La voz del ángel

Frédéric Lenoir

Fragmento

Capítulo 4

4

Francia, julio de 2019

El joven vuelve en sí. Abre los ojos y los pasea por su alrededor. Su mirada acaba cruzándose con la de Blanche.

—¿Dónde estoy?

—En el hospital, querido —contesta la anciana con una sonrisa.

El chico cierra los ojos y suspira profundamente. Blanche se percata de que aprieta los puños. Ve cómo se le saltan las lágrimas.

—Por suerte estás sano y salvo.

—Por desgracia, sí… —murmura antes de echar la cabeza a un lado.

A Blanche le desconcierta la respuesta, pero hace como si nada; además, le parece que el chaval se ha dormido. Vuelve a abrir los ojos al cabo de un buen rato y pide algo de beber. Blanche señala con la mano el vaso de agua que está sobre la mesilla que separa ambas camas. Él se recoloca las almohadas, coge el mando de la cama e incorpora la cabecera. Después de beber, vuelve a cerrar los ojos mientras exhala otro suspiro.

—¿Cómo te llamas?

El joven permanece en silencio. Su respiración se ralentiza.

—Me encantaría saber cómo te llamas —insiste Blanche con tenacidad, aunque su voz está impregnada de una gran dulzura.

—Hugo —acaba diciendo el chico de forma apenas audible.

—¡Hugo! ¡Es un nombre precioso! Me recuerda a mi escritor preferido: Victor Hugo. ¿Lo conoces?

Hugo vuelve la cabeza despacio hacia Blanche.

—Por eso mis padres eligieron este nombre. Mi madre era profesora de literatura… También era su escritor preferido.

—Era… ¿se ha jubilado?

—Más o menos… Murió cuando yo tenía diez años.

—¡Vaya, lo siento mucho!

—No se preocupe —masculla Hugo esbozando una tímida sonrisa para que Blanche, cuya bondad percibe, no se sienta mal.

—¿Tienes hermanos o hermanas?

—Una hermana pequeña.

—¿Cómo se llama?

—Louise.

—¿Estáis muy unidos?

—Cuando éramos pequeños lo estábamos más. De mayores nos hemos distanciado un poco. Pero nos llevamos bien. Y, al igual que mi madre, a ella también le gusta mucho Victor Hugo.

—¡Qué maravilla! ¿Y a ti? ¿Lo has leído?

Hugo clava la mirada en el techo. En realidad no tiene muchas ganas de seguir con esta conversación, pero la desconocida no le cae mal, más bien al contrario. Trata de hacer memoria.

—En el instituto. Su poesía me resultaba algo pesada y pomposa.

—En cierta medida, es verdad; pero hay tesoros que no han envejecido en absoluto. Sobre todo, en Las contemplaciones. Mira, siempre llevo un ejemplar encima.

Blanche coge un librito bastante grueso con una vieja encuadernación en cartoné. Hugo lo mira y sonríe. Retoma la conversación con un tono más afable:

—Bueno, en realidad solo he leído los fragmentos que nos mandaban en el colegio. Recuerdo un poema en particular que me llamó la atención. Contaba la historia de un sapo al que unos niños habían torturado y del que se apiadó un burro…

—¡Qué poema tan conmovedor! Los niños lo abandonan en un camino después de haberlo torturado, está medio destrozado pero vivo. Entonces llega una carreta tirada por un burro al que también maltrata su amo, y el animal se desvía del camino a duras penas para evitar que la rueda del carro aplaste al desdichado sapo.

—Así es... Cuando lo estudiamos en el colegio yo tendría unos doce o trece años y creo que lloré.

—Yo aún lloro —murmura Blanche con los ojos húmedos—. Es un poema de La leyenda de los siglos. No lo tengo aquí, pero me lo sé de memoria, como tantos otros. ¿Quieres que te recite un breve fragmento que se me ha quedado grabado?

—Me encantaría.

Blanche cierra los ojos y vuelve la mirada hacia las profundidades de sus recuerdos infantiles, a los tiempos en que aprendió ese poema, con nueve o diez años. Recuerda haber visto a un gatito al que perseguían unos adolescentes. Sobresaltada, llamó a su madre, que salió a toda prisa para rescatar al animal de la crueldad de los jóvenes. Lo curó y lo adoptó. También recuerda una cosa curiosa. Le alertaron los ladridos de un viejo perro solitario, una especie de vagabundo que callejeaba por el barrio sobreviviendo con las sobras que le daban los vecinos. El perro ladraba tan fuerte, cosa rara en él, que Blanche salió a ver qué sucedía y descubrió a los jóvenes ociosos martirizando al gato. Cuando le contó esta historia a su madre, esta le dijo que a veces los animales eran más compasivos que muchos humanos. Después le dio a leer ese poema de Hugo: «El sapo». A Blanche le impresionó tanto que se lo aprendió de memoria y se lo recitaba a menudo a Nathan, su hermano pequeño. Ahora su memoria está algo dañada, pero aún recuerda algunos versos, que empieza a declamar para Hugo:

Vuelve el borrico exhausto por la tarde, cargado, cansado,

moribundo, ensangrentadas las míseras pezuñas;

da unos pasos en falso, se aparta y se resbala

por no aplastar al sapo que ve en el fango.

Ese asno abyecto, manchado, molido bajo el palo,

es más santo que Sócrates, más grande que Platón.

Capítulo 5

5

Polonia, enero de 1945

¡Ha vuelto la luz! Veo otra vez. Todo está blanco. Vislumbro una silueta. Parece un cuerpo humano echado sobre una sábana blanca. No, no es una sábana, es la nieve. El cuerpo de una mujer está tendido en la nieve, que la cubre en parte. Junto a su rostro hay algo rojo. De su sien izquierda sale un hilo de sangre. Se ha golpeado la cabeza con esa piedra tan grande. Cada vez lo veo más claro. Si no ha perecido por la caída, la pobre mujer habrá muerto congelada. Ahora distingo su rostro escarchado. ¡Dios mío! ¡Pero si soy yo!

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