El chal

Cynthia Ozick

Fragmento

cap-1

Nos desangramos por dentro

Estamos heridos. Nuestras heridas no se ven. Nos desangramos por dentro… Estas tres frases del libro de Hans Reichmann Ciudadano alemán y judío perseguido —sobre el pogromo de noviembre del 38 en Alemania y el campo de concentración de Sachsenhausen, en el que estuvo internado el autor— reflejan de manera breve y rotunda el horror de la persecución de que fueron objeto los judíos por parte de los nazis y a su vez el secretismo que suele rodear al ejercicio sistemático de la crueldad.

Para intentar sobrevivir en la Europa de entonces muchos judíos tuvieron que tragarse el aullido de lobo que les subía por la escalera del esqueleto frente a la maquinaria arrolladora bajo la cual vieron sucumbir a sus padres, a sus hermanos, a sus hijos, frente a la barbarie que se abría ante ellos como único destino. Es lo que se ve obligada a hacer Rosa Lublin, protagonista de «El chal» y de «Rosa», al ver lo que le ocurre a su hija de quince meses, a la que ha tenido envuelta en la mantilla casi hasta el momento del desenlace.

Tras escribir ambas historias en 1977 Cynthia Ozick esperó tres y seis años respectivamente hasta publicarlas, por separado, en la revista The New Yorker y doce hasta editarlas juntas en un volumen. Ese recato, esa prudencia a la hora de compartir la literatura surgida de las experiencias soportadas por tantos seres humanos en los campos de la muerte, se trasluce en su manera de escribir. En su empeño por huir tanto de un lirismo sensiblero como del patetismo más chato. En su deseo de encontrar una forma de expresión adecuada para semejante atrocidad.

La propia Ozick ha contado dónde encontró la inspiración para el primer relato, una historia muy breve, capaz de herir como pocas al lector. En unas líneas de Auge y caída del Tercer Reich, monumental estudio sobre el nacionalsocialismo publicado en los Estados Unidos en 1960, en las que William L. Shirer, corresponsal en Berlín durante los años treinta y cuarenta, dice que en los campos de exterminio los guardias arrojaban bebés contra las alambradas eléctricas.

Cualquiera que se haya tomado la molestia de indagar acerca de lo ocurrido en aquellos campos sabe que no mataban únicamente a niños indefensos de esa forma. El hermano del escritor Walter Benjamin, Georg Benjamin, reputado pediatra y resistente comunista, fue asesinado de la misma manera. Enviado a Mauthausen a mediados de agosto de 1942, su mujer recibió el 26 de ese mes un escrito de la comandancia en el que se le notificaba su muerte. Causa: suicidio por contacto con la línea de tensión eléctrica.

Georg Benjamin no formó parte de los prisioneros masacrados por el trabajo agotador, el frío, el hambre y la sed. Tampoco de los que fueron fusilados, ahorcados o gaseados. Su viuda, Hilde Benjamin (de soltera, Lange), asegura en la biografía que escribió sobre él que, como a tantos otros, lo arrinconaron contra la cerca electrificada. Cuenta un antiguo prisionero de Mauthausen que desde el camión en el que los transportaban, vestidos apenas con camisa y calzones, los judíos eran empujados hacia la alambrada de espino, en la que quedaban enganchados hasta la mañana siguiente. Después de que los comandos de trabajo abandonaran el campo, se desconectaba la corriente y los encargados de recoger los cadáveres tenían que descolgarlos de allí.

Jacinta Ozick Regelson nació en Nueva York en 1928 de padre y madre judíos rusos, establecidos en la ciudad a raíz de que sus familias huyeran de los masivos y violentos ataques antisemitas que se produjeron tras la muerte del zar Alejandro II. De niña, Cynthia Ozick sufrió la animadversión y las burlas de sus compañeros por no cantar con los demás alumnos los villancicos de Navidad, pero también la hostilidad anónima en la calle, donde más de una vez se vio convertida en el blanco de las pedradas de los vengadores de Cristo cuando salía a repartir los preparados de la farmacia paterna. Esa hostilidad, de la que en parte la salvaron los libros que pronto se aficionó a leer, hizo que fuera especialmente sensible a la cuestión de la identidad judía y al Holocausto, temas en torno a los cuales gira la mayor parte de sus ensayos y narraciones.

«Rosa», la segunda historia de este libro, muestra el desarraigo de muchos de los supervivientes, palabra que la protagonista odia, en la sociedad americana del siglo XX, en la que encontraron cobijo la mayoría de los judíos perseguidos en casi todo el continente europeo. La odia porque es una de esas etiquetas bajo las cuales algunos especialistas en patología social los estudian como si fueran especímenes. Como aborrece la de refugiado, pues bajo esos términos no se hace distinción alguna entre unos seres humanos y otros. Entre los que sufren y lo hacen para siempre, sin remisión, como Rosa, y las personas, como ella misma dice, corrientes y frívolas. Palabras, asegura, que no son más que parásitos en la garganta del sufrimiento. Nombres como números. Otra vez, los dígitos azules en el brazo.

A diferencia del primer relato, «El chal», más intimista y a la vez brutal, «Rosa» despliega unos diálogos inteligentes e incluso llenos de humor, a pesar del infierno en el que vive esta mujer rota, a la que los nazis se lo arrebataron todo más de treinta años antes. Asistimos al infierno de la vejez, de la miseria, de la falta de esperanza, de la lucidez. Simon Persky, principal interlocutor de Rosa Lublin, un fabricante de botones jubilado que la aborda en una lavandería de Miami, ciudad a la que ella se ha trasladado a vivir después de destrozar su pequeño negocio en Nueva York, parece que lo simplifica todo porque no ha sufrido. O porque lo que padece lo sufre únicamente en su epidermis. En cambio, Rosa apenas cuenta nada, porque no puede hacerlo, porque sus heridas internas no se han cerrado y porque todos a su alrededor parecen sordos. Por eso recurre a su inclemente sarcasmo.

Rosa, cuyo padre, según ella misma recuerda, se definía como un patriota polaco a título provisional, hasta que las naciones coexistieran una junto a otra como el lirio y el loto, es uno de esos personajes vivísimos de Ozick capaces de despertar en el lector simpatía, compasión y al mismo tiempo rechazo. El orgullo y el desprecio pelean en sus entrañas. Lublin, que irónicamente es el nombre de la ciudad que sirvió de cuartel general para la llamada Acción Reinhardt, cuyo objetivo era el asesinato de todos los judíos y gitanos en los territorios ocupados de Polonia y Ucrania, aloja una batalla campal en sus tripas. Sin cuartel. Lo que veo, dice, refiriéndose a sus semejantes, son sanguijuelas. El infierno va con ella. A todas partes. Lo mismo da que sea Nueva York, Miami o Varsovia, de la que proceden tanto ella como el antiguo fabricante de botones.

Rosa Lublin siempre se topa con el infierno, ese infierno que Ozick describe con maestría. El infierno en la tierra. Infierno que personifica, entre otros, su sobrina. Stella, fría, fría, la frialdad del infierno, se dice al principio de «El chal», cuando, junto a su hija y su sobrina, Rosa está confinada en un campo en Polonia. En Miami, en cambio, no ve más que escuadrones de moscas moribundas, caparazones achicharrados por el sol, sonrisas de plástico, un aire como melaza ardiendo, almíbar que resbala por el esófago… Después de lo peor, hay más, le escribe a su sobrina. Para ella no hay retorno. Siempre, en todas partes, encuentra una cerca rematada con alambre de espino qu

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