, solo aquel disco reluciente, aquel espejo.

Pero luego se ponía a pensar en su prima, en sus muslos, sus labios, el pie con que ella le había apretado el paquete. Samsara siempre, el eterno entrometido. Pero a lo mejor podía sacarle algún partido.

Galen se levantó y se llevó la mano a la erección. Después de acariciarse un poco, intentó correr así por el surco, tocándose con la mano derecha y con el brazo izquierdo extendido, la palma de la mano hacia arriba, una pose de meditar, los ojos cerrados. Intentó que sus piernas le guiaran, que le guiara su miembro enhiesto, que lo elevara sobre los surcos camino de la luna. Y sí, notó los pies más ligeros. Iba ganando velocidad, la tierra tardaba cada vez más en volver a caer, el aire ganaba presencia. La clave quizá estaba ahí. No una suerte de magnetismo que emanaba de la tierra sino la atracción del aire propiamente dicho. El aire, no la tierra, era el médium.

Trató de abandonar su cuerpo, de sacar fuera su conciencia, de verse a sí mismo desde lejos. Piernas de huesos blancos corriendo, como si los troncos de los árboles hubieran cobrado vida.

Pero ahora jadeaba, su respiración era el vínculo con el mundo, lo tenía amarrado cuando su deseo era elevarse libre.

Maleza que lo rasguñaba y lo azotaba, algo enganchándose en los dedos de los pies, por poco no cayó de bruces. Tuvo que abrir los ojos y desviarse hacia un lado para evitar el tramo más difícil. Y ese era el problema: siempre había una interrupción. Siempre que se aproximaba a algo.

Se detuvo. Dejó de correr, dejó de tocarse. Siempre procuraba no correrse porque había leído que el hombre perdía su fuerza cuando se corría. Pero tenía muchas ganas de correrse. Y estaba cansado de la mano y nada más.

Galen se ovilló de costado en el hueco entre dos surcos. Respirando por la boca, empapado de sudor, el aire ahora fresco en su piel. La frente pegada a la tierra. El mundo una mera ilusión. El nogueral, la larga hilera de nogales, un mero espacio psíquico para mantener la ilusión del yo y de la memoria. Su abuelo que lo llevaba de paseo en el viejo tractor verde, el put put del motor. El panamá del abuelo, su camisa marrón, su aliento a vino, a Riesling. La sensación del tractor ganando terreno, los bandazos cada vez que las ruedas delanteras pillaban un surco. En conjunto un aprendizaje de los márgenes de las cosas, del deslizamiento, nada de ello real. El problema consistía en cómo deslizarse ahora fuera de los bordes del sueño. Porque la tierra parecía realmente tierra.

Galen se despertó numerosas veces aquella noche, tiritando. La luna, viajera, se desplazaba como un cangrejo entre las estrellas. Galen en la superficie de la tierra. Una planeta indigno de crédito, girando a muchos miles de kilómetros por hora. Porque, si así fuera, tendría que producir algún tipo de sonido. Un repiqueteo, una vibración, algo. Pero la tierra estaba callada y tenía un tacto demasiado liviano, como si la corteza terrestre estuviera a solo unos palmos de profundidad. Lo que Galen quería era que la corteza se agrietara y de este modo venirse él abajo, una caída de muchos miles de kilómetros a través del vacío rumbo al centro de toda gravedad, acelerando, y luego dejar atrás el centro rumbo a la corteza del otro lado y sentir que la fuerza de la gravedad lo iba frenando poco a poco. Hasta llegar a las antípodas y rozar con los dedos la punta del otro lado del mundo para caer de nuevo, pero hacia atrás. No llegaría a tocar el suelo con los pies, y eso estaría bien.

Tenía tanto frío que le castañeteaban los dientes, pero no se levantó. Volvió a sumirse en el sueño una vez y otra. La noche se hizo interminable. Cada noche una vida entera, incluida la espera del instante final.

Y cuando ese instante, por fin, llegó, cuando el cielo empezó a clarear y el negro se tornó azul, Galen no estaba listo todavía. El aire volvería a quemar, demasiado pronto, la tierra volvería a quemar, y el día sería una repetición del anterior. Té con su madre, visita a la abuela, visita de la tía y la prima. Galen no se veía capaz de repetirlo.

Tenía tantas ganas de orinar que al final se puso de pie, lanzó un chorro curvo hacia un árbol y luego remetió los pulgares bajo las axilas y emitió un mañanero cocoricó. Pavoneándose desnudo, agitando los brazos, entrando en calor, celebrando el nuevo día. Su estómago era una caverna hueca, una sima que lo chupaba desde el centro. Pero él siguió pavoneándose, empezó a correr a paso ligero entre los árboles y finalmente torció hacia la casa. Al pie de la ventana de su madre, graznó a voz en cuello y se puso a patear la hierba con los pies descalzos.

Maldita sea, Galen, oyó decir por fin. Me has despertado y ya no podré volverme a dormir.

Galen notó que una sonrisa –una de verdad– se le dibujaba en la cara, que las mejillas subían solas. No era algo forzado, no se le había quebrado la cara. Dejó de graznar, fue a recoger la ropa que había dejado tirada al pie de la higuera y entró por la despensa. Subió a su cuarto sin hacer ruido, cerró la puerta, se dio una ducha para estar por fin limpio y luego se metió en la cama, un nido calentito, y se quedó profundamente dormido.

Galen se despertó con las bragas de Jennifer a unos centímetros de la cara y la cabeza aprisionada entre los muslos de el

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