La escritora

Auður Ava Ólafsdóttir

Fragmento

1942

1942

LA CÁMARA DE LA QUE ME DIO A LUZ

Un día, estando embarazada de cinco meses de ti, encontré un nido de águilas, un simple hueco de dos metros abierto entre el raigrás al borde de un precipicio, junto al río. En su interior se acurrucaban dos crías bien cebadas, yo caminaba sola y el águila volaba en círculos sobre su nido y sobre mi cabeza, batiendo con fuerza sus alas, una de ellas desplumada, pero sin atacarme. Supuse que era la hembra. Su sombra negra me siguió hasta la puerta de casa, como una nube que oculta el sol. Entonces tuve el presentimiento de que esperaba a un niño y decidí que lo llamaría Örn, «águila». El día en que naciste, tres semanas antes de tiempo, el águila volvió a sobrevolar la granja. El anciano veterinario, que estaba en nuestra finca inseminando una vaca, fue quien te trajo al mundo. Su última labor antes de jubilarse consistió en dar la bienvenida a un recién nacido. Cuando salió de la vaqueriza, se quitó las botas de agua y se lavó las manos con una pastilla nueva de jabón Lux. Entonces te alzó en sus brazos y proclamó:

—Lux mundi.

La luz del mundo.

El veterinario, aunque habituado a dejar que las hembras lamieran a sus propias crías, llenó de agua el barreño de las morcillas para darte un baño. Yo lo observaba mientras se arremangaba la camisa de franela y sumergía los brazos hasta los codos. Tu padre y él se ocupaban de ti, yo los veía de espaldas.

Es la hija de su padre —anunció tu padre antes de añadir en voz alta y clara—: Bienvenida, pequeña Hekla.

Había escogido tu nombre sin habérmelo consultado.

¡Un nombre de volcán no! Y menos el de la puerta del infierno —protesté desde la cama.

Pues por algún lugar se tiene que entrar —oí decir al veterinario.

Ambos seguían de espaldas a mí, inclinados sobre el barreño, aprovechándose de mi indefensión, pues yo era una herida abierta.

Cuando me casé con tu padre, no sabía de su obsesión por los volcanes. Se pasaba el día leyendo descripciones de erupciones, se escribía cartas con tres geólogos y tenía sueños premonitorios sobre explosiones volcánicas. Su mayor deseo era poder ver una nube de vapor elevarse en el cielo y sentir temblar el suelo bajo sus pies.

¿Es que quieres que se abra la tierra por nuestro henar? —le pregunté—. ¿Que se parta en dos como una mujer al parir?

Yo odiaba el malpaís. Los henares de nuestra finca estaban rodeados de una colada de lava milenaria que había que franquear para poder coger arándanos, y no había manera de clavar el rastrillo en el campo de patatas sin golpear una piedra.

Arnhildur, «águila hembra» —sugerí bajo el edredón con el que tu padre me había tapado—. La nacida para librar batallas. En esta isla no vivirán más de veinte águilas, Gottskálk —añadí—. Mientras que habrá doscientos volcanes —esa fue mi última baza.

Te prepararé un buen café —dijo tu padre. Era su vía de conciliación, su compromiso. Ya había tomado la decisión. Al final me di la vuelta y cerré los ojos para que me dejaran tranquila.

Cuatro años y medio después de tu nacimiento, el Hekla entró en erupción tras un letargo de ciento dos años. Por fin tu padre pudo oír desde la región de Dalir el estruendo con el que tanto había soñado, que sonaba como un eco lejano de la guerra mundial recién terminada. Tu hermano Örn tenía entonces dos años. Tu padre llamó inmediatamente a su hermana, que vivía en las islas Vestmann, para preguntarle qué veía desde la ventana de la cocina. Tu tía estaba friendo rosquillas y le contó que la nube volcánica cubría todo el archipiélago, que el sol era de color rojo y que llovían cenizas.

Tu padre me repetía cada frase tapando el auricular con la mano.

Dice que el sol es de color rojo, que llueven cenizas y que todo está tan oscuro que parece de noche y que ha tenido que encender la luz.

Le preguntó si la vista no le parecía espectacular y aterradora a la vez, y que si temblaba el suelo.

Dice que la vista le parece espectacular y aterradora a la vez, y que se les han llenado las cañerías de ceniza, así que su marido, el oficial de máquinas, se ha subido a una escalera y está intentando desatascarlas.

Pasaba el tiempo con la oreja pegada a la radio y me hacía un resumen con los datos más relevantes.

Dicen que el orificio, la boca del cráter, tiene forma de corazón, un corazón de fuego —o bien me explicaba—: ¿Sabes, Steinþóra, que ha arrojado una bomba de lava de once metros de largo por cinco de ancho con forma de cigarro?

Al final ya no le bastaban las vistas desde la ventana de la cocina de su hermana ni las fotos en blanco y negro del penacho de humo que salían en la portada del Tíminn. Quería tener la erupción delante, quería ver colores, bloques de roca incandescente, piedras gigantescas saltando por los aires, quería ver ojos de fuego enrojecidos escupir estrellas fugaces como si fueran las chispas de una fragua, quería ver un muro de lava negra derrumbarse como una metrópolis iluminada, quería saber si el fulgor del volcán teñía el cielo de rosa, sentir el calor en sus párpados, el escozor en sus ojos, quería ir al sur a toda velocidad y meterse en el valle de Þjórsárdalur con su todoterreno ruso.

Y quería llevarte con él.

Jónas Hallgrímsson, nuestro gran poeta romántico del siglo XIX, que dedicó poemas con una aliteración impecable a erupciones volcánicas, nunca vio una —me explicó—. Del mismo modo que el explorador Eggert Ólafsson tampoco fue testigo de ninguna. Hekla no puede quedarse sin ver estallar a su tocayo.

¿No preferirías vender el terreno, recogerlo todo y mudarte directamente a Þjórsárdalur? —le dije, aunque también podría haber formulado mi pregunta de otra manera: «¿No preferirías dejar la tierra de la Saga del Valle de los Salmones y trasladarte a la de la Saga de Nial.

Te sentó en el asiento delantero y te puso un cojín debajo para que pudieras ver el paisaje. Yo me quedé con tu hermano Örn, sin discusiones. Cuando lo vi regresar con las suelas de las botas fundidas, supe que se había acercado demasiado.

Las viejas venas del Hekla todavía siguen en ebullición —dijo mientras te llevaba a la cama dormida en sus brazos.

En verano, las cenizas cubrieron la región de Dalir y echaron a perder los henares. Los gases tóxicos se habían acumulado en las hondonadas y encontramos toda clase de animales muertos: zorros, aves, ovejas. Solo entonces tu padre se dejó de erupciones volcánicas y retomó los quehaceres de la granja.

Sin embargo, tú ya no eras la misma. Habías salido de viaje. Te expresabas de otra manera. Hablabas la lengua de las erupciones y empleabas palabras como «sublime», «majestuoso»

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