Cuentos completos

Katherine Anne Porter

Fragmento

Adelante, pequeño libro…

Adelante, pequeño libro…

Esta colección de relatos ha estado rodando por el mundo durante años en muchas ediciones, países e idiomas, dividida en tres pequeños volúmenes. Se han añadido cuatro cuentos inéditos, cuya publicación se debe al mero azar. «La higuera», ahora en el lugar adecuado de la secuencia llamada El viejo orden, simplemente desapareció cuando en 1944 se publicó La torre inclinada, y reapareció de nuevo en una caja atestada de muchos otros manuscritos inacabados en otra casa, otra ciudad y otro estado en 1961. «Un día de fiesta» representa una de mis luchas más prolongadas, no por cuestiones formales o estilísticas sino por mi propio choque moral y emocional frente a una situación humana con la que era difícil lidiar en mi juventud; sin embargo, la historia me persiguió durante años y escribí tres versiones distintas, si bien continuaba escapándoseme de las manos, así que la dejé, desapareció entre otros papeles y acabé olvidándola. Un cuarto de siglo después la encontré en otra de mis cajas y me senté emocionada a leer las tres versiones. Enseguida vi que la primera era la correcta y, dado que la enojosa cuestión que me había parado los pies tiempo atrás se había resuelto sola en el transcurso de mi vida, me pregunté cómo había llegado a perturbarme en algún momento de un modo tan profundo y secreto. Cambié un párrafo corto y un par de líneas del final, y di por terminado ese relato. «María Concepción» fue el primer cuento que publiqué. A este le siguió «Violeta virgen» y «El mártir», historias de México, mi amada segunda patria, aceptadas y publicadas en la vieja Century Magazine, hoy desaparecida, por el bueno, generoso y amable Carl van Doren. Él fue el primer editor —en realidad la primera persona— que leyó un cuento mío, y recuerdo que, decidido y cálido, me dijo: «¡Creo que eres escritora!». Esto sucedió en 1923.

Varios escritores o personas relacionadas con la literatura de un modo u otro me han hecho el gran honor de atribuirse en alguna ocasión, en sus memorias publicadas, el hecho de «haberme descubierto», por decirlo de algún modo.

No tengo por qué nombrarlos, pero sí quiero expresar aquí y ahora, para dejar las cosas claras de una vez por todas, que fue Carl van Doren, escritor dotado, editor con iniciativa y amigo de jóvenes autores, quien hizo que mis historias fueran publicadas y me inició en mi larga carrera, con ese aire suyo de no hacer más que cumplir con su trabajo, como así era, de modo que salí de su despacho embargada por la alegría y en ningún momento pensé que había sido «descubierta» —siempre he sabido dónde me encuentro—, ni miré hacia el futuro como si empezara una «carrera». Qué desagradables son estas palabras en este contexto. «Violeta virgen» y «El mártir» quedaron fuera de la primera edición, no recuerdo por qué, quizá por despiste. Un amigo los rescató de los archivos de la vieja Century Magazine y los reeditó cuarenta años después, así que ahora se unen al resto. Todos los relatos que he escrito a lo largo de mi vida están aquí. Ruego al lector que me haga un gentil favor por el que puede estar seguro de contar con mi eterna gratitud: no llamen a mis novelas cortas «novelitas» o, aún peor, nouvelles. «Novelita» es un término clásico que sugiere algo nimio, casi una novelucha cualquiera. Nouvelle es una palabra tan vaga, débil y pretenciosa que no es preciso ni que describa sus implicaciones. Por favor, llamad a mis obras con uno de estos términos según el caso: relatos cortos, relatos largos, novelas breves y novelas. Estos cuatro términos cubren todas las posibilidades. Todas las historias de esta colección pueden agruparse en esta clasificación y resultan términos claros, suficientes y simples.

Se dice (en todos los idiomas que conozco) que partir es morir un poco, pero el adiós que dirijo a esas historias es una despedida alegre, pues así renuevo su vida y alargan su tiempo bajo el sol. Ese es el deseo último de la mayoría de los autores: ser leídos y recordados.

Adelante, pequeño libro…

KATHERINE ANNE PORTER

14 de junio de 1965

Judas en flor y otros cuentos

Judas en flor

y otros cuentos

María Concepción

María Concepción

María Concepción andaba cautelosamente, manteniéndose en el centro del blanco camino polvoriento, donde las espinas del maguey y las traicioneras púas curvas de los cactus eran menos abundantes. Habría disfrutado de un momento de descanso en la sombra oscura junto al camino, pero no podía perder tiempo quitándose espinas de cactus de los pies. Juan y su jefe estarían ya esperando la comida en las húmedas zanjas de la ciudad enterrada.

Llevaba casi una docena de gallinas vivas colgadas del hombro derecho, atadas por las patas. La mitad caía sobre su espalda, en precario equilibrio con las que pendían sobre su pecho. Las patas entumecidas e hinchadas de los animales le rozaban el cuello; las gallinas retorcían sus ojos pasmados y le escudriñaban inquisitivamente la cara. Ella no las veía ni pensaba en ellas. Sentía cansancio en el brazo izquierdo por el peso de la cesta de la comida y tenía hambre después de una larga mañana de trabajo.

Su recta espalda se bosquejaba con firmeza bajo el limpio rebozo de algodón de un azul intenso. Una serenidad instintiva suavizaba sus ojos negros y almendrados, muy separados y un tanto oblicuos. Caminaba con la libre, espontánea y contenida naturalidad de la mujer primitiva que lleva un niño en el vientre. Su cuerpo era grácil y la vida que en él crecía no lo distorsionaba, sino que le daba las correctas e inevitables proporciones de mujer. Se sentía enteramente satisfecha. Su marido estaba trabajando y ella iba al mercado a vender las gallinas.

Su casita se encontraba en la ladera de una colina poco elevada, bajo un monte de pimenteros, cercada por un muro de

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