El increíble viaje del faquir que se quedó atrapado en un armario de Ikea

Romain Puértolas

Fragmento

cap-1

La primera palabra que el indio Dhjamal Mekhan Dooyeghas pronunció cuando llegó a Francia fue una palabra sueca. ¡El colmo!

«Ikea.»

Eso fue lo que susurró.

Y en cuanto lo dijo, cerró la puerta del viejo Mercedes rojo y esperó con las manos sobre sus rodillas como un niño bueno.

El taxista, que no estaba seguro de haber oído bien, se volvió hacia su cliente, lo que hizo que las bolitas de madera de su cubreasiento crujieran.

Descubrió en el asiento trasero de su vehículo a un hombre de mediana edad, alto y flaco como un árbol seco, de cara morena y atravesada por un bigote gigantesco. Cicatrices de un antiguo acné virulento cubrían sus mejillas huesudas. Llevaba tantos aros en las orejas y en los labios que parecía que hubiera querido cerrarlos con cremallera. ¡Qué buena idea!, pensó Gustave Palourde, que creía haber encontrado por fin el remedio para hacer callar a la parlanchina de su mujer.

El traje de seda gris brillante del pasajero, su corbata roja sujeta con un imperdible y su camisa blanca, arrugados con armonía, eran testimonio de largas horas de avión. Pero, sorprendentemente, no llevaba equipaje.

O es hindú o ha sufrido un terrible golpe en la cabeza, pensó el conductor al ver el gran turbante blanco que llevaba su cliente. Pero su cara morena y atravesada por un bigote gigantesco apuntaba más a que era hindú.

—¿Ikea?

—Ikea —repitió el indio alargando la última vocal.

—¿Cuál? Eh… What Ikea? —tartamudeó Gustave, que se sentía tan suelto en inglés como un perro sobre una pista de hielo.

El pasajero se encogió de hombros como para expresar que no le importaba. «Yustikea —repitió—, dasentmaterdiuandatbetersuitsyuyuardeparisian Aquello fue lo que entendió el conductor, una secuencia confusa de sonidos incomprensibles. En treinta años trabajando para Taxis Gitanos, era la primera vez que un cliente recién llegado a la terminal 2C del aeropuerto Charles-de-Gaulle de París le pedía que le llevase a una tienda de muebles. Y no creía que Ikea hubiera abierto una cadena de hoteles.

A Gustave le habían solicitado destinos raros, pero este se llevaba la palma. Si este tipo venía realmente de la India, debía de haber pagado una pequeña fortuna y pasado ocho horas en un avión solo para comprar una librería Billy o una butaca Poäng. ¡Increíble! Tendría que apuntar este encuentro en su libro de oro, entre Demis Roussos y Salman Rushdie, que un día le habían hecho el insigne honor de reposar sus augustos traseros sobre los asientos de leopardo de su taxi y, sobre todo, no debía olvidar contar la anécdota a su mujer esta noche durante la cena. Como normalmente no tenía mucho que decir, era su esposa, cuya boca pulposa aún no estaba equipada con una maravillosa cremallera india, la que monopolizaba la conversación en la mesa mientras su hija enviaba mensajes de texto repletos de faltas de ortografía a jóvenes de su edad que ni siquiera sabían leer.

—¡Ok!

El taxista gitano, que había pasado los tres últimos fines de semana recorriendo en compañía de las susodichas mujeres los pasillos azules y amarillos de la tienda sueca para amueblar la nueva caravana familiar, bien sabía que el Ikea más cercano era el de Roissy París Norte, a tan solo 8,25 euros de allí. Se decantó pues por el de París Sur Thiais, situado al otro extremo de la capital, a tres cuartos de hora de donde se encontraban en aquel momento. Después de todo, el turista quería un Ikea. No había especificado cuál. Además, con su bonito traje de seda y su corbata, debía de tratarse de un rico empresario indio. Tampoco iba a morirse por unas decenas de euros de más, ¿no?

Satisfecho, Gustave calculó rápidamente cuánto ganaría con la carrera y se frotó las manos. Después, le dio al botón del taxímetro y arrancó.

En definitiva, el día comenzaba bastante bien.

Faquir de profesión, Dhjamal Mekhan Dooyeghas (pronunciado «Llámame cuando llegues») había decidido viajar por primera vez a Europa de incógnito. Para la ocasión había cambiado su uniforme, que consistía en un taparrabos en forma de enorme pañal, por un traje de seda brillante y una corbata alquilados a precio de ganga a Yogi (pronunciado «Jogging»), un viejo del pueblo que en su juventud había trabajado como representante de una famosa marca de champú y que aún conservaba unos bonitos rizos, ahora grises.

Embutido en su disfraz, que vestiría durante los dos días que duraría su escapada, el indio anhelaba en secreto que lo confundieran con un riquísimo empresario indio, hasta el punto de que prefería pasar de la comodidad de un chándal y unas sandalias para un viaje de tres horas en autobús y ocho horas y quince minutos en avión. Fingir ser lo que no era, después de todo, formaba parte de su profesión. Era faquir. Por razones religiosas había conservado su turbante, debajo del cual seguía creciendo su pelo, que hoy día debía de alcanzar los cuarenta centímetros y hospedar una población de treinta mil almas, microbios y piojos todos juntos.

Al subirse al taxi ese día, Dhjamal Mekhan Dooyeghas (pronunciado «Ya me quedan dos leguas») había notado enseguida que su atuendo había causado en el francés el efecto deseado, y eso a pesar de su nudo de corbata, que ni él ni su primo habían sabido hacer, ni siquiera después de las explicaciones claras pero temblorosas de un Yogi afectado de Parkinson. Al final, habían acabado por sujetarla con un imperdible, lo que parecía pasar desapercibido entre tanta elegancia.

Como un vistazo por el retrovisor no era suficiente para contemplar tanta belleza, el conductor se había dado la vuelta para admirarlo mejor, lo que hizo que sus cervicales crujieran como si estuviera ejecutando un número de contorsionismo.

—¿Ikea?

—Ikeaaa.

—¿Cuál? Eh… What Ikea? —farfulló el chófer, aparentemente tan suelto en inglés como una vaca (sagrada) sobre una pista de hielo.

Just Ikea. Doesn’t matter. The one that better suits you. You’re the Parisian.

El taxista se frotó las manos sonriendo y arrancó.

Ha mordido el anzuelo, pensó Dhjamal Mekhan Dooyeghas (pronunciado «Qué mal, me que’an dos yeguas»), satisfecho. Finalmente, su nuevo look cumplía con su misión de maravilla. Con un poco de suerte, y si no abría mucho la boca, hasta lo tomarían por un autóctono.

Dhjamal Mekhan Dooyeghas era famoso en todo el Rajastán por tragarse espadas retráctiles, comer cristales de azúcar bajo en calorías, clavarse agujas falsas en los brazos y por una ristra de trucos de los que él era, con sus primos, el único en conocer el secreto y a los que calificaba de «poderes mágicos» para embaucar a su público.

De modo que, cuando tuvo que pagar el taxi, que alcanzaba la modesta suma de 98,45 euros, nuestro faquir entregó el único billete del que disponía para todo el viaje, un billete falso de 100 euros impreso por un solo lado, a la vez que hacía un gesto indolente al conductor para decirle que podía quedarse con el cambio.

En el momento en que este se lo metía en la cartera, Dhjamal desvió su atención señalando con su dedo índice las gigantescas letras amarillas, I-K-E-A, que se erigían con orgullo sobre

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