Aeroparque
Llego a Aeroparque con susto. Me da miedo salir y volver a encontrarme con esa velocidad de Buenos Aires que me fuerza a acompasarme a un ritmo que naturalmente no es mío, con la lluvia, con la agresividad mínima que aquí se requiere para desenvolverse entre las cosas más comunes. Al salir me encuentro con una temperatura de esas que se consideran ideales, un cielo azul intachable, el Río de la Plata casi azul por contagio, veleros en el horizonte, familias pescando en la costanera y una fila que espera apaciblemente su turno para subir a los taxis.
Son lindos los prejuicios cuando una realidad amable los deshace.
Mientras hago la fila veo a una señora de ropas estrafalarias pegarse al tipo que organiza la salida de autos. La vieja se le acopla a la espalda como una sombra vociferante. «Dale, pelotudo, ¿estás durmiendo?», les grita a los taxistas que se retrasan subiendo al próximo pasajero. El organizador del tránsito la ignora como quien ignora lo que conoce de sobra. Ella sigue, gesticula hacia la hilera de autos: «¿Qué hacés, hermano? ¿Sos boludo? ¿No ves que te están esperando? ¡Avanzá, avanzá!». Cuando subo al taxi que me toca, le pregunto. Y él sabe, claro. «Ah, ella está siempre ahí. Les da caramelos y boludeces a los choféres.» ¿Boludeces?, pienso, y me doy vuelta para mirar. La veo recibir unos billetes y pasarle por la ventanilla al chofer que viene detrás de nosotros un par de rollitos alargados, rápida, y me siento la más viva. Confiada, le digo a mi taxista: «Ah, ya entendí lo que les da. Les vende droga». (Me sale así de sobreactuado: «droga», aunque no sé si estoy exagerando el papel de muchacha provinciana o el de señora de taxi.) La carcajada del tipo me descoloca. «¡Ni loca! Sería imposible con todas estas cámaras, en pleno aeropuerto. No, no. Les da chupetines y palitos de la selva por unos pesos.» Entonces veo retrospectivamente bien. Dos rollitos alargados color rosa: palitos de la selva.
Usted está aquí
Yo vivo en Buenos Aires. Cuando llegué a vivir aquí se estaban quemando unos pastizales cerca de la ciudad y durante más de una semana los ojos ardían, la ropa olía a asado y en el aire flotaban pedacitos de ceniza. Cuando el aire se aclaró, me di cuenta de que la ciudad era como un jardín desmadrado al que ha ahogado la maleza, un yuyerío interminable de edificios, un laberinto que solo puede mirarse desde dentro y que de cualquier modo huele a asado. Por eso los mapas me tranquilizan: le ponen límites, la racionalizan, la vuelven abarcable.
En Mendoza es posible salir de la ciudad en poco tiempo, y mirarla desde fuera, desde arriba. También en Barcelona. Y en ambas ciudades tienen sentido los arribas y los abajos. Las calles suben o bajan, se baja al centro o al mar, se sube al cerro. Buenos Aires es una planicie saturada, incomprensible para mí, abrumadora, que ni siquiera el río, siempre lejano, parece contener, y de la que solamente es imaginable salir en globo aerostático.
Pero en algunas esquinas (esas que aquí, como en ninguna otra parte, es posible «doblar») crecen sauces llorones junto a alguna casona de techo alto, y por la noche, si hay algo de viento húmedo puede intuirse la pampa. Entonces me imagino esta tormenta que ahora se ensucia entre los autos arreciando, alguna vez, entre pastos, grillos y ranas. Y la imagen me da algo de respiro.
Año Nuevo chino
El chino del almacén frente a mi casa
me dijo que hoy celebra el año nuevo
pero no sé su nombre
Su hijo moquea en un triciclo
juega con la basura entre las góndolas
arma casas enanas con paquetes de sopa
El año nuevo chino es carnaval
en la ciudad hay farolitos rojos
candombe
plazas llenas
Igualmente es domingo
Pongo canciones, me estiro en el parquet
Lo triste de estas fiestas es mi departamento
Voy a llamar a un chino que me haga acupuntura
son agujas amables
te las pone un señor tranquilo y sabio
traen el bienestar de una cultura milenaria
Es una auténtica alegría
pensar agujas chinas que hagan tremenda fortaleza
dolores controlados, mordidas de cachorro
que me devuelvan flecha, varón, resolutiva
Soy pura superficie, esponja, antena
sensor que sintoniza cualquier cosa
Yo ya no sé qué hacer con esta información inútil
Ciegos
Hace veinte años tiré a dos ciegos a una acequia. Venía en un auto con quien entonces era mi novio y desde el semáforo en rojo vi a una pareja de hombres parados del otro lado de la avenida costanera mendocina, que divide a la ciudad entre la capital y Dorrego. Digo que eran una pareja no solo porque fueran dos, sino porque además venían tomados del brazo. Uno era casi un viejo, el otro tendría unos cincuenta. El más viejo llevaba un bastón blanco, y primero creí que él era el ciego y el otro su acompañante, pero después vi que estaban inmóviles y por la expresión del más joven me di cuenta de que él tampoco veía. Esa avenida es muy transitada, ancha, difícil de cruzar.
Le pedí a mi acompañante que estacionara y me esperara y crucé. Ellos seguían estáticos. Me acerqué y les ofrecí ayuda. Estaban en la mitad de la cuadra, así