Esa gente

Chico Buarque

Fragmento

cap-1

 

Río, 30 de noviembre de 2018

Querido amigo:

No creas que he olvidado mis obligaciones, bastante lamento estar en deuda contigo. Quedé en que te entregaría los originales a finales de 2015, y ya han pasado tres años. Como ya debes de saber, últimamente estoy pasando por un momento de dificultades varias: la separación, la mudanza, el pago del seguro y la fianza del nuevo apartamento, los gastos de los abogados, una prostatitis aguda… En fin, terrible. Por si estos problemas personales no fueran suficientes, me ha costado mucho concentrarme en divagaciones literarias sin que me afecten los recientes acontecimientos de nuestro país. Ya he agotado el adelanto que generosamente me concediste, aunque todavía me falta paz de espíritu para hilvanar los escritos con los que he estado trabajando sin tregua. Sé que no debería molestarte en un momento en que la crisis económica no parece haber remitido conforme se esperaba. Soy consciente de las duras condiciones del mercado editorial, pero si pudieras adelantarme otra parte de los derechos de autor, intentaré aislarme durante unos meses en las montañas, a fin de obsequiarte con una novela que te encantará.

Un fuerte abrazo.

7 de diciembre de 2018

Cuando me separé, dejé la costa para vivir otra vez en lo alto de la colina, casi en la misma dirección que había compartido años atrás con mi primera mujer. Ella aún vive en esa finca con la fachada de mosaico, cuatro edificios más abajo que el mío, así que seguramente ya me habrá visto pasar por debajo de su ventana. Tal vez crea que busco una reconciliación, aunque sabe de sobra que soy aficionado a los paseos peripatéticos, sobre todo los días que me pongo a escribir y me siento entumecido, con la vista saturada de letras. Salgo a andar calle abajo siempre que las letras se anquilosan sobre el papel, comprimidas entre sí, como las pequeñas piedras blancas y negras del pavimento que piso. Poco a poco, mis ojos se dejan llevar por un coche, una falda, una hoja, una lagartija, unos niños en la escuela, unos pajaritos… Al cabo de un rato solo veo colores, esquinas, siluetas, halos, y me vienen a la cabeza ideas sueltas, una buena, una mala, y yo venga a subir y bajar la cuesta haga sol o llueva, pensando en voz alta, discutiendo conmigo mismo, con esa mueca, y esos tics y gestos frustrados de los que habla el poeta,[1] esas gesticulaciones que hacen menear la cabeza a los porteros: mira, ya ha vuelto el rarito.

13 de diciembre de 2016

Para empezar por el principio, el negrito jura que se acuerda de su madre cantando desde el mismo instante en que llegó al mundo. Antes de poder verla, ya la oía, pues el oído, como el olfato, precede a la vista; es más, puesto que los sentidos aún eran imprecisos, de recién nacido confundía la voz de la madre con el olor de la leche. Luego esta dejó la macumba y se puso en los cultos evangélicos, época en que fue cocinera en la casa del maestro italiano, donde lo llevaba con ella. La mujer del maestro, una gallega muy católica, tomó cariño al chiquillo, pero regañaba a la madre cuando la oía cantar sus himnos, distraída en la cocina. Un día que se enfadó, el niño se puso a cantar por ella. Pronto despertó el interés del maestro, que lo inició en la ópera, las partituras y el solfeo hasta alcanzar un nivel sublime en las arias de Mozart. Aquella voz angelical…

15 de diciembre de 2016

La madre cambió de trabajo y prohibió al negrito ver al maestro. Para retenerlo en casa, le metió miedo a los cerdos, contándole historias escabrosas que había oído del pastor. Y el niño creció pensando que aquellos cerdos enormes que andaban sueltos por allí, se comían los huevos de los niños del cerro del Vidigal. Cuando un día despertó en casa del pastor con apósitos allí donde antes había los testículos, pensó que sin duda había sido un cerdo. De adulto, acabó obeso como un cerdo… pero, conserva la voz angelical.

9 de diciembre de 2018

Bajando por la cuesta, alcancé a un paseador de perros que me parece nuevo en el barrio. Es un mulato larguirucho que lleva una decena de perros, que a su vez lo llevan a él, entre los que se cuenta el labrador de doña Maria Clara. Doña Maria Clara había ido al médico con su hijo, por lo que no había nadie en casa a quien devolver el animal. El portero se negaba a quedarse con él por miedo a que le ensuciara la portería, aun cuando el chico le enseñaba la bolsita de plástico con la caca dentro. Ya ha anochecido cuando regreso cuesta arriba y veo al muchacho sentado en el bordillo con el labrador, después de que sin duda haya devuelto a los demás perros. Llego a casa, escribo estas parcas líneas, descorcho un vino, caliento un suflé y veo el fútbol en la televisión. Me voy a la cama hacia la medianoche, tengo sueño, pero no puedo dormir. Sin quitarme el pijama, voy al garaje por el coche, bajo la cuesta en marcha atrás, encuentro al chico sentado con el perro en el mismo sitio y los hago subir al asiento trasero. Una vez en el apartamento, después de husmearme entre las piernas, el perro se despatarra en el suelo de la cocina y rechaza el pienso para gatos que le doy. Ofrezco una Coca-Cola al chico y unas sobras de suflé frío, que acepta con gusto. Se deshace en agradecimientos por poder ver la televisión y dormir en el sofá del salón. Luego me pregunta si tendrá que darme por culo.

Río de Janeiro, 23 de septiembre de 2017

Estimado señor Balthasar:

Con suma satisfacción, he recibido de su editor la noticia de que su equipo está interesado en leer la traducción antes de publicar su libro en lengua portuguesa. Además, se me ha comunicado que echaría un vistazo personalmente a mi trabajo, ya que su español es fluido y usted no es del todo ajeno a la dulce manera de hablar de los brasileños, como aficionado a la bossa nova. Me siento muy honrada de enviarle mi última versión para que pueda aportar sus comentarios. Le advierto que me he tomado la libertad de alterar algunos signos de puntuación, como los dos puntos que abundan en el original y que muchas veces pueden sustituirse por los punto y coma, pues, a mi parecer, son bastante distintos. También he suprimido algunos signos de exclamación que, francamente, me parecen redundantes.

Permítame añadir que ansío conocerle personalmente con ocasión de su anunciada visita a Brasil. Le saludo con la inmensa admiración que le profeso desde hace tiempo.

Atentamente,

Maria Clara Duarte

Río de Janeiro, 9 de octubre de 2017

Estimado Sr. Balthasar:

Nunca imaginé que podría irritarle y, de hecho, no me corresponde a mí señalar incongruencias en un libro ya publicado con tanto éxito en su país. Pero en el caso de la página 297, cuando usted dice que los dedos del pianista mantienen el acorde perfecto, el lector podría entender que el piano no deja de sonar, lo cual se desmiente en la misma frase. Solo por eso insistí en sugerir que los dedos mantenían la posición o, si se prefería, la formación del acorde, mientras el pianista y la mujer hambrienta cruzan la mirada en el silencio de la sala. Es duro que haga un esfuerzo más allá de lo estrictamente profesional para recibir como respuesta la recomendación de atenerme al texto. Pero lo dejo a su criterio, pues el autor es siempre el que manda. Ganaré tiempo para mi ardua vida familiar y no

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