El amor en caso de emergencia

Daniela Krien

Fragmento

Paula

Paula

El día que Paula constata que es feliz es un domingo de marzo.

Llueve. Ha empezado por la noche y no ha parado desde entonces. Cuando despierta sobre las ocho y media, las gotas golpetean contra la ventana inclinada del dormitorio. Paula se vuelve de lado y se tapa con la manta hasta la barbilla. Por la noche no se ha despertado ni una sola vez. Tampoco recuerda ningún sueño.

Tiene la boca seca, y una ligera presión en la cabeza le recuerda la velada anterior. Wenzel preparó la cena y descorchó una botella de tinto francés para acompañar. Después se sentaron juntos en el sofá a escuchar música: La canción de la Tierra de Mahler, la última sonata para piano de Beethoven, piezas de Schubert, Brahms y Mendelssohn. Buscaban diferentes intérpretes en YouTube para compararlos unos con otros y se alegraban como niños cuando sus opiniones coincidían.

Paula habría podido quedarse a pasar la noche con él, pero le dijo que se había dejado la medicación en casa. En realidad llevaba la hidrocortisona en el bolso. Lo que no tenía era el cepillo de dientes y el limpiador facial. A Wenzel le habrían parecido cosas sin importancia y la habría convencido para que no se marchara.

Sobre las dos de la madrugada se subió a un taxi. Él se quedó en el portal hasta que el coche dobló la esquina.

Alcanza la botella de agua que tiene junto a la cama y bebe, luego enciende el teléfono y lee su mensaje.

Buenos días, preciosa. Siempre eres lo primero en lo que pienso al despertar

Todas las mañanas y todas las noches, un saludo. Desde hace ya diez meses, sin saltarse un solo día.

A Leni también le cae bien Wenzel, y a Wenzel le cae bien Leni.

En su primer encuentro, él la impresionó con un retrato de su cara hecho en apenas unos segundos. El parecido era pasmoso, y Leni quiso más para poder presumir de ellos en el colegio.

Paula mira el reloj. Todavía faltan nueve horas para que Leni vuelva. Tirará sus cosas por ahí, mascullará un «Hola» y se encerrará en su cuarto, o bien le hará un completísimo informe del fin de semana que incluirá fotografías de sus medio hermanos y grandes elogios hacia las habilidades culinarias de Filippa.

Contesta al saludo matutino y ya lo echa de menos.

A primera hora es cuando más ganas tiene de él. Mientras se prepara el café, le escribe un mensaje muy directo.

Desde que está con Wenzel, añora menos a su hija los fines de semana. ¿Qué se le va a hacer? Leni ya no es una niña pequeña. Por la mañana ensaya delante del espejo diferentes formas de sonreír, se abre agujeros en los pantalones, lleva camisetas que se le resbalan del hombro como por casualidad, usa brillo de labios y envía enigmáticos mensajes al chat de clase de 7.º b, casi siempre consistentes en emoticonos y abreviaturas. A veces habla por los codos, pero solo para caer en un silencio agresivo poco después. Su hija ya se las apaña sola con las pesadillas nocturnas, y hace mucho que Paula no la ve desnuda. Ni siquiera una mañana que Leni le preguntó si con trece años se podían tener las tetas caídas. Se miró sus propios pechos y declaró que tenían una forma «así», y entonces trazó un contorno ridículamente exagerado en el aire con la mano derecha mientras con el brazo izquierdo se apretaba el torso. Antes de que Paula pudiera contestar, su hija la culpó de haberle dejado de herencia solo lo peor, las pecas y la piel clara, el pelo pelirrojo, las rodillas huesudas, la miopía y el ser negada para las asignaturas de física y química.

Paula argumentó que la herencia era arbitraria, no una decisión, y quiso acariciarle el pelo a su hija, pero Leni se apartó de ella, salió corriendo y dio un portazo. Poco después regresó y se lanzó a los brazos de su madre como si quisiera recargarse para la siguiente fase de distanciamiento.

Sigue lloviendo sin parar. Paula exprime naranjas y se espuma la leche para el café. En la mesa tiene un ramo de tulipanes.

Solo un año antes, la inmensidad de un día entero por delante habría desatado el pánico en ella. Le habría dado por limpiar o por poner lavadoras, habría salido a correr o al cine, habría llamado a Judith para acercarse con ella a ver a su yegua. Daba igual lo que hiciera, lo fundamental era hacer algo. Porque si no aparecían los demonios y se la llevaban consigo.

Tras separarse de Ludger, a menudo se preguntaba cuál había sido el principio del fin. ¿Cuándo se les habían ido las cosas de las manos?

La muerte de Johanna fue una fractura decisiva. Sin embargo, con el tiempo Paula empezó a datar su fracaso en otros sucesos, anteriores, cada vez más atrás en el tiempo, hasta que ya no le quedó ningún «más atrás».

Todo había empezado en una fiesta.

Paula y Judith pasaron casualmente por delante de la tienda de productos naturales del barrio de Südvorstadt el día que celebraba su inauguración. Habían estado tomando el sol desnudas en el lago, se habían puesto crema la una a la otra, habían comido helado y atraído muchas miradas. Satisfechas consigo mismas y con el efecto causado, regresaron con las bicis pasando junto a la Reserva de Animales Salvajes y cruzando el bosque de ribera hasta llegar a la ciudad, donde seguía haciendo un calor bochornoso.

Ya de lejos vieron los globos, los maceteros llenos de flores y a un montón de personas delante del establecimiento. Les apetecía beber algo fresco, así que pararon.

Ludger no estaba muy lejos de la puerta cuando entraron. Paula lo vio al instante. Más adelante, Ludger dijo que también él la había visto de reojo y que la siguió con la mirada. Paula llevaba un vestido verde musgo sin tirantes y una pamela bajo la que sobresalían sus rizos pelirrojos.

Fuera hacía un sol abrasador, los olores de los gases de combustión y de las flores de tilo llenaban las calles, y con cada soplo de brisa entraba esa mezcla empalagosa en la tienda. Ludger llevaba una camisa de lino. Tenía el pelo rubio, los ojos azules. No iba de conquistador.

Los dos se marcharon de la fiesta poco después. Charlaron mientras empujaban las bicis una al lado de la otra.

Ludger se volvía hacia ella de vez en cuando, pero no le sostenía la mirada. Cuando hablaba una tirada larga, se quedaba parado.

Igual que Paula, buscaba los caminos con sombra.

En la orilla del río, él le rozó el brazo como sin querer.

En un banco del parque a la luz del atardecer, ella lo besó.

Las primeras semanas se veían a diario.

Las citas arrancaban en un roble del parque de Clara Zetkin. Paula, que siempre llegaba pronto, lo veía torcer por el camino con su bici de carreras y lo saludaba con la mano desde lejos. Cada reencuentro empezaba con una ligera timidez, pero esta desaparecía después del primer beso.

Desde aquel árbol daban paseos por el parque y el barrio colindante. A Paula le gustaba cómo ladeaba él la cabeza y sonreía al verla. Le cau

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