PRÓLOGO
Este volumen reúne un conjunto de escritos publicados en los años del cambio del siglo y, a su modo, aspira a sumarse a un tipo de libro que me gusta mucho: esos libros que, más que la deliberación del autor, compilan el azar o el tiempo, libros compuestos de fragmentos sin mucho orden ni concierto aparentes, que pueden abrirse por cualquier página y que en cualquier página ofrecen algo agradable, o de provecho, libros sin género –porque participan de todos los géneros, o de casi todos– que han dado, dicho sea de paso, algunas de las mejores páginas publicadas en nuestra lengua desde hace más de un siglo.
Recoger, corregir y ordenar textos propios equivale a buscar en ellos un común sentido o dirección que ni siquiera se imaginaba cuando fueron escritos, pero del que no siempre carecen cuando, pasado el tiempo, se vuelve a leerlos. Felizmente, mis ideas acerca de muchos asuntos tratados aquí son distintas de las de hace diez años –felizmente porque las contradicciones son el carburante del pensamiento–, pero lo cierto es que, por mucho que se contradiga y trate de emanciparse del tedio de ser quien es, uno no tiene más remedio que conformarse con serlo. De modo que la coherencia no es un mérito, sino casi una fatalidad genética: al final siempre se acaba en manos de esa bestia omnívora e insoslayable que es el Yo (un drama que acaso constituye uno de los temas del único cuento que incluyo en este libro, una fábula sobre el deseo y la imposibilidad de ser otro). Recoger, corregir y ordenar estos textos ha sido, así, realizar una especie de experimento con uno mismo. Si bien se mira, no otra cosa es la literatura. Y no otra cosa pretende ser, en conjunto y por separado, cada uno de los textos que vienen a continuación: fragmentos de una crónica personal que, pese a la variedad de temas, tonos y propósitos, no pueden sino aparecer unidos por la experiencia de quien los firma y por esa forma de encararla que, cuando de escritores se trata, sólo puede denominarse estilo.
La primera parte del libro, «Autobiografías», es el testimonio de algunos viajes y perplejidades, de algunas aficiones veniales, de algunas nostalgias o hipotecas que, la verdad, todavía no sé muy bien cómo administrar; esa parte viene a ofrecer, en suma, el relato de ciertos recuerdos mal asimilados (porque en mi caso, y al menos hasta hace poco, todo recuerdo bien asimilado acababa siempre transfigurándose en ficción). Como su propio título indica, la segunda parte, «Cartas de batalla», contiene un puñado de artículos de carácter polémico, intentos más o menos conseguidos de razonar mis discrepancias sobre ideas concretas –literarias, políticas, históricas– formuladas por personas concretas. Vistos con la perspectiva del tiempo, estos textos llaman la atención por su optimismo, por la fe en la discusión intelectual que respiran y por su aparente convicción de que, en España, todos hemos aceptado ya que, por decirlo como Alejandro Rossi, «un error intelectual no supone necesariamente un defecto moral», y que por lo tanto la auténtica tolerancia intelectual –«tan distinta», asegura también Rossi, «a la aceptación cobarde o a la incapacidad crítica»– ha arraigado por fin entre nosotros. No sé quién dijo que un optimista es un pesimista mal informado; lo cierto es que mi optimismo de entonces quizá era fruto de un momento de optimismo colectivo, pero sobre todo, me temo, de mi total, feliz y peligrosa ignorancia de la vida intelectual de mi país. Desde luego, yo sabía por los libros que, en nuestra tradición, toda discrepancia había sido casi siempre interpretada como una agresión personal, y toda discusión convertida en reyerta de chulos; pero creía que todo eso era cosa del pasado. No lo era. Como algunos hechos posteriores se encargaron de demostrar, en la vida intelectual del país ocurría como en el país a secas, y es que, bajo una cáscara de civilización y modernidad, seguía agazapado el «intratable pueblo de cabreros» del que habla un verso de Jaime Gil de Biedma, y que yo daba por amortizado en este libro. La experiencia me desengañó, ya digo. Lo curioso es que, a pesar de ello, en los últimos años he seguido participando en polémicas parecidas. Sólo tengo dos explicaciones para esta persistencia en el error: la primera es que, como observó Bernard Shaw, lo único que se aprende de la experiencia es que no se aprende nada de la experiencia; la segunda es que en el fondo no lo considero un error, sino poco menos que una obligación. No sé si hace falta aclarar, por lo demás, que yo también desconfío de la figura del intelectual; como cualquier persona de mi edad, crecí con esa desconfianza, y no he conseguido librarme de ella.
Quizá es injusta. Es verdad que a nosotros nos ha tocado ver a menudo cómo la figura noble, valiente y dicharachera del philosophe dieciochesco –al fin y al cabo el antecedente inmediato del intelectual– degeneraba de mala manera, convirtiéndose en la del propagador de dogmas fariseos, la del pícaro arribista, la del tuttologo o la del tertuliano enloquecido. Pero este hecho comprobable no significa que quienes escribimos, no digamos quienes escribimos en la prensa, podamos hacernos los suecos; o por lo menos que, si lo hacemos, no podamos ser acusados con razón de tirar la piedra y esconder la mano. Quiero decir que la vieja cuestión de la responsabilidad del escritor ni siquiera es en realidad una cuestión; no: esa responsabilidad va con el sueldo. Todo escritor, por el simple hecho de serlo, contrae un compromiso con el lenguaje, pero al contraerlo contrae también, lo sepa o no, un compromiso con la realidad, porque la escritura de una frase, por banal o anodina que parezca, entraña la toma de unas decisiones que no son sólo lingüísticas, y porque, si es verdad que el lenguaje de algún modo crea el mundo, el escritor es, ya que no el dueño del lenguaje, si por lo menos su usufructuario privilegiado, y por ello tiene el deber de mantenerlo tenso y exacto y ávido de verdad y de significación. En otras palabras: faltar a su responsabilidad estrictamente literaria, a su compromiso con el lenguaje y la verdad, es la mejor manera que tiene el escritor de faltar a su compromiso moral y político. Claro está que un escritor no tiene ninguna obligación –absolutamente ninguna– de escribir artículos o columnas de opinión; ni de escribirlos ni de intervenir de ninguna otra manera en el debate público; es más: para algunos escritores el ejercicio del articulismo o el columnismo puede resultar catastrófico, no porque el periodismo avillane el estilo (según decía Valle-Inclán, en mi opinión equivocadamente), sino porque el ejercicio de responsabilidad social a que obliga escribir artículos o columnas puede acabar contaminando el resto de su escritura, que sólo puede ser un desaforado ejercicio de irresponsabilidad social. Ahora bien, si el escritor decide escribir artículos o columnas, por los motivos que fuere (por ejemplo: porque sospecha que, si un irresponsable profesional como él no practica de vez en cuando la responsabilidad, puede acabar convirtiéndose en un mamarracho), lo mínimo que puede hacer es escribir cien veces al día en la pizarra esta frase de Ezra Pound, para tenerla siempre presente cuando se disponga a escribirlos: «Haré declaraciones que pocas personas se pueden permitir porque pondrían en peligro sus ingresos o su prestigio en sus mundos profesionales, y sólo están al alcance de un escritor por libre. Dada mi libertad, puede que sea un tonto al usarla, pero sería un canalla si no lo hiciera».
En la medida en que pretenden adscribirse al género de la crónica y ceñirse a la realidad, hasta donde tal cosa es posible, muchas de las piezas incluidas en este libro podrían denominarse «relatos reales», una etiqueta que puse hace unos años a un libro de crónicas aparecidas en una sección precisamente titulada «La crónica», que se publicaba en la edición catalana del diario El País; el remanente de esas crónicas es el que ahora recojo bajo el epígrafe «Nuevos relatos reales», porque me ha parecido preferible no confinar en los límites de ese marbete más que esos pocos textos unidos en el tono, la extensión y hasta en el neurótico y descacharrado narrador que los maneja.
Casi tan arbitrario como los anteriores es el último apartado, «Los contemporáneos», aunque su contenido tal vez merezca una precisión. Borges (o quizá fue el doctor Johnson) escribió que a nadie le gusta deber nada a sus contemporáneos. Aparte de una brillante maldad, la frase sólo puede ser una broma, porque no hay ningún escritor que no esté en deuda con sus contemporáneos: éstos –directamente o ex contrario, o con más frecuencia de las dos formas a la vez– no sólo nos enseñan a leer la contemporaneidad, sino también a leer la historia; es decir: nos enseñan a leernos a través del presente y del pasado. Como la historia, la literatura nunca permanece inmóvil, congelada en el tiempo, sino que se halla en perpetuo movimiento; ese movimiento es de ida y vuelta: igual que lo que se escribió en el pasado influye en lo que se escribe en el presente, porque nos alimentamos de ello, lo que se escribe en el presente influye en lo que se escribió en el pasado, porque nos obliga a releerlo con los ojos de hoy. De ahí que Italo Calvino afirme que «el máximo rendimiento de la lectura de los clásicos lo obtiene quien sabe alternarla con una sabia dosificación de la lectura de actualidad». No están en este apartado todos los contemporáneos que son, por supuesto, aunque sí son todos los que están: narradores, sobre todo, pero también ensayistas y poetas, con cuya obra mantuve en algún momento (o mantengo todavía) un diálogo real; escribir sobre ellos era una forma de prolongar o afinar ese diálogo, de delimitar un territorio propio y también, como no podía ser menos, de construirme una tradición propia. Acerca de alguno de ellos ya había escrito con anterioridad, y el único argumento que puedo aducir en descargo de mi reincidencia es que mi deuda con autores como Borges o Bioy Casares es demasiado grande como para negarme a escribir sobre ellos si alguien me lo pide. En otros casos, en muchos casos, se trata de amigos, con alguno de los cuales el diálogo, además de literario, es o fue también personal y por eso mismo, si cabe, más encarnizado. Aclaro por si acaso que me siento orgulloso de haber escrito sobre ellos, porque siempre he procurado evitar esa forma hipócrita de profilaxis social que consiste en prohibirse hablar bien de los amigos en público, y esa forma común de estupidez que, por decirlo como Elias Canetti, nos obliga a infravalorar la inteligencia y la sensibilidad de aquellos con quienes podemos hablar en cualquier momento.
Una última palabra sobre el título. Éste alude al célebre chiste filosófico con el que Antonio Machado abre Juan de Mairena, el mismo que figura en el epígrafe de este libro («La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero. Agamenón: “Conforme”. Su porquero: “No me convence”»). Al margen de que en la intención de Machado convivan o no un personaje de la Ilíada –Agamenón, rey de los Tracios– y un personaje de la Odisea –Eumeo, fidelísimo porquero de Ulises–, lo cierto es que, si no me engaño, el fragmento consiente varias interpretaciones, pero sobre todo dos. De acuerdo con la primera, Agamenón acata humildemente el imperio de la verdad, le parezca ésta bien o mal, le beneficie o no («Conforme», dice); en cambio, el porquero lo rebate mezquinamente («No me convence», dice), porque no acepta más que la verdad que le conviene, no la que sabe que es verdad. Esta interpretación es epistemológica: opone al desinteresado absolutismo filosófico de Agamenón –aquí un hombre justo y equitativo, que propone jugar limpio– el relativismo interesado del porquero –aquí un listillo, un simple tramposo que se niega a aceptar una verdad filosóficamente irreprochable–. Pero, como digo, cabe una segunda interpretación. Igual que si hubiera leído a Lewis Carroll y supiera como Humtpy Dumpty que las palabras tienen amo, igual que si hubiera leído a Walter Benjamin y supiera que son sólo los vencedores quienes escriben la historia, el porquero –aquí un insubordinado reticente con la versión oficial– se declara inopinada y tranquilamente en rebeldía al no aceptar la verdad que decreta el poder («No me convence», dice); en cambio, Agamenón abraza encantado esa misma verdad («Conforme», dice) porque es su verdad, la verdad que él mismo –aquí la encarnación del poder, un tirano con alguna educación pero sin ningún escrúpulo– ha impuesto como verdad única. Esta segunda interpretación es lingüística y, en último término, histórico-política: la verdad es sólo aquello que el poder (es decir, el rey Agamenón) decreta que es verdad, y por tanto es legítimo y necesario impugnarla como hace el porquero.
No digo que la segunda interpretación del fragmento sea la correcta (tal vez lo sea la primera; tal vez lo sean las dos, o las dos sumadas a una tercera o una cuarta); digo que este libro quiere atenerse a ella. Como todas las que buscan alguna forma de lealtad con la literatura, las páginas que siguen aspiran a ser palabra en rebeldía, y por eso se adhieren a la desobediencia del porquero en su pelea contra la secreta tiranía impuesta por su amo. Se trata de un combate desigual, quizá perdido de antemano, porque el porquero es sólo, como el escritor, un usufructuario de la palabra, y no su dueño, pero no puede más que suscitar simpatía el coraje discreto, irónico, temerario, astuto, alegre e insolente con que pelea contra el cinismo hipócrita, arrogante, feroz, mentiroso y solemne de la verdad de Agamenón. Contra esa verdad se ha escrito este libro.
Barcelona, febrero 2013
AUTOBIOGRAFÍAS
LA CANCIÓN DE TIJUANA
Éste es un lugar atroz: una playa inacabable del Pacífico partida por la mitad por un muro de metal carcomido por la herrumbre, el salitre y la intemperie, que a cada momento se desmigaja y a cada momento es parcheado para que perdure la ignominia. Ésta es la playa de la ciudad de Tijuana, en el extremo más noroccidental de Latinoamérica, en el extremo más noroccidental de México, justo en el límite de la frontera con Estados Unidos, pegada a la ciudad de San Diego. Éste es un lugar exacto del mapa, pero también es un símbolo saturado de sentido: del lado mexicano del muro la playa hierve de familias numerosas, parejas y grupos de chicos que toman el sol en la arena o alborotan el agua sosegada del océano; del lado gringo la playa está completamente desierta, si se exceptúa la presencia minúscula de un par de gaviotas perdidas y la presencia ominosa de un par de coches de la migra –la policía norteamericana antiinmigración– que, inmóviles como tigres en reposo, vigilan agazapados que nadie vulnere esa frontera de hierro.
Por supuesto, muchas personas la vulneran a diario, porque la desesperación siempre puede más que el miedo y porque no se le pueden poner puertas al campo. El muro que muere en esta playa infinitamente triste tiene una longitud aproximada de cuarenta kilómetros y una disposición similar a la del antiguo Muro de Berlín: primero una valla de metal, luego una zona intermedia sobrevolada por helicópteros y recorrida de continuo por vehículos de vigilancia, y finalmente una verja. Cuando este muro artificial concluye, empieza el natural, todavía más largo y menos compasivo que aquél: ríos de aguas caudalosas y desiertos helados y ardientes donde familias enteras con niños y mujeres y ancianos perecen a diario, ahogados o exhaustos o deshidratados o muertos de frío. En los últimos cinco años murieron más de cinco mil personas, unas tres al día, y lo hicieron con la indiferencia absoluta del gobierno de Estados Unidos y la complicidad activa del gobierno mexicano, que, en vez de tomar cuantas medidas de presión están a su alcance –y son muchas– para que cese esa sangría sin pausa, se limita a gestos palaciegos de protesta. Al Muro de Berlín le llamaban el Muro de la Vergüenza; que alguien me diga cómo hay que llamar a éste.
Sea como sea, aquí, en esta playa atroz donde muere este muro que se adentra un centenar de metros en el mar y en cuyas planchas de metal leproso figuran centenares de calaveras blancas con los nombres de quienes murieron intentando cruzarlo, aquí, frente a este cordón sanitario con el que el primer mundo trata de defenderse sin piedad y sin éxito de la infección del tercero, aquí se entienden de golpe y sin necesidad de que pasen por el filtro del razonamiento muchas cosas. Aquí uno entiende muy bien que tantos latinoamericanos padezcan una pasión inútil: el antinorteamericanismo. Aquí la izquierda latinoamericana encuentra argumentos a mansalva para continuar apoyando la abyecta tiranía de Fidel Castro, lo que evidentemente constituye la mejor manera de liquidar para siempre la posibilidad del triunfo de la izquierda en Latinoamérica: para cualquier persona decente es una prueba irrefutable de la iniquidad del régimen de La Habana el hecho de que sus ciudadanos tengan que jugarse la vida cruzando en balsas el océano para huir de él, pero ¿cómo calificar entonces a regímenes como el mexicano o el norteamericano, que toleran y alientan en esta frontera una iniquidad aún más mortífera? Aquí, víctima uno mismo de una humillación sin confines, se entiende muy bien, en fin, que un puñado de dementes suicidas se arrojara contra las Torres Gemelas provocando una carnicería de apocalipsis: juro por mi hijo que en toda mi vida jamás he sentido ganas de poner una bomba, salvo aquí, junto a este mar en calma salpicado de alegres bañistas, frente a este muro espantoso vigilado por coches patrulla de parabrisas ahumados, tras los cuales acechan los guardianes feroces del paraíso de la prosperidad, en este lugar donde uno se siente extrañamente feliz y lo sería del todo si junto a él estuviera el secretario de Estado español para la inmigración, que así comprendería, con la misma claridad meridiana con que lo comprende cualquiera, qué es lo que siente cualquier africano que mira la costa española desde Marruecos, que es exactamente lo mismo que siente cualquier latinoamericano –o cualquier hombre de bien– cuando mira al otro lado a través de este muro de pesadilla que marca la frontera más transitada del mundo. «Welcome to Tijuana –canta Manu Chao–. Tequila, sexo y marihuana.»
Llegué a Tijuana el día anterior, procedente de Ciudad de México. Como era mi primer viaje al país y ya llevaba varios días en él, llegué pensando que, como dice Hugh Thomas, quien sólo conoce España no conoce España, pensando que España no es más que una pálida copia de México y pensando también que nuestro incurable provincianismo gachupín de nuevo rico recién instalado en las delicias del primer mundo nos induce a pensar en México con cierto sentimiento de superioridad, cuando basta pasear durante unas horas por las calles infinitas de su capital para comprender que éste es un país más enérgico, más vital, más creativo y en muchos aspectos más culto y avanzado que el nuestro. Llegué a Tijuana después de sobrevolar más de tres mil kilómetros de bosques y desiertos y, apenas vislumbré desde el avión aquel enjambre de casuchas levantadas sin orden ni concierto en medio de una desolación de colinas desérticas, pensé de inmediato y sin razón alguna que ése era un buen lugar para vivir y un buen lugar para morir, e instantáneamente se me curaron todos los males, incluida la maldición de Moctezuma que me atacó en Ciudad de México. Y eso que llegué a Tijuana casi en el peor día del año: a las doce en punto de la siguiente noche se implantaba en todo el país y durante dos días la ley seca, que prohíbe terminantemente la venta de alcohol para impedir que su consumo encienda hasta la violencia las pasiones políticas en las horas previas a las elecciones.
Así que en Tijuana vi mucho sexo y mucha marihuana, pero menos tequila del previsible. Es una paradoja. A principios del siglo pasado Tijuana era un poblachón fronterizo con cuatro cabañas mal contadas; ahora es una ciudad de casi dos millones de habitantes, sin contar la incontable población flotante. La causa inicial de este crecimiento espectacular –y también caótico– fue precisamente la implantación de la ley seca en Estados Unidos, que propició la afluencia masiva de gringos en busca de los placeres que les negaba el puritanismo de su gobierno. Fue así como empezaron a surgir, en aquel lugar dejado de la mano de Dios, bares, tabernas, prostíbulos, restaurantes, hoteles y casinos sin cuento, como el célebre y lujosísimo de Agua Caliente, que frecuentaron potentados, estrellas de Hollywood y gángsters de película hasta que el presidente Lázaro Cárdenas, ya a finales de los años treinta, le echó el cierre, convirtiéndolo en una escuela nacional cuyas estancias alborotadas por el escándalo de los niños inquieta todavía hoy, según cuenta una leyenda que nadie ha podido extirpar, el fantasma de una bailarina del casino que se quitó la vida por amor. La ciudad, sin embargo, siguió creciendo gracias al reclamo irresistible de la frontera, y en los últimos años se ha convertido en un cuello de botella, en el rompeolas de toda Latinoamérica, en el lugar desesperado donde confluyen todos los desesperados del continente, atraídos por la esperanza a menudo ilusoria de cruzar al ilusorio paraíso que aguarda al otro lado.
Allí llegué el día anterior, invitado por el Centro Cultural Tijuana (CECUT), un organismo oficial empeñado en demostrar que en Tijuana hay mucho más que tequila, sexo y marihuana y que, además de contener una playa atroz y tristísima partida por un muro que recorre la ciudad, también contiene a mucha gente interesada en el arte y la cultura, y a un puñado de cineastas, pintores y escritores extraordinariamente fecundos. Uno de ellos es Luis Humberto Crosthwaite. Crosthwaite no sólo tiene un aire elegante de aristócrata –alto, corpulento, de gestos pausados y andares de vaquero–, sino que en cierto modo lo es: su familia, de origen irlandés, llegó a la frontera hace más de un siglo, y pudieron elegir entre ser mexicanos o norteamericanos; eligieron ser mexicanos. Por eso Crosthwaite es de los poquísimos tijuanenses de pura cepa y por eso se conoce Tijuana como si la hubiera inventado y ejerce una forma a un tiempo burlona y muy seria de patriotismo tijuanense (en su brazo derecho lleva tatuado un verso de Borges que, más que una declaración de amor, es una declaración de principios: «No nos une el amor sino el espanto»; es el penúltimo verso de un poema que Borges dedica a Buenos Aires, y que concluye: «Será por eso que la quiero tanto»). Y por eso, también, todos los libros de Crosthwaite están ambientados en Tijuana y constituyen una suerte de apasionante radiografía moral de la vida de esa frontera por la que Latinoamérica sangra a diario; lean, por ejemplo, Instrucciones para cruzar la frontera, un conjunto de relatos secos, duros, irónicos, llenos de sentimiento y huérfanos de sentimentalismo, que es el fracaso del sentimiento. O mejor no pierdan el tiempo tratando de leerlo, no al menos en España, porque, aunque lo publicó la española editorial Planeta, en nuestras librerías no lo van a encontrar: España es esa señorita repipi, plebeya y engreída que cree que puede prescindir de mucha de la mejor literatura que se publica en Latinoamérica sólo porque de repente se ha vuelto más rica que ella.
Lo cierto es que, al día siguiente de dar mi charla en el CECUT, Crosthwaite, en compañía de Sal V. Ricalde –un videoartista experimental que, según la revista Newsweek, es uno de los jóvenes artistas mexicanos más prometedores del momento–, me invita a comer a El Negro Durazo, un restaurante sinaloense frecuentado por narcotraficantes sinaloenses y atronado por una banda de música sinaloense, Los Nuevos Tamazulas de Guamuchil, cuyas canciones de amor y de muerte apenas nos permiten cruzar unas palabras mientras bebemos cerveza y devoramos tacos de marisco, ostras y langostas de Puerto Nuevo, y mientras vemos levantarse de improviso a la gente que come a nuestro alrededor y echarse a bailar en medio de una atmósfera de algazara. Salgo eufórico de El Negro Durazo, pero, para cuando llego a esa playa inacabable del Pacífico partida por la mitad por un muro de metal carcomido por la herrumbre, el salitre y la intemperie, la euforia se ha trocado en depresión. Mirando a la playa desierta del otro lado por los intersticios del muro, les pregunto a Crosthwaite y a Sal por qué no hay nadie bañándose en el lado americano. «Los gringos dicen que la playa está contaminada –contesta Sal–. Es mentira, claro: la realidad es que quieren evitar que alguno de los nuestros cruce nadando al otro lado, se confunda con los bañistas y se les cuele en casa.» Luego Sal y Crosthwaite se quedan mudos; yo también. Sin saber por qué, me acuerdo de Stanislaw Lem: «No tenemos necesidad de otros mundos –dice Lem–. Lo que necesitamos son espejos.» Pienso entonces que ese muro es un espejo, un inmenso espejo. Pienso que no sé mirarme en ese espejo que es el muro, y que quizá nadie sabe hacerlo. Pienso que no queremos mirarnos en ese espejo, porque nos aterra lo que vamos a encontrar en él. Pienso: «Un espejo es un espejo, y sólo refleja lo que tiene enfrente, y eso que tiene enfrente no es más que la realidad». En ese momento reparo en un viejo que bebe cerveza tibia apoyado en el muro, cabizbajo y ajeno al griterío de la playa, mirando a las patrullas de policía que vigilan el otro lado a través de un hueco por el que tal vez podría pasar un hombre. Me pregunto si el viejo está aguardando un descuido de las patrullas para cruzar el muro y echar a correr. Me tumbo al lado del viejo, en la arena, miro las nubes navegando en el cielo ejemplarmente azul, dejo que el sol apoye su peso sobre mis párpados. Al rato, llevado por un impulso que no controlo, me levanto y cruzo a gatas el muro por un hueco. Ya estoy del otro lado, me incorporo, las gaviotas que daban saltitos solitarios en la orilla alzan el vuelo, el silencio es casi sobrenatural, miro las huellas de mis zapatos en la playa inmaculada: una doble escultura de arena. Entonces oigo las voces de Crosthwaite y de Sal, muy próximas, pero no entiendo lo que dicen o quizá es que no quiero entenderlo, porque en ese momento, embriagado de excitación y de coraje, empiezo a increpar a los policías que acechan a lo lejos, tras los cristales ahumados. «Fuck you, bastards», grito a voz en cuello una vez y otra y otra, mientras me harto de hacerles ostentosos cortes de mangas, y cuando me canso, me doy la vuelta y, mirando a Crosthwaite y a Sal y al viejo de la cerveza, que sonríen, y a la gente –mujeres, niños y ancianos–, que se ha aglomerado contra el muro y sonríe y aplaude también, con una desorbitada satisfacción que no he experimentado en mi vida y con la inconfundible certeza de estar cumpliendo un deber largo tiempo aplazado me bajo los pantalones y les enseño el culo a los policías gringos, que en cuanto me vuelvo abren al unísono las puertas del coche y con amenazante parsimonia echan a andar hacia mí. Presa del pánico, me subo los pantalones, vuelvo a ponerme a gatas y trato de cruzar de nuevo el muro por el hueco; entonces compruebo con horror que no quepo, el hueco se ha estrechado o yo me he ensanchado, dejo que Crosthwaite y Sal y el viejo y la gente que me aplaudía tiren a la desesperada de mí, inútilmente, mientras yo me debato y sudo a mares y grito de miedo e imploro como una sabandija sin dignidad y veo acercarse a los policías previendo la paliza y la cárcel, hasta que en el preciso momento en que noto las manos de un gringo aferrándome el pescuezo pego un alarido que me sienta en la arena y espanta a los bañistas. «Chingao, Javier –dice Crosthwaite, retorciéndose de risa–. Qué manera tienen los gallegos de despertar de la siesta.»
Abandonamos la playa, pasamos junto a una plaza de toros («Dicen que es la única en el mundo que está junto al mar», me informa Crosthwaite) y seguimos el muro hasta que éste se convierte en una valla sólo interrumpida por un viejo mojón de piedra que desde hace mucho señala el límite territorial de México. Al otro lado de la valla hay ahora un parque con bancos de piedra y papeleras de metal, que se creó, dice Crosthwaite, «para celebrar la fraternidad entre los dos países». Crosthwaite y Sal me cuentan que allí han visto de todo: picnics multitudinarios en los que las familias, a uno y otro lado de la frontera, empleaban las tardes conversando mientras se pasaban tacos de tortilla por los huecos de la valla; un matrimonio que celebraba el cumpleaños del marido: el hombre y la mujer tenían los dedos enredados a través de los alambres, y una banda de norteños cantaba una canción de aniversario detrás de ella; una vez se celebró allí una boda, con el novio, norteamericano, del lado estadounidense, junto al religioso que oficiaba la ceremonia, y la novia, mexicana, del lado mexicano, junto a los padrinos, y en torno a ellos mucha gente tirando arroz de uno a otro lado de la frontera: por razones obvias, al final de la boda los nuevos esposos no pudieron besarse. «Pero hace un tiempo los gringos decidieron que el parque era peligroso y lo cerraron –dice Crosthwaite, señalando la desolación vacía que se extiende ante nosotros; en el parque ya ni siquiera hay césped: se ha convertido en pasto seco–. Decían que la gente pasaba droga a través de la valla.» La excusa es notable, sobre todo si se tiene en cuenta que los narcos pasan la droga de un lado a otro en camiones y hasta por túneles, por supuesto con la complicidad de la policía norteamericana, que ahora es la única que llega hasta aquí. «En fin –suspira Crosthwaite, señalando el parque sin nadie–, esto es todo lo que queda de la fraternidad entre los dos países.»
«Bueno –dice Crosthwaite mientras salimos de una tienda de guayaberas donde he comprado una radiante guayabera blanca que me he dejado puesta; la sonrisa de mi amigo es tan radiante como el blanco de mi guayabera–. Ha llegado el momento de que conozcas La Coahuila.» Montamos en el coche y le pregunto qué es La Coahuila; me contesta que es el barrio de tolerancia; recordando mis recientes heroicidades oníricas, le pregunto si es peligroso. «No mucho –dice encogiéndose de hombros, y en ese mismo momento comprendo que La Coahuila es un lugar peligrosísimo–. Los gringos no se atreven a entrar ahí, les da miedo; pero los gringos son unos flojos. Si no buscas problemas, lo más probable es que no los encuentres; tú limítate a no separarte de mí.» Sin duda porque advierte que estoy palideciendo de pánico, en ese momento me asesta una estocada mortal: «Pero tú eres escritor, ¿no?», y lo que quiere decir