Llamarás un domingo por la tarde

Javier Cid

Fragmento

cap-1

1. MORIRÉ UN MARTES

Me miro en el espejo y siento frío. Pero no es un frío romántico como aquel que cosía a los poetas famélicos en Montparnasse; es, sin más, un frío de cojones porque es otoño, se cierne sobre el oeste una ciclogénesis con nombre de mulata y la caldera prehistórica de mi apartamento acaba de morir. Y yo ni soy poeta, ni padezco hambrunas, ni estuve jamás en Montparnasse pues París me cogió siempre con prisas.

Es martes, un día como cualquier otro de no ser porque las desgracias suelen sacudirme en los primeros acordes de la semana. Un martes sin luna, a la hora exacta en la que moría John Wayne, mi madre me arrojaba al mundo en un paritorio que hoy es una clínica veterinaria; un martes, también, la banda del Chino me daba una paliza en el barranco de las Chicharras al caer la tarde, desvirgándome así en los sinsabores del mariconismo; y será un martes, justo cuando los relojes marquen las nueve y cuarto de la mañana, cuando habré de morir para siempre, pues así me lo anunció en La Habana Vieja un barbero que leía el porvenir según la geometría de las cejas, y resultó que por entonces yo era un adolescente de hormonas descalabradas que cultivaba la mirada tosca de Frida Kahlo.

Me acomodo frente al espejo, pues, en este martes de otoño desmedido. Me concentro en llorar, pero descubro en el cristal unas salpicaduras de pasta de dientes que me despistan. Pienso en cebollas y en Maria Callas, en Los puentes de Madison, en refugiados sirios, en Los funerales de la Mamá Grande... pero las lágrimas no llegan. Al fondo, en un bucle infinito de Spotify, suena una canción de reggaetón lento que tararea un mantra colombiano de culos sofocantes. Cansado de esperar lo inesperado, salgo del baño y compruebo que la pizza no se quema en el horno. Es una pizza tremenda, cargada de metralla hipercalórica, balsámica, prohibitiva, cuya ingesta me llenará de remordimientos y de grasas mortíferas, pero también me aliviará el berrinche. Mientras le doy un último golpe de calor, reviso los comentarios que apuntalan mi estado de Facebook, una crónica sobre mi enésimo fracaso, y un instante después reviso los likes a mi última foto en Instagram, un esmerado selfie en el que me muestro sin camiseta, forzadamente triste y con ojos trágicos, como de perro grande.

Es esta mi liturgia de cada desengaño, que repito escrupulosamente cada vez que un varón me despacha con un traspiés o con un wasap, que es como se fumigan hoy los amoríos. Habría de remontarme a aquella vez, recién abandonado, en la que rompí a llorar en un probador de ropa en la Gran Vía, y me vi tan sexy ahogado en lágrimas que desde entonces procuro echar un llanto cada vez que estreno soltería. Siempre en martes. Siempre en la intimidad alicatada del cuarto de baño. Igual que los cerdos revolcándose en sus propias heces, presos de su instinto terco y primitivo, yo también encuentro cierto placer sádico en contemplar mi sufrir. En todas mis rupturas, incluso las bregadas en pasiones de una sola noche, traté de encontrar un hueco en mi agenda para flagelarme. Y es que en los algoritmos del desamor cada persona tiene sus manías; algunos se cuecen a barbitúricos o se tiran a las vías de la línea 5, y yo solo me busco en el espejo, escucho una y mil veces la misma canción mortecina y me doy un paseo algo escaso de ropa por las redes sociales, que son la curia cachonda del siglo XXI. Pues de qué sirve que te abandonen, con lo que consume, si no se puede compartir el dolor en tiempo real con el resto del mundo.

Pero de todas las costumbres que he hecho mías cuando enfrento algún duelo, hay una que me mortifica especialmente: viajar en tren. Cada martes que me dejaron pude haber escrito un par de versos o emborracharme a tequilas, que es lo que hace la clase media. Pero siempre preferí los andenes. Si la ruptura me pilló sin blanca hube de conformarme con huir un par de horas en un tren de cercanías, lo justo para regresar a tiempo para la cena. Si acaso tuve la suerte de tener dinero ahorrado —las menos de las veces— celebré mi desamor a todo trapo, pues desde los raíles de alta velocidad las penas pasan más deprisa. Es allí, a bordo de un vagón, donde tantas veces convoqué a mis demonios, que son legión. Y si en un arrebato de nostalgia echo la vista atrás, descubro que los trenes tienen mucho que ver con los peores momentos de mi vida.

*    *    *

En un Intercity que cubría el trayecto entre Atenas y Alejandrópolis, durante un verano iniciático en el que me entró una neurosis estúpida por conocer mundo, un bandido de poca monta me robó la mochila y me desbarató las vacaciones. Fue aquella mi primera aventura como mochilero inmundo y harapiento, como recién salido del Festival del Maíz en Texas, y también fue la última; desde entonces viajo con el desodorante en regla y mi trolley expansible de cuatro ruedas, así tenga que cubrir no más de cien kilómetros. Había estado guardando dinero durante meses en mi caja de hojalata de las cosas importantes, y cuando dispuse de la cantidad suficiente para ir a Grecia, así, sin más, fui a Grecia. Al tercer día, o acaso fue al cuarto, conocí a los pies del Partenón a un polaco de ojos azules y tremendos, tan azules y tan tremendos que le bastaron dos aleteos de pestañas para que le acompañase a las playas de Tracia. Yo ni siquiera sabía dónde quedaba aquello, pero me contó que allí desembarcaban los pescadores de la isla de Samotracia, y me pareció tan exótico, tan rezumante de mitología, tan deliciosamente sudoroso, que me subí al maldito tren sin pensármelo mucho. Como el polaco apenas articulaba inglés, matamos el tiempo en un silencio bobo en el que él sesteaba y yo le miraba ensimismado como una colegiala. En los ratos en que despertaba del letargo, señalábamos por la ventanilla el paisaje de olivos apocalípticos y comíamos saganaki, que es un queso frito de burbujeantes calorías.

Ni siquiera me dio tiempo a confesarle que era el hombre de mi vida; durante una parada técnica en un apeadero donde nadie subió, me ofrecí a comprar agua en la cafetería del último vagón; al regresar con dos botellas fresquitas el hijo de la gran puta se había esfumado con mi mochila. Cuando quise bajar y darle el alto el tren se puso en marcha, y solo me dio tiempo a verle escapar con mi equipaje y el puto saganaki. No dudo de la belleza del instante, con el tren reanudando su marcha a través de un terruño cuajado de dioses y leyendas, y con un esbeltísimo polaco huyendo hacia ninguna parte. Pero la odisea de comisarías y consulados que vino después, cuando me vi en Alejandrópolis desvalido y sin blanca, con no más que dos botellas de agua y unas bermudas, todavía me estremece. Ningún matasanos me lo adivinó nunca, pero yo sé que desde entonces padezco la maldición del Olimpo.

En otra ocasión, en un coche cama con destino a París-Austerlitz, intimé íntimamente, que es como intimo yo en la intimidad, con un francesito que venía de hacer surf en alguna playa pija del sur de Francia. En lo que nos acomodábamos en nuestras respectivas literas y me contaba los engranajes de la ola perfecta, la noche se fundió tras los cristales. Y yo no sé si fue el traqueteo del tren, o acaso la ensoñación de la campiña que imaginábamos afuera, bajo una luna que también imaginábamos porque la oscuridad era total. Pero el caso que pasamos de

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