El joyero de la reina

Nieves Herrero

Fragmento

Las joyas reales son la otra crónica de la historia de las monarquías; el legado más hermoso que han dejado reyes y reinas tras su paso por este mundo. Su querencia por las gemas y piedras preciosas son un fiel reflejo de sus reinados: desde los más austeros hasta los más opulentos. Ya sea bajo regímenes absolutistas o constitucionalistas, las joyas han servido como amuletos, símbolos del poder, regalos de amor o presentes envenenados; víctimas del expolio codiciado por todos, e incluso, tabla de salvación para muchos nobles en el exilio.

El oro, símbolo sagrado del Sol, les hacía sentirse descendientes del astro rey. El diamante, el más duro de los materiales naturales conocidos, el adámas de los griegos, simbolizaba la pureza, el amor y la valentía. El rubí, la piedra preciosa mejor valorada por la realeza debido, en gran medida, a la leyenda que atribuía la colocación de esta en el collar de Aaron a la voluntad de Dios. Algunas dinastías creyeron ver en su brillo el refulgir de un fuego eterno que ardía en su interior. El zafiro, considerada la piedra protectora por excelencia, ya se creía que atraía el favor divino. No en vano, la tradición sostiene que las tablas de la ley que recibió Moisés en el monte Sinaí se hallaban grabadas en esta piedra. Pero si ha habido una gema que destacara sobre las demás por su belleza y atractivo para los reyes, esa ha sido, sin lugar a dudas, la perla.

A lo largo de la historia, las perlas siempre han ocupado un lugar preferente en los joyeros reales. La perla natural, del latín permula —una especie de ostra— es posible que fuera la primera gema conocida por el hombre, ya que no necesitaba tratamiento alguno para resaltar su hermosura. Debido a su rareza y a su extraordinaria belleza, representan el amor y el afecto. Incluso, han marcado para siempre la historia de algunas dinastías. Tanto es así que princesas y reinas de todas las épocas las han recibido como regalo de compromiso o las han elegido para lucirlas en sus bodas. Pero la importancia de las joyas no solo reside en la historia de la que han formado parte, también por su complicidad en los grandes secretos de amor y desamor de quienes las han portado, convirtiéndose en grandes testigos silenciosos.

Primera parte

PRIMERA PARTE

Año 2014

—¿Estas son las joyas de Victoria Eugenia? —preguntó la reina Letizia al comenzar a examinar las alhajas que acababa de traspasarle la reina Sofía.

Durante unos minutos, bajo la atenta mirada del jefe de su Secretaría, José Zuleta, duque de Abrantes, fue abriendo los estuches uno por uno. Se quedó unos segundos contemplando la tiara de las flores de lis, sin hacer ningún comentario. El duque habló entonces:

—Son las llamadas «joyas de pasar», que dejó la bisabuela del rey, en un codicilo testamentario. Las tenía en gran estima, de ahí que quisiera que las más importantes estuvieran siempre en manos de las reinas de España. Se cuenta que, en ocasiones, estando convaleciente en la cama, hacía que le trajeran parte de su colección para mostrársela a sus damas. Parecía entonces que mejoraba y que desaparecían todos sus padecimientos al verla. Se sentía muy orgullosa de su joyero. La pieza que está contemplando, la tiara de las flores de lis, la lució la reina Victoria Eugenia por última vez en el baile de gala que los condes de Barcelona ofrecieron en el hotel Luz Palacio de Estoril en 1967, la víspera de la boda de la infanta Pilar de Borbón.

En ese momento, entró en la estancia Eva Fernández, encargada del estilismo de la reina. Se disculpó por interrumpir la conversación y se quedó fascinada contemplando las cajas abiertas... Después de examinar todas las joyas se dirigió a la reina.

—Me gusta mucho ese broche de perlas grises. Lo lucirá en alguna fecha especial.

—Ese broche —continuó el duque— lo lució Victoria Eugenia en numerosas ocasiones. Era una de sus joyas preferidas.

La reina dejó para el final un pequeño estuche misterioso, de cierre hermético y forrado en plomo. Por fin se decidió a abrirlo. Le dio varias vueltas con una pequeña llave y en su interior halló una bolsita negra de terciopelo.

—¿Por qué está cerrada bajo llave esta bolsita?

—Porque la joya que protege es la más emblemática de todas —añadió el duque.

—¿La Peregrina? —preguntó la reina Letizia con curiosidad, mientras sacaba la grandiosa perla en forma de pera sin perderla de vista en ningún momento. Iba unida a un broche de brillantes de una gran belleza.

La majestuosa pieza brillaba con luz propia sobre la palma de su mano derecha. La perla eclipsó al resto de las joyas. Parecía imposible apartar la mirada de algo tan hermoso. Había algo en ella que atrapaba con la fuerza de un imán, como si poseyera un poder especial. El misterio que la rodeaba despertó su curiosidad.

—¿Es la auténtica Peregrina? —insistió la flamante reina al jefe de su Secretaría.

—La reina Victoria Eugenia así lo creía...

—¿Puedo añadir algo? —preguntó Eva Fernández—. De lo que sí estamos seguros es de que forma parte de las consideradas como «perlas malditas» —lo dijo en un susurro, sin atreverse a mirar a los ojos a la reina. Me lo ha dicho alguien que sabe mucho de gemas.

—¡Qué cosas tienes! Entre las «joyas de pasar», esta sin duda es la más valiosa. Leí en algún libro que se la regaló Alfonso XIII a Victoria Eugenia por su boda.

—Yo la volvería a guardar bajo llave en el estuche forrado en plomo en el que ha venido. Dicen que las perlas son seres vivos que recogen todas las vivencias, buenas y malas, de quienes las han llevado —insistió la estilista—. Es la clase de joya que, por si acaso, resulta mejor no ponérsela jamás. Tiene form

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