La bala vendida

Rafael Baena

Fragmento



Índice

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Cita

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Créditos

Grupo Santillana

Dedicatoria

Para Amalia, por estar.

Para Valeria, Manuela y Guadalupe, mis chicas de neón.

Y por supuesto para el teniente de corbeta Samuel Baena, oficial médico de la nave de los locos.

Cita

No hay nada más malo que una mujer buena.

SOFÍA ORDÓÑEZ ORDÓÑEZ

Capítulo 1

Para seducir el apetito del patrón con el almuerzo, Isidora lo sirve sobre un gran plato de peltre y evita que la salsa de las lentejas moje la carne atravesando en medio una blanca y humeante muralla de arroz. Corona esta con una pizca de perejil y un cubo de mantequilla, despliega en un extremo una respetable cantidad de tajadas de plátano frito y pone todo sobre el azafate sostenido por Débora, que con la boca hecha agua por los aromas agrega tres tajadas de tomate antes de salir de la cocina rumbo al cuarto más alejado de la casa. También lleva en la bandeja un vaso con jugo, hoy de guayaba, ayer de mango, siempre preparado con agua fresca del aljibe.

De tanto repetir la rutina, está segura de que todos entenderían si llegara a negarse al menos por una vez, pero no lo hace y no quiere hacerlo porque no se perdonaría si delegara la tarea y el azar decidiese que, justo ese día, Marcial regresara al mundo de los cuerdos sin ella como testigo. Tiene además la certeza de que si él no escucha su voz saludándolo cada día, probablemente sus pensamientos se entierren aún más en la profundidad del abismo en el que vive, pobre, con su macizo cuerpo de gladiador soportando semejante cabeza, tan frágil como bella, tan malamente herida por la locura.

Débora reconoce que le cuesta mucho trabajo delegar en otra persona no solo esa sino buena parte de las muchas responsabilidades que implica la hacienda Saia, pero jura por lo más sagrado que no llegó hasta este punto por voluntad propia sino debido a la fuerza de las circunstancias. Fue su padre, el general, quien antes de morir asió su mano para besarla con unos labios desollados por la fiebre y, en el momento de hacerlo, la miró a los ojos y le encomendó el cuidado de la familia: Mija, usted sabe que es la más fuerte de todos sus hermanos y que no tiene la más mínima posibilidad de rehusar mi pedido, le dijo. No fueron sus últimas palabras, ni mucho menos, pero de todos modos partió poco tiempo después, arrastrado por un delirio que le hacía murmurar incoherencias procaces con el mismo libidinoso goce con que pellizcaba las nalgas de las muchachas encargadas de asearlo y vestirlo todos los días para que la muerte no sorprendiera al general Félix Orduz oliendo a caca, vómito y sudor.

Y cuidar a la familia es lo que hace Débora desde entonces, sin quejarse ni poner cara de mártir porque, la verdad, le agrada hacerlo, le parece que de esa manera está ganándose el cielo en caso de que exista el cielo, porque eso también está por verse, diría el general si estuviera frente a ella, que ahora adosa la cara contra el suelo de baldosas para espiar los movimientos del coronel Marcial Orduz, su muy querido hermano, de quien podría decir, sin temor a equivocarse, que es el fantasma más corpóreo que jamás existió sobre la Tierra.

Como todos los días a la misma hora, acaba de abrir la trampilla que tiene la puerta de la habitación en la parte de abajo para dejarle la bandeja con su única comida de la jornada. Y con esa naturalidad que la rutina otorga en ocasiones a los actos humanos, permanece echada de bruces sobre el suelo viendo cómo Marcial camina de un extremo a otro de la habitación, asienta

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