Tu hermano (Elena)
«Podrías llamar a tu hermano? Está mal y no nos lo coge, tampoco abre la puerta.»
Elena lee el mensaje de su padre y siente un profundo fastidio retroactivo. Ha recibido frases parecidas decenas de veces y siempre han significado que su vida se altera o se detiene.
Son las 8.07 de la mañana. Viernes. Elena está en su coche, a punto de salir camino al Hospital de Móstoles, donde se desempeña como internista. Acababa de dejar a sus dos hijos en el colegio, en el turno de horario previo que la obliga a levantarlos a las 6.45, pobres. Acababa de cruzarse con César, el bombero que tiene una niña en el curso de su hija menor, y se habían sonreído con la dulzura improcedente de otras veces. La miraba siempre como si fueran a verse más tarde o como si reconociera algo en su cara, en su boca quizá. Esa complicidad sin base real le ponía de buen humor. Y hoy el bombero había estado particularmente amable. Le sostuvo la puerta de clase con cierta galantería deportiva, su nariz casi clásica, sus manazas y su tensión fibrosa. Los tendones de ese cuello hecho para el riesgo y el mordisco, y que estiró hacia ella, le pareció, para probar su olor...
En todo eso pensaba Elena cuando entró el mensaje de su padre. Diluyó la ira con un suspiro. Escribió a su jefa y amiga: «Otra vez Arturo mal, me voy a retrasar. Lo siento, guapa». Qué paciencia la de Tere. Ya ni siquiera cumplía con el ritual de pedirle permiso. Se quieren. Hicieron la carrera y el MIR juntas. Tere no tiene pareja, no tiene hijos y no parece desear nada más que su vida profesional y estar tranquila fuera, la meditación, los viajes raros, todo eso que Elena siempre piensa que un día hará también. Tere ve más y con más detalle. Ordena con autoridad natural. Es muy respetada en el curro. Y ellas aceptaron ese marco desde los primeros años en el hospital, como su intimidad sencilla y descarnada. «Ok. Me vas contando.» Tere sabe.
Pone la calefacción del coche pero baja la ventanilla y sopla para ver su aliento. Se quita el pañuelo del cuello. Escribe a su padre: «Desde cuándo no os lo coge?». Busca, como tantas otras veces, las coordenadas básicas. Y utiliza el plural a conciencia. Ya estoy en modo protocolo Arturo, piensa, y siente la misma pereza y la misma voluntad funcionarial que cuando rellena informes o extiende volantes a sus pacientes. Cualquier actividad donde no pueda mirar de frente a alguien, hablarle, observarlo, le parece poco real. A Elena le gusta que esos hombres y mujeres cansados o con miedo le cuenten sus vidas; que sus parcelas de insignificancia resuenen en la consulta como un monográfico especial de la radio; que sus cuerpos reciban una mirada. Al contrario de lo que le sucede a muchos de sus colegas, la corporeidad de los pacientes le parece noble y la variedad de sudores, de medallitas de oro sobre escotes arruinados, de ropa interior torpemente adecentada le produce ternura... Da un respingo con la notificación del móvil. «Tu hermano no lo coge ni abre la puerta desde el martes.» Una oleada muy reconocible de indignación la recorre físicamente. Será posible... Hoy es viernes.
Tu hermano. Cómo le revienta que sus padres antepongan siempre el pronombre en las situaciones de emergencia, le hace sentirse como si abriera la puerta de su casa en bragas, de madrugada, y le entregaran un paquete. Un bebé desconocido. De hecho, interpretar «el sueño del paquete», que se viene repitiendo tres o cuatro veces al año, le llevó parte sustancial de una terapia carísima pero eficaz que inició tras su separación, y que aún mantiene mensualmente. No siempre el paquete es un niño; otras lo abre y hay un pastel o una caja pequeña en la que ella sabe que algo orgánico se está pudriendo. Muchas veces no sucede en su casa sino en calles abarrotadas o en un motel de aspecto americano. Elena relee «desde el martes». Joder, tres días ya... No quiere hacer cálculos pragmáticos porque seguramente, y como tantas otras veces, Arturo esté desmayado en un sillón roñoso a la luz del día de algún after para cuarentones o en la cama de alguien que ni conoce, desnudo de cintura para abajo y con el culo frío. Y Elena se acuerda entonces de lo del castigo en la playa. El cabrón de su padre. Debían de tener trece ella y once Arturo. Los veraneos familiares en Castellón consistían en levantarse temprano para coger buen sitio en la playa y pasar prácticamente el día entero entre el alivio del agua caldosa, el tenderete familiar —que incluía varias sombrillas, una especie de tienda de campaña donde se ponían las neveras, se cambiaban de ropa y se echaba sus siestas de reptil el padre—, y los campamentos de otras familias.
Ya desde niño, Arturo hijo detestaba la playa, el parloteo social y sobre todo nadar. Se quedaba sentado en la orilla, rebozándose de cuando en cuando entre el agua y la arena, bajo un sol de justicia; incomprensiblemente quieto y ajeno a los placeres de los demás niños. Tan moreno y delgado parecía un mono nostálgico esperando la llegada de un barco, y al bajar el sol, con la luz oblicua sobre la piel bruñida, recordaba a un bombón que se le hubiera caído a alguien, arruinándose con la arena. «¡Arturo! ¡Nada!», le decía intermitentemente el padre, la voz cada vez más seca y contenida. Y la madre comentaba con otras señoras lo particular que era su hijo, «pero muy inteligente, tiene un temperamento artístico», y pronunciaba esto último más despacio, como si repitiera el dictamen incuestionable de alguna eminencia. Otras veces el niño se quedaba en casa, con la muchacha y el chico de las clases particulares, y luego rellenaba cuadernos que el padre revisaba al anochecer. Don Arturo. Arturo padre. Con su voz de portón mal engrasado y su pecho de palomo peludo que mantenía abombado con el ritual de las ciento cincuenta flexiones diarias. Don Arturo mandaba un regimiento pero gritaba poco o nada. Era un hombre tan de costumbres que a Elena le parecía a veces un soldado de plomo recorriendo un circuito de juguete: por la mañana no se le oía marcharse a la Brigada; al mediodía, de vuelta, la madre le quitaba las botas, guiso de cuchara, hilo dental, media hora de siesta y, por la tarde, de nuevo al trabajo hasta que se oía la pedorreta de su diésel en la puerta del chalet y las botas, la cena siempre de rigurosa proteína, una copa de chinchón. Hablaba lo indispensable, los besaba en los cumpleaños, hacía siempre los mismos recorridos por la casa, y mejor así porque cuando se alteraba una rutina solía sobrevenir una tragedia doméstica relacionada con Arturo.
Así que cuando ese mediodía de verano el padre, que llevaba leyendo el periódico más de dos horas, apenas asomando la cabeza para comprobar impávido que el niño seguía ahí, en la orilla, se levantó bruscamente, caminó hasta él y gritó: «¡Que nades, hostias!, con un bramido que no ahogó ni el estruendo de las olas ni el emplasto auditivo de las tribus de playa, todos miraron hacia la orilla, donde el niño yacía paralizado como una de esas figuras de Pompeya sorprendidas por el gas o la lava en la verdad de su gesto. Hoy vas a nadar, por mis cojones; no lo dijo, pero venía en el tono y en la gigantomaquia fría de su complexión y el niño flaco debajo. Lo agarró por el brazo, lo metió en la piragua que usaban para dar paseos y «trabajar el abdomen» y lo llevó mar adentro, a unos trescientos metros, donde la arena formaba siempre una especie de islote que volvía a desaparecer con la subida de la marea. El niño bajó. El agua le llegaba por la cintura, y Arturo padre regresó remando furiosamente, una hincada tras otra de la pala, como si quisiera vaciar el océano. Al salir de la barca tiró el bañador del hijo en la arena, se aproximó al grupo y dijo: «Amparo, vamos a comer». Y Elena comprendió. O su hermano se decidía a nadar y regresaba a la orilla, donde podría vestirse —seguro que el padre no impediría que su mujer se acercara ahuecando la toalla— o con la bajada de la marea podría regresar andando, pero desnudo, y el mundo entero descubriría el secreto de Arturín: un pene importante y una ausencia total de testículos a la vista. Porque no le habían bajado, y no se podía hacer nada. «Al menos de momento», había oído Elena decir a su padre una noche tras regresar de la enésima consulta al endocrino, a las que no permitía que fuera la madre. «Cliptorquidia», oyó después, entre las preguntas susurradas de la madre y el indisimulable ronquido de las respuestas. Al día siguiente, en el colegio, buscó en la Larousse de la biblioteca de las monjas esa palabra, que le resonó toda la noche como una flor tropical rara creciendo en la cabeza. «Cliptorquidia: Trastorno del desarrollo en los mamíferos que consiste en el descenso incompleto de uno o ambos testículos a través del canal inguinal hacia el escroto.» Buscó también «escroto», pero ya había comprendido. Y ahora su hermano era un trazo luminoso en medio del azul insoportable del mar, toda esa refulgencia a punto de engullirlo. Elena sintió el terror de Arturo en el estómago, le flojearon las piernas y cuando pudo recuperar el oído lo centró en los ruegos de tono neutro de su madre: «Arturo, por Dios, se nos va a ahogar», un coro de chicharra discreta. Pero el padre había reanudado la lectura del diario y en las dos horas siguientes solo miró hacia el hijo dos veces. Elena lo recuerda porque ella misma rebotó con la vista todo ese tiempo del padre al puntito brillante —cada vez más lejano, más integrado en la nada voraz del mar—, del puntito al padre, esperando que se arrepintiera y cogiera la piragua y fuera a buscarlo y lo trajera a casa. Y la madre, que también miraba de hito en hito, a ratos llorando, retorciéndose las manos, pero no hizo nada más. Como siempre. Cuando el sol estaba ya bajo, Arturo padre fue a buscar al hijo y al regresar, cincuenta metros antes de la orilla, clavó la pala como quien coloniza su propio gesto y camino de su silla le dijo a Elena con desprecio: «Anda, corre a tapar a tu hermano. Pero lo esperas en la orilla». Fue la primera de las muchas veces que le recuerda poniendo con intención el acento en el posesivo hasta convertirlo en un «tú» tan personal que fundía a los hermanos en un siamés tembloroso y húmedo como el niño al que Elena esperó con la toalla abierta y alzada todo lo alto que le daban sus estilizados trece para protegerlo del semicírculo de curiosos y conocidos que miraban con impudicia, algunos sonriendo. Arturín arrastró la barca hasta la orilla mostrando al mundo su badajo solitario, que penduleaba rítmicamente con sus esfuerzos, hasta que por fin, entre hipos y mocos, llegó hasta Elena, que se envolvió junto a él en la toalla, y lo guio hacia el campamento familiar, proa que iba disolviendo en silencio la multitud.
Un tipo en un todoterreno toca el claxon y le pregunta con el gesto si va a desaparcar. Sin mirarlo le dice que no con el índice, mientras coge su móvil y marca el número de su hermano. Espera. El vacío antes de la señal le hace dudar de que sea correcto. Hoy por hoy apenas hablan tres o cuatro veces al año. Aparte de los brotes, que se dan cuando Arturo cree que está bien y deja la medicación y bebe, como siempre. Nadie lo coge. Escribe a su padre: «Voy a su casa».
Arturo vive en el centro, en un edificio rehabilitado donde la mitad son oriundos del barrio, propietarios la mayoría, y asfixiados en el gueto de su vejez por la otra mitad de jóvenes empresarios gays.
Deja el coche en un aparcamiento y vuelve a llamar mientras camina. Nada. En el portal pulsa el 2º D. Nada. Un hombre joven sale, le sujeta la puerta. Elena sube la amplia escalera mirando hacia el laberinto acaracolado, mármol y madera, mármol y madera. Antes de la reforma era una corrala, una reliquia de peste a fritanga y de intimidades auditivas a la que su hermano escapó con veinticinco años ante el estupor de sus padres, que no obstante siguieron tutelando su vida. Visitaban a diario la reforma del piso del niño, adquirido mediante hipoteca con su primer contrato de maquillador en RTVE. «Parece que estas cosas tienen mucho futuro ahora», comentaban los padres en las cenas matrimoniales para crear un cerco de seguridad frente a las sospechas. Y Arturo hijo, ahora más bien Arti, con su horario de puta, de seis de la tarde hasta lo más jugoso de la madrugada, y su sueldo de funcionario ponía las piedritas prietas de su remota jubilación. Cuántas tardes y noches de porros y cerveza no demasiado fría habría pasado Elena en el piso programáticamente almodovariano de Arturo-Arti, con sus amigas de Medicina primero, con Carmelo, su futuro exmarido después. «Un día me vas a dejar sin condones y vamos a tener un disgusto», le decía su hermano al despertarse, a la misma hora en que una Elena de culo frutal y ojos de un verde memorable llegaba agotada de la facultad, pero fresquísima para empezar la parte franca de la semana. Y se reían.
Llama al timbre una vez. No oye nada. Cuando bebe y mezcla pastillas o alguna cosa nueva, Arturo cae en unos sueños de hibernación que ni abofeteándole. Se imagina hostiando a su hermano, se siente fatal. En un momento cree oír algo en el pasillo, un arrastre de zapatillas y un rozamiento quedo de ropa pero no, no es de ahí. Cotillas de mierda... Vuelve a llamar varias veces. El mármol amplifica el sonido y siente que está dentro de una iglesia. Pega la oreja a la puerta blindada, espesa y carísima que el padre regaló los últimos Reyes a su hermano. Hay que tener cuajo, regalar una puerta. Espero que se lo haya contado a la psiquiatra esa, piensa. Por muy espesa que sea la puerta se escucharía la tele o ruido de cacharros, pero no se oye nada en absoluto. Entonces Elena siente frío. Imagina la carne sin alma de Arturo, en el tresillo o en el baño, desnudo de cintura para abajo. Muerto. Arturo muerto otra vez, solo que ahora es cierto. Sale de su estado interno de comisión de servicios familiares. Una bola negra le está bajando de la garganta al estómago. Le viene algo parecido a una arcada pero se obliga a gritar: «¡Arturo, abre por favor!». «¡Arturo!» Espera. Nada. ¿Y si está hablando para un hombre muerto? ¿Y si le oye pero desde otra parte, con una visión aérea y ahora mismo la observa volver a llamar y dejar el dedo pegado al timbre y observa también su propio cuerpo dentro de la casa, exangüe y frío? «Arturo, solo quiero saber cómo estás, no abras si no quieres, pero dime algo...» Y si es tarde...
Se entreabre la puerta contigua y un hombre calvo y mayor, del que Elena solo ve el corte derecho y vertical de su cuerpo —una pierna depilada, un calzoncillo celeste con triángulos de pizza amarilla, una camiseta negra y el huevo mondo de la cabeza— le dice:
—Arturo no abre, no puede o no quiere, linda. Tú eres su hermana, ¿verdad? — Y le devuelve el de arriba a abajo de un modo vagamente pendenciero.
Lo que me faltaba, piensa Elena. Una marica vieja. Pero calma. Tú ten calma, podría saber algo.
—Sí, soy su hermana. Hace días que no da señales. Pero lo mismo está dentro. Estamos muy preocupados. ¿Le has visto o le has oído?
—Por lo menos desde el lunes o, miento, sería el domingo que no le veo... Era domingo, sí, porque yo tenía tarde de I Ching con mis amigos en casa. Y bajé por leche al chino y me lo crucé a la vuelta, eso es. Venía con el chico de la barba rural. Qué porte... Pero, óyeme, han estado tus padres por aquí llamando. Dos veces. ¿Sabes que tienes los mismos ojos que tu hermano, de un verde maligno? Me encanta esa expresión, es de un cuento de García Márquez. Preciosísimos.
—Gracias. Pero estamos muy muy preocupados. —Elena aplica un correctivo a la insólita banalidad del vecino—. Mi hermano no está bien. Podría estar dentro inconsciente, podría estar...
—Ya, bonita, pero, tranquila, seguro que tan grave no es porque tus padres vinieron a llamar anteayer como tú, y se fueron. O sea, que ellos se habrán quedado tranquilos, digo yo.
No sabe si le indigna más la insolencia del calvo o que sus padres le hayan mentido. Qué coño, o su negligencia. Pero cómo han podido irse sin más sabiendo que no contesta desde el martes y que era jueves ya. ¿Y si lleva cuatro días inconsciente? Sabe que eso es viable, pero grave. Qué hijos de puta. Qué cobardes, joder... Y ahora le pasan a ella el marrón, como siempre. Sabían que Arturo estaba mal, que habrá dejado la medicación, que bebe, y vienen y no les abre y se quedan tan panchos. Pero es que es un enfermo, y es su hijo, cojones. Y por qué no han ido con la llave, si ellos tienen una copia, como tienen acceso a la vida entera de su hermano, desde siempre. Arturo maricón. Arturo pegado a las faldas de la madre como si fuera la ilustración de un manual del bujarra. Pero qué cosas piensas, coño. Céntrate. Si estaba bien el domingo y estaba con alguien quizá se haya ido a alguna parte...
—Y el chico ese de la barba, ¿va mucho con él? ¿No tendrás su teléfono?
—¿Yooo? Para nada, guapa. Yo con tu hermano tengo una relación de vecindad, nada más. A ver si me entiendes, que si necesitamos un sacacorchos o un huevo, pues nos atendemos de mil amores, tu hermano es encantador y educado como pocos, ojalá muchos de los que se andan quejando por aquí de las voces y de todo lo que se mueve tuvieran los modales de tu hermano, pero de eso a tener yo los teléfonos de sus novios hay un trecho, bonita. Y yo soy el presidente de la comunidad, tengo que tener una... no sé cómo decirte, una higiene con la gente... porque si no, se me meten hasta la cocina, la gente está muy mal, muy sola y yo soy muy blando, muy bueno y...
—Entiendo. Te voy a dejar mi teléfono. —Elena va sacando del bolso un boli, su agenda. Garrapatea el número. Se lo extiende—. Si vieras a Arturo o si tienes cualquier noticia, por favor, no dejes de llamarme.
—Descuida. Hala, tranquila. Y que haya suerte. —El calvo cierra sin esperar respuesta.
¿Suerte? Como si fuera una lotería... Qué personaje. Le dan ganas de llamar a su padre y cantarle las cuarenta. Cómo no han hecho nada hasta hoy, sabiendo que Arturo está brotado y que además anda con alguien que a saber. En los últimos años no se ha rodeado de gente recomendable, precisamente. Pero pensándolo mejor, que tenga un noviete... por lo menos no estará solo del todo... Si tuviera forma de ponerse en contacto con él. Y ellos, joder, le han mentido, además. La usan, como siempre. Su desafecto, su distancia son algo que lleva puesto, una mancha en los huesos. Algo a lo que no se puede acceder y que nunca se disipa. Persistió en la era de la ejemplaridad, por debajo de las comidas de domingo y las llamadas rutinarias y los regalos a los niños y aquí sigue, como un chiste infantil y apátrida que ha atravesado la frontera de su separación y se burla de esta mujer refundada. Porque cuando la cosa se pone fea y Arturo entra en crisis, los padres omnipresentes lo abandonan. Y la llaman.
Sale a la calle. Hace un frío polar, que el cielo grisáceo refuerza. Camina cuesta abajo. Saca el móvil, escribe: «No abre la puerta ni se oye nada. El vecino os vio el miércoles. No habéis hecho nada en todo este tiempo??? Has llamado a la psiquiatra o a la policía??? Tú tienes la llave de su casa, no?». Que se enteren de que sabe de sus mentiras. Que sientan su egoísmo y su negligencia. No piensa llamarlos. Eso lo dejó bien claro hace meses. El padre responde de inmediato: «El martes fuimos tu madre y yo y el miércoles yo solo. Había luz en el salón, y tu madre está mal, tenía que volverme. Tu hermano ha cambiado la cerradura».
Por supuesto que su madre está mal, como siempre que la realidad le pide ejercer de madre. ¿Y Arturo ha cambiado la cerradura? Elena se sonríe. Empieza a contestar pero le duelen muchísimo las grietas de los pulgares y ve que el derecho le sangra. Mala circulación, un regalito de la herencia materna que venía en el pack de bienvenida, como el colesterol y los ojos verdes... de un verde, ¿cómo era?, ¿malvado?, y los efectos del Haloperidol que tomó su madre durante las gestaciones... Por qué a ella no le ha producido ese efecto devastador... o quizá nada se explica por ahí, no se sabe. Necesita algo caliente y entra en un bar diminuto. Un hombre mayor con una camisa que fue blanca hace mucho le pregunta «¿Qué va a ser?». «Un café con leche de soja.» «¿De qué?» La tele suena altísima y las palabras de Elena casi dialogan con la locutora del telediario cuando repite «¡De soja!», «De eso no tengo, pero si quiere unos churros...» Elena no sabe si le está vacilando, pero su gesto es bovino, como el que le ayuda a clarificar si hay fingimiento en un paciente que pide la baja... «No, un café con leche está bien. Caliente, por favor. Me voy a sentar...» Se chupa el pulgar y la sangre le sabe dulce... Arturo ha cambiado la cerradura. Eso sí que es asombroso.
Recuerda la puerta original de la casa, «papel de fumar», decían, que Arturo había pintado como su pared, azul añil. Y recuerda el primer tresillo del salón, de espaldas al balcón y frente a la entrada, desde el cual tantas veces fumada y con languidez de viernes había visto esa primera puerta abrirse y cerrarse a lo largo de la tarde, de la noche, como un agujero oceánico que se tragara o expulsara jonases a la noche de un bocarriba interminable, a por tabaco, a por comida, a por cerveza, a ninguna parte. De año en año Arturo repintaba la pared y la puerta, con variaciones buscadas en el azul «según mi momento vital», proclamaba. Un año pintó a media altura una delgada línea roja de lado a lado. Parecía que se cortaba el lazo de llegada a meta cada vez que alguien abría la puerta.
¿Por qué se habrá acordado de la línea roja sobre el azul de la puerta? Ah, sí, porque fue idea de Edgar, el novio que tenía Arturo en el m