Colección particular

Juan Marsé

Fragmento

cap-1

Prólogo

Puede que, dicho así, de manera tan categórica y apriorística, el juicio carezca de valor, pero no quiero perder la oportunidad de declarar que considero a Juan Marsé el mejor narrador que ha dado la literatura española en muchas décadas. Empleo el término narrador en su acepción más clásica, la que sirve para nombrar, desde tiempos inmemoriales, al contador de historias. Una figura muy anterior a la del novelista, que —no debemos olvidarlo— es un tipo de narrador tardío, surgido al amparo del libro, de la imprenta. Se tiende a asimilar las dos figuras, la del narrador y la del novelista. Pero, aunque uno y otro se solapan con frecuencia, conviene advertir que no siempre pertenecen a la misma especie. De hecho, cabe pensar en novelistas que no son propiamente narradores (se me ocurre de pronto, por acudir a uno lo suficientemente conspicuo y cercano, Camilo José Cela). Hay mucha confusión en este terreno, demasiados malentendidos respecto a qué es narrar y qué novelar. Pero no es cuestión aquí de entrar a fondo en este asunto, sin duda enrevesado. Baste decir que Juan Marsé pertenece a la estirpe cada vez más rara de novelistas en los que se reconocen los rasgos de los narradores genuinos.

Tales rasgos suelen manifestarse más comúnmente entre los cuentistas. Y es lógico que así sea: al fin y al cabo, el cuento es un género mucho más antiguo que la novela, mucho más determinado por las viejas técnicas de la narración oral, por mucho que en sus modalidades modernas haya alcanzado niveles de sofisticación y hasta de complejidad comparables a los de aquélla. Es posible aún, entre los cultivadores del cuento, encontrarse con escritores en los que el viejo arte de narrar se preserva casi intacto, como fue el caso —excepcional, sin duda— de Isak Dinesen. Más difícil es que eso ocurra entre los novelistas, dado que la novela es un género mediado decisivamente por la escritura y su reverso, la lectura, y por eso mismo desentendido en buena medida de las condiciones que al narrador tradicional imponía la escucha atenta y continuada, con su imperativo de encanto.

Esta última palabra, encanto, es la que mejor sirve para caracterizar el arte narrativo de Juan Marsé. Éste, sin embargo, nunca ha dejado admitir su debilidad por «ella, la vieja puta, la marrana sentimental y embustera, la vieja alcahueta madre de todos los sueños y encantamientos que el hombre es capaz de proyectar en este mundo: la novela». Tanto más interés tiene, siendo así, asomarse a su exigua producción como cuentista, que el presente volumen reúne en su casi integridad.

Puesto que he comenzado haciendo distinciones y señalando malentendidos, no está de más que traiga a colación el que induce demasiado comúnmente a pensar que un narrador, cualquier narrador, por el hecho de serlo, es por igual apto para escribir novelas que cuentos. No es así, ni mucho menos. Por supuesto que abundan los casos de narradores que cultivan indistintamente la novela y el cuento, alcanzando en ambos géneros parejos niveles de excelencia. Por poner un ejemplo muy querido por Marsé, pensemos en Juan Carlos Onetti. Pero las aptitudes que reclaman uno y otro género no son idénticas, y no siempre conviven en un mismo escritor, dándose el caso de estupendos cuentistas que son medianos novelistas, y viceversa (Hemingway sería un ejemplo paradigmático, casi tópico, de lo primero).

La franja generacional en la que se encuadra Juan Marsé, la que se conoce como «generación del 50», es pródiga en excelentes cuentistas, algunos también novelistas y otros no (como Ignacio Aldecoa o Jesús Fernández Santos, como Medardo Fraile). La trayectoria de Marsé, sin embargo, es, en rigor, la de un novelista, por mucho que en su etapa de aprendizaje e incorporación al mundo literario publicase casi inevitablemente unos pocos cuentos en revistas como Ínsula, Triunfo o Destino. Sólo tardíamente, en 1987, vio la luz su primer y único libro de cuentos, Teniente Bravo. Uno solo, entre más de una docena de novelas, largas y breves (dejando a un lado ediciones singulares de cuentos infantiles o ilustrados). Un dato del que vale la pena tomar nota.

En su edición definitiva, Teniente Bravo reunía tres piezas; las tres —cada una a su modo— magistrales, como no dejará de constatar el lector del presente volumen. Pero las tres eran y siguen siendo, en el contexto de la obra narrativa de Marsé, una rareza. Canas al aire de un novelista tentado ocasionalmente (ya sea por razones alimenticias o de amistad, por simple capricho o por no saber esquivar las solicitudes de antólogos o de directores de revistas y suplementos literarios) de escribir un cuento, siempre con la mente puesta en la siguiente novela.

Uno se pregunta el porqué de esta escasez, de esta renuencia a practicar un arte para el que Marsé ha demostrado tener talento más que sobrado. La extrañeza es tanto mayor si se considera que el sustrato narrativo del que se alimenta buena parte de la novelística de Juan Marsé son las «aventis», narraciones orales más o menos improvisadas sobre la marcha por una hambrienta y desatada imaginación infantil.

Las «aventis» tienen un indiscutible parentesco con el viejo arte de narrar, y es sin duda la circunstancia de haberlas cultivado temprana y asiduamente lo que mejor explica que Juan Marsé sea, en el sentido más estricto, un narrador genuino, además de novelista. Pero hay una diferencia determinante entre los cuentos tradicionales, por así llamarlos, y las «aventis»; diferencias que conviene no pasar por alto. Mientras aquéllos son el producto destilado de una experiencia determinada, que ha ido adquiriendo su forma particular a través del tiempo, las «aventis» son resultado, más bien, de superponer a una realidad mugrienta un correlato mítico —o simplemente peliculero— que aspira a redimirla, a transfigurarla.

En el primer relato de este volumen, el titulado «Historia de detectives», se ve perfectamente cómo opera esa imaginación infantil, y de qué modo se nutre no tanto de la experiencia real como de ese mundo paralelo que constituía, tanto para los niños como para los hombres de la postguerra, el cine.

«Menos mal —escribió Manuel Vázquez Montalbán, con palabras que Marsé podría hacer suyas— que cuando éramos adolescentes, y tuvimos que aprender a gesticular, a tratar de colocar el esqueleto ante la vida, nos ayudó el cine y pudimos imitar incluso a James Dean; menos mal que aprendimos a inclinar un hombro más que otro, como él, o a remangarnos la camisa para poder enseñar los bíceps, como Marlon Brando, en aquellos casos en los que había bíceps que enseñar. Éramos conscientes de que había otro mundo, otra realidad, y en cierto sentido eso nos forzaba a ser drogadictos de cualquier posibilidad, de cualquier ventana abierta a la evasión. Por eso fuimos tan cinéfilos, porque buscábamos en las salas oscuras de los cinematógrafos aquellas realidades alternativas en technicolor o en un privilegiado claroscuro hecho a la medida de Gene Tierney y que nada tenía que ver con el color luto o medio luto de las altas damas del franquismo.»

Algunas de las piezas reunidas en este volumen ilustran a la perfección estas palabras. La obra entera de Marsé, en realidad, viene a ilustrarlas, con su decidida opción por la novela. Y es que el cine mismo, como Marsé —sólo que desde hace mucho más tiempo—, siente debilidad por la novela. De hecho, las palabras empleadas más arri

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