Más razones para odiar a Bruno Ballester (Bilogía Bruno Ballester 2)

Fanny Ramírez
Alex Divaro

Fragmento

mas_razones_para_odiar_a_bruno_ballester-1

Capítulo 1

BRUNO

Era usual que Odina y yo peleáramos un poco. Era una suerte de cariño que se encendía con nuestras diatribas telefónicas, que se dilataban debido al ímpetu de sus proclamaciones. Me divertía sentirla al borde de la desesperación o como ella, exagerada, decía: colapso mental.

Encontraba graciosos sus insultos. Por eso se me hizo tan atípico que me llamara una mañana de lo más cariñosa. Tras negarme a enviarle otro adelanto, estalló enfurecida y volvió a ser la de siempre diciéndome que era un ser insufrible.

—Sabes que no funciono así. Si tengo el golpeteo incesante de tus cavilaciones encima, se me arruina la inspiración. Ya lo sabes y siempre insistes en lo mismo, creo que la insufrible eres tú. Deberías usar toda esa energía para perseguir a uno de tus escritores ineficientes. Déjame escribir tranquilo.

—Serás... Ya quisieran muchos escritores tener a una editora que sí los ayuda a mejorar sus manuscritos.

—Lo sé, lo sé, no te merezco.

—Anda, escribe, escribe. Total, siempre me dejas a medias: me mojas los labios, pero nunca me besas.

—Ah, mira qué frase, Odi. Hasta parece que fuese tuya. ¿A quién se la has robado?

—¡Gillipollas! —Se carcajeó. Era una frase de una de mis novelas—. Bueno, por favor, ten piedad de mí. Si no me vas a dar otro adelanto, entonces apresúrate que, con esos capítulos que me enviaste, me has dejado patidifusa. Necesito saber qué va a pasar.

—Está bien, pero déjame escribir. Lo estaba haciendo justo cuando me llamaste.

—De acuerdo, perdona. Adiosito, Brunito.

Colgué el teléfono y seguí escribiendo. Releí los últimos párrafos, estaba relatando una escena de sexo y necesitaba retomar la atmósfera de delectación en la que me encontraba antes de la interrupción de Odina.

Tras unos segundos, fui capaz de continuar con aquella narración que me había propuesto llenar de detalles eróticos exuberantes. Quería que quien lo leyera pudiese abstraerse entre sus líneas.

Cuando acabé, me fui a comer. Al rato bajé al viejo bar, en donde me senté a conversar con el guardia civil jubilado. Goloso, estaba esperando mi presencia para llenar el paladar del deleite espumoso que le ofrecía en una jarra de cerveza fría.

Nos estábamos haciendo amigos. No le pedía que me hablara de nada en específico, no estaba interesado en narrar lo que me contara, solo quería capturar su esencia. Ese hombre era muy inteligente y, como muchas personas así, había encontrado como obstáculo en la vida la animosidad de otros.

Sus compañeros menos productivos siempre habían buscado ponerle trabas. Incluso, su propio jefe solía ofuscarse por su eficiencia, pues lo hacía quedar mal a él. Había sido visto como una amenaza constante por sus superiores, que vivieron en un perpetuo estado de estrés al sentir que podían llegar a ser reemplazados por él. La mediocridad en las personas funcionaba así: en vez de buscar superarse o mejorar, resultaba más fácil querer hundir al más listo. Garabateé notas al respecto.

A él le gustaba contarme sobre casos específicos, así que lo dejaba hablar a sus anchas. Capturaba detalles simples, anecdóticos que me ayudaran a darle la ambientación correcta a la novela.

Con el paso de los días, las historias se repetían por el peso del alcohol. «Te conté aquella vez que...». Siempre le decía que no y él volvía a recapitular. De esa forma conseguía ver qué situaciones habían sido exageradas en días anteriores; no obstante, en línea general, la información seguía siendo la misma.

Cuando escribía se me jodía un poco el ritmo circadiano. Si estaba muy estimulado, no me importaba pasar toda la madrugada tecleando y caer dormido a eso de las seis de la mañana.

Había algo en el silencio de las tres de la madrugada que me animaba. A ratos me gustaba salir al balcón a beberme una cerveza y mirar como la penumbra envolvía los edificios circundantes, o como algunas personas vagaban por ahí en actividades subrepticias, para luego sentarme de nuevo frente a mi laptop y seguir escribiendo. Recordé que más de una vez me había ido a dar clases sin dormir o con escasas dos horas de sueño encima, un problema con el que no tenía que lidiar desde que había dejado de enseñar.

Cuando terminé el borrador de la novela —el más rápido que había escrito hasta ese momento—, volví poco a poco a la normalidad. De nuevo, al gimnasio en mi horario habitual. A ir a comer con Clara, que no hacía más que hablar de la boda que había tenido que posponer, pues a Pablo le habían otorgado una beca para irse a hacer una diplomatura de varios meses en Alemania. A salir por ahí con Sergio y Bernardo; o a ver a mi abuela que, por desgracia, me hizo seguir leyéndole a Camila.

De ella me había abstenido lo más que pude, incluso había comenzado a evitar usar Facebook por tal motivo. Sin embargo, me la encontraba en aquellas líneas. Era una escritora muy simplista, se le notaba que creaba sus historias apalancada en sus propias vivencias.

Así que leí lo más rápido que pude, para no analizar, y logré terminar el libro. No quería saber nada sobre ella. Me molestaba el solo recuerdo de su presencia en mi vida. Ella, siempre injusta, siempre malcriada, me había lastimado y, aunque eso fuese algo que no me gustaba admitir, así había sido.

Mis días siguieron pasando hasta que una mañana llegó un paquete; eran las notas de mi editora. Me agradaba que fuera de la vieja escuela y me las hiciera en papel, que se tomara su tiempo para manosear el manuscrito y no delegara la tarea en alguno de sus asistentes.

Después de atender a sus sugerencias, el libro pasó a correcciones y, posteriormente, a maquetación bajo mis protestas de que tal vez debía dejarlo enfriar más tiempo. Aunque me gustaba la historia, sentía miedo de no haberla mejorado lo suficiente, pero Odina insistió en que estaba bien.

Mi editora se apresuró, quería aprovechar un evento literario en Málaga para hacer un lanzamiento previo de la nueva novela. Hizo una impresión adelantada para tener los ejemplares disponibles para esa feria; posteriormente, se haría la distribución a librerías. Me hizo firmar quinientos libros; Clara me ayudó pasándomelos mientras conversaba conmigo, porque era una actividad bastante fatigosa.

En vista de que yo no asistía nunca a las firmas de libros, Odina solía venderlos autografiados en ese tipo de eventos, además de dejar unos para ser sorteados o regalados. Así que, después de romperme la muñeca toda una tarde, tendría mi recompensa al irme unos días a relajarme a esa ciudad.

***

El vuelo de Madrid a Málaga fue bastante relajado. Llegué temprano al hotel, me registré y almorcé con Odina, que habituaba presentarme como su amigo Alex a sus conocidos del medio. Más de uno pensaría que yo era algún tipo de sugar baby que se estaba beneficiando de la madurita. Cuestión que, la verdad, me hacía gracia; siempre hacíamos chistes al respecto.

Hacia el final de la tarde, pasamos al salón del evento, al que mi editora tenía acceso. Al día siguiente, estaría abierto al público, así que el personal de las editoriales andaba de aquí para allá, aún ajustando detalles sobre los expositores de la feria.

Vi el material

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos