Ring, ring...
Ring, ring...
Ring, ring...
¿Hay algo más molesto que un teléfono que no para de sonar?
Ring, ring...
Ring, ring...
Sí. Saber que quien debe atender la llamada está ocupada hablando por una línea personal.
—¿Y sabes lo que le dije? ¿Lo sabes?
Ring, ring...
—Pues le dije que estaba harta de sus manías y que no pensaba aguantarle ni una más.
Ring, ring...
—¡No! ¿Estás loca?
Ring, ring...
Ring, ring...
Silencio.
Ufff... Y alivio.
El maldito timbre ha dejado de sonar por fin, cosa que no parece haber afectado en absoluto a la parlanchina operadora, que sigue a lo suyo.
—¿Y sabes lo que le dije? ¿Lo sabes?
Pero el descanso es pasajero.
Ring, ring...
Ring, ring...
El teléfono vuelve a las andadas y la mujer, una frondosa cabeza pelirroja al otro lado del mostrador principal, resopla disgustada.
Ring, ring...
—Ay, mamá... Qué harta estoy de esto. Espera, tengo una llamada.
Y ¡premio! ¡Menos mal que ha decidido hacer su trabajo!
—BCF, dígame.
La aguda voz de la recepcionista, el sonido de las puertas automáticas que se abren y cierran ante el más mínimo movimiento, el zumbido del ascensor a escasos metros de donde nos encontramos y los estúpidos anuncios que se repiten en bucle en las enormes pantallas que hay a ambos lados del mostrador tratan de despistarnos. Pero nosotros nos alejamos del torrente de estímulos para... «¿Ha perdido a un ser querido y desea mantener vivo su recuerdo para siempre?» Ejem... He dicho que nosotros nos alejamos para... «Dele el adiós que se merece.» Pero ¿qué...? «BCF, especialistas en descanso eterno.»
Eh, tú. Sí, tú. Ven, acércate. No te quedes ahí, tengo una historia para ti. Una de las piezas del mastodóntico negocio de la muerte está a punto de saltar y, créeme, sé de lo que hablo, las consecuencias van a ser descomunales.
¿Ves a ese chaval? Ése que no para quieto en su asiento y que mira a su alrededor, nervioso, incómodo ante todo lo que le rodea, esperando a que alguien lo atienda. Él, un cadáver andante cuya muerte presenciarás dentro de poco, va a ser el detonante del escándalo. Se llama León y está aquí por...
—Perdona, ¿se sabe algo de mi hermana?
Exacto. Está aquí por su hermana. Ha llegado justo a tiempo. O eso cree él. La mujer a la que ha parado para preguntar —todo en ella es largo: cuello, torso, brazos, piernas, tacones...— muestra una sonrisa helada y cortante antes de responder.
—Ya le he dicho hace un rato que tiene que esperar. Lo siento.
El chico ni siquiera sabe cómo reaccionar. Éste no es su medio. Es un paria aquí, un don nadie sin derecho a que lo atiendan con respeto. Un simple desecho.
—Pero...
La mujer no le da tiempo a rechistar y se aleja dejando atrás el contundente toc toc, toc toc, toc toc de sus zapatos.
Alguien sube el volumen de una de las pantallas. Ya no hay ni rastro de anuncios. En el centro de la imagen, tras un robusto atril de mármol blanco, un viejo orgulloso y estirado pronuncia un discurso ante la atenta mirada de decenas de periodistas. A su espalda, otros dos hombres, sentados en sendos sillones, aguardan su turno. La voz del viejo es grave y temblorosa:
«Hoy es un día importante para el BCF...»
Sí, señor, debe de serlo. ¿Por qué, si no, iba a salir el viejo carcamal de su guarida para plantarse frente a decenas de periodistas y casi un centenar de invitados? Hace años que la única forma de ver al jefe del Ejecutivo central es en soporíferos discursos emitidos en diferido. Así, mostrándose tan firme y seguro de sí mismo, tan encantado de conocerse, tan locuaz, podría engañar casi a cualquiera con sus palabras.
«Aún se me hiela la sangre cuando recuerdo las calles atestadas de cadáveres y los gritos de desesperación de una sociedad al borde del colapso...»
Sin embargo, hazme caso, no es más que un vejestorio anclado al pasado. Se mantiene en el poder porque se le da especialmente bien alimentar el miedo y remover toda la mierda que nos ha traído hasta aquí. Mucha gente quiere verlo muerto. O al menos ésta es la idea que lo obsesiona desde hace más de veinte años. Lleva veintidós en el poder, y piensa morir de viejo donde está. ¿Cómo lo llaman? Ah, sí, dictadura plebiscitaria. Según él, fue elegido —una y otra vez, una y otra vez— por la mayoría de la ciudadanía. Y está en lo cierto, teniendo en cuenta que sólo el treinta por ciento de la población goza del derecho de voto. Su máxima aspiración es que su hijo o su nieto lo sucedan. Si su ego le permitiera dar credibilidad a la realidad que lo rodea, entendería que la política del miedo tiene fecha de caducidad. Cuando el hambre y la muerte se apoderan de la sociedad, apenas queda hueco para el temor.
¿Qué? Ah, sí, perdona. Llevas razón, tiendo a dispersarme. Pero, entiéndeme, hace demasiados años que esta narradora a tiempo parcial es testigo atemporal y omnipresente de tamaño despropósito. Siempre he sido positiva. Poniéndome algo intensa, podría decir que mi gasolina es la esperanza. El problema es que los días pasan, las semanas se acumulan, los meses vuelan... ¡y así ya llevo un buen puñado de años teniendo que aguantar a ese mequetrefe experto en ocultar flancos vulnerables y consagrado a la apariencia! Últimamente sólo veo muerte y mediocridad, y eso cansa. Sobre todo la mediocridad. La muerte me resulta mucho más cercana.
En fin...
Bien. ¿Por dónde íbamos? Sí, ya. El chico...
León, que desde hace más de dos horas acumula en las entrañas la energía de un volcán a punto de estallar, se arranca con la mugrienta manga del jersey el escozor de las lágrimas, aprieta los puños hasta clavarse las uñas en las palmas y clava la mirada en una de las pantallas.
«Me enorgullece poder decir que en este casi medio siglo, el BCF ha dejado de ser un lugar dedicado únicamente a la muerte para convertirse en el centro neurálgico de la vida de nuestra sociedad.»
El chico está agotado. Y muy cabreado. ¿Cómo no estarlo cuando...? Con todo, si toca esperar, esperará. Aunque la cosa no va exactamente como había imaginado —llegar, dar el nombre de su hermana, pagar y decir adiós para siempre—, León sigue albergando la esperanza de que, por primera vez, un marcado pueda conseguir algo tan inimaginable para alguien de su casta como lo que él está a punto de lograr.
Pero no adelantemos acontecimientos. Ya habrá tiempo de darle voz a León, de pegarnos a sus talones y bucear en la rabiosa energía de sus pensamientos. Ahora, si te parece bien, vamos a dar una vuelta por el BCF.
No te inquietes. Pese a que en este lugar hay rincones en los que ningún ser vivo en su sano juicio querría estar —pronto podrás comprobarlo—, este sitio lúgubre y asfixiante en el que nos encontramos no es uno de ellos. ¿Recuerdas el acto que se emitía en las pantallas de la recepción? Pues bien, el acto ha terminado y nosotros aguardamos en esta estrechez, tras el telón, bajo los focos apagados y rodeados de cables, a que dos de sus protagonistas aparezcan. Me refiero a los dos hombres que había sentados detrás del presidente.
Llegarán en tres, dos, uno...
Ahí tienes al primero. El joven alto que va vestido como un pincel es Dante Hermo. Que no te engañen su aspecto ni su pose; aunque parece un estirado, no es un mal tipo. Sólo es un pringado más que aún no sabe que está en el bando equivocado.
Y ese otro que acaba de salir del escenario es Gotardo Gasset, su jefe. Exjefe, para ser exactos. Sobre él tengo poco que decirte por ahora, salvo que no me da muy buena espina. A ti tampoco debería dártela, es demasiado bueno haciendo que parezca que todo va como la seda, y esto siempre es sospechoso, ¿no crees?
—¿Te encuentras bien?
El joven reacciona de un modo extraño al leve toque que ha recibido en el antebrazo, como si no hubiera notado que alguien iba tras él, como si sus oídos hubieran tardado demasiado en reaccionar a la voz. Gotardo observa a Dante y no retira la mirada, esa mirada grave e inquisitiva tan propia de él, hasta que obtiene una respuesta.
—Sí, estoy bien.
Pero no lo está, y se le nota. Para disimular mira atrás, al auditorio. El presidente ya se ha marchado. Fiel a su costumbre, desapareció en cuanto comenzaron las críticas de la prensa y las preguntas incómodas. A lo lejos, los asistentes abandonan en orden sus asientos y se marchan. Avanzan como hormigas, en fila india, siguiendo las indicaciones de los encargados de la seguridad de la sala.
—No le des más vueltas, ha ido perfectamente.
Gotardo le ofrece una sonrisa franca y le da unas palmadas en el hombro. Nunca se había mostrado tan cercano. Sin embargo, Dante no está de acuerdo con él, no puede estarlo porque en el escenario nada ha salido bien.
—Bueno, tendrás trabajo...
—Eh... Sí. Ahora iba hacia tu despacho.
—No, hombre, no. Tu despacho. Ahora todo esto depende de ti.
Las palabras de Gotardo hacen que Dante sea más consciente de que en el acto en que lo han presentado como el nuevo gerente del Banco Central de Finados, uno de los puestos más importantes de la nación, no ha estado a la altura.
—Sí, perdona. Mi despacho —dice, paladeando todavía el amargo sabor de la derrota. Se queda en silencio unos segundos antes de continuar—. Sólo espero hacer honor a tu legado.
—Te las arreglarás, tranquilo. Aprendiste del mejor.
Gotardo no bromea. Está convencido de que sin él, el BCF y sus delegaciones no serían nada. Y puede que tenga razón, a la vista de lo que se le viene encima al nuevo gerente. Pero no nos adelantemos, esta escena es importante.
—¿Cuántos años han sido, chaval?
—¿Aquí, contigo? Seis. Casi siete.
—¿Y tienes...?
—Treinta y seis.
—Vaya... Acabas de convertirte en el más joven en ocupar este puesto. Enhorabuena, has batido mi récord.
Un silencio espeso, típico de las conversaciones que no fluyen, se extiende entre ambos. Gotardo está irreconocible, hasta parece un poco incómodo. Míralo, es como si se debatiera entre marcharse ya o...
—¿Tomamos algo esta noche? A modo de despedida.
¿Ves la cara de Dante? La propuesta le ha pillado por sorpresa. Jamás ha compartido nada con ese hombre que no sea un café en un rato de descanso. Y siempre aquí, en esta fortaleza flotante de acero y cristal. La curiosidad le pide que acepte, pero no puede hacerlo.
—Lo siento... Debería ir directo a casa.
—Es verdad, perdona. ¿Cómo está?
La negación del joven, un gesto apenas perceptible, señala el principio del fin de la conversación. Gotardo nunca ha sido de ahondar en la esfera emocional del ser humano, así que, fiel a su naturaleza, evita el tema.
—A veces sólo nos queda cruzar los dedos y esperar, ¿eh? Bueno, yo me marcho. Greta quiere llevarme a no sé qué sitio para celebrar que soy un hombre jubilado.
Gotardo se decide a enfilar hacia la salida.
—Oye, Gott... Se te va a echar en falta por aquí —dice Dante, con la sensación de que algo se queda en el aire.
—Lo sé, hijo, lo sé.
No bromea, lo cree de verdad. Sin duda este Gotardo es todo carácter. Lo curioso es que en lugar de desaparecer en la penumbra dejando atrás el contundente efecto de su respuesta, se queda ahí plantado y, sin volver siquiera la cara, añade:
—Chaval, a partir de ahora vas a ver y oír muchas cosas. Si quieres que te vaya bien por aquí, más te vale aprender rápido cuándo abrir la boca y cuándo sellarla como una tumba.
Vaya, vaya... ¿Qué ha sido eso? ¿Una advertencia o el consejo de un amigo?
Blublublublublú...
Blublublublublú...
Y ahí está de nuevo: un teléfono que suena cuando no debe. Dante mira en su ordenador de pulsera quién es. No tiene tiempo ni de plantearse rechazar la llamada para continuar con la conversación. Le hubiera gustado preguntarle a Gotardo a qué se refiere, qué tipo de cosas va a ver y oír, por qué deberá aprender a... ¿A callar? Se supone que ahora es el Gran Jefe. ¿Por qué debería callar? Cuando levanta la vista de la pequeña esfera holográfica, Gotardo ya camina hacia la salida, así que decide responder.
—Dime.
Una voz de mujer pronuncia palabras ininteligibles al otro lado de la línea.
Mientras escucha, Dante observa a su exjefe alejarse. Gasta las mismas canas que el día que lo conoció, pero se palpa en él el peso de los años y la responsabilidad. La lentitud y casi torpeza de sus movimientos, los profundos surcos de su rostro, la creciente opacidad de su mirada... Los olvidos y los largos silencios tras tomar consciencia de los olvidos. Sin embargo, sigue habiendo algo en él, una especie de rugido interior, como una llama que no lo abandona ni un instante.
—Sí, ya voy para allá. Tardo cinco minutos, no más.
Dante corta la conexión y echa a andar él también hacia la salida, esquivando cables y demás obstáculos. Llega tarde a una reunión un tanto extraña. Para cuando desemboca en los jardines centrales del recinto, la advertencia de Gotardo ha pasado a un segundo plano. Ahora piensa en el acto de presentación y se enfada consigo mismo una vez más. ¿Cómo ha podido ser tan torpe?
Si lo piensa, no se ha enfrentado a esto en buena forma. Para empezar, no ha estado tan nervioso como esperaba. Antes de subir al escenario ha compartido unos minutos de charla con el mismísimo presidente de la nación y para él ha sido igual que hablar con una persona cualquiera en la cola de un supermercado. El mayor grado de excitación que ha experimentado ha sido al despertar, y no por nerviosismo, sino porque se ha quedado dormido y ha temido llegar tarde el día más importante de su carrera. Salvo en ese momento, ha actuado como un autómata. Afeitarse, meterse en la ducha, vestirse, peinarse, salir de casa, saludar al chófer y refugiarse en el asiento trasero del Tesla de la empresa. Luego, llegar al BCF, conocer al presidente, escuchar los discursos de Gotardo y del jefe del Estado, ponerse ante el púlpito a merced del público y la prensa, pronunciar su discurso, cagarla como un novato ante cámaras y periodistas... Y todo ello envuelto en una extraña y molesta sensación de pasividad. ¿Dónde se escondía la adrenalina que necesitaba para estar al pie del cañón?
Debe de ser por culpa del cansancio que arrastra desde hace semanas. Ya son demasiadas las noches sin dormir. Y las escasas horas en que logra conciliar el sueño sólo le sirven para acumular ansiedad.
—Enhorabuena, Dante.
La voz lo sobresalta, iba tan metido en sus pensamientos que no se ha dado cuenta de que alguien se acercaba.
—Gracias, Enzo. ¿Todo bien?
Enzo Vela es el ingeniero jefe del BCF. Su padre diseñó y construyó casi todos los sublimadores de las instalaciones. Él se encarga de que funcionen como un reloj.
—Sí, todo bien. Voy a echar un ojo en la sala tres, parece que la cápsula hace un ruido extraño —responde el ingeniero, un tipo de aspecto huidizo e introvertido, que disfruta más con la compañía de sus máquinas que con el calor humano.
—Ya me contarás.
Se dicen adiós con la cabeza y Dante regresa a sus cavilaciones, pero la concentración dura poco. Alguien exclama a lo lejos:
—¡Qué bien te sienta el traje de jefe, Hermo!
Dante se pregunta quién es. Aunque le suena su cara, no recuerda su nombre; cree que trabaja en administración. Como respuesta, saluda con la mano algo avergonzado y acelera el paso para salir cuanto antes de los jardines. Es la hora del descanso y todo el mundo está fuera respirando aire fresco. Él apenas es capaz de apreciar, al menos hoy, que estos jardines son un vergel en medio del laberinto de hormigón y polución en que se ha convertido la capital. Está demasiado ensimismado.
De vuelta a sus preocupaciones, concluye que sí, que su metedura de pata ha debido de ser por el cansancio. Está tan agotado... Piensa en Mel y en los últimos meses a su lado, cuidando de ella por las noches, despertando sobresaltado a cada rato e incapaz de volver a quedarse dormido hasta haberla escuchado respirar. La maldita alemia se la está robando poco a poco y la idea de perderla, de tener que vivir sin ella...
Un llanto exagerado interrumpe de nuevo sus reflexiones.
—¡No! ¡Así no! ¡Eso no es nada realista! —se queja una voz de mujer.
—¿Cómo que no es realista? ¡Pues claro que lo es! —replica otra.
Ah, las plañideras. Siempre llorando en cualquier rincón. Siempre dando rienda suelta a sus «Aaayyy», a sus «Era taaannn bueeenooo», a sus «No te olvidaremos jamáaas». Al verlas, Dante aligera cuanto puede el paso, suplicando en silencio que Dolores no lo vea. ¡Qué más quisiera él!
—¡Mira! Ahí va Dante. Que sea él quien lo juzgue. ¡Dante! ¡Espera, Dante!
Es pasmosa la rapidez con la que la señora, una bolita con la cara sonrosada y las piernas demasiado metidas en carnes y pegadas entre sí para moverse cada una por su cuenta, se pone a la par del gerente.
—Dante, menos mal que apareces. Gloria y yo tenemos un pequeño desacuerdo. Sabes que llevo años dejándome la garganta aquí, que tengo más experiencia que cualquiera de esas sopranos de pacotilla que ahora quieren robarnos el trabajo y...
—Dolores, perdona, pero...
—Y va Gloria y me dice que mi último llanto, ¡al que he dedicado semanas!..., pues va Gloria y me dice que no es realista. ¿Te lo puedes creer?
La plañidera se pone a llorar. Empieza con suavidad. Luego el sonido se eleva y acaba siendo tan agudo que Dante no puede evitar arrugar el gesto.
—Dolores, disculpa...
Pero Dolores no escucha. Llora más y más, y, aunque parezca increíble, la potencia de su llanto sigue creciendo imparable.
—Dolores...
La señora continúa, todo en ella es exagerado sentimiento. Hasta que...
—¡Dolores!
La voz de Dante la asusta y el llanto se interrumpe con un estridente gritito de espanto, fruto de un repentino espasmo pulmonar. Su reacción es tan exagerada —cara roja como un tomate, ojos inyectados en sangre, labios plegados en lo que parece una desagradable mueca de dolor— que el gerente teme por un instante que la plañidera esté sufriendo un infarto.
—Ejem... Dolores, disculpa, no quería ser tan brusco. Es que llego tarde a una reunión y no me puedo entretener.
La plañidera solloza ahora bajito y moquea.
—Si te parece, me paso luego por vuestra sala de ensayo y me lloras cuanto quieras.
Ella asiente, aún presa de la pena y la angustia. Por supuesto, Dante intentará a toda costa sortear esa visita. No podría soportar una sesión más de llanto descontrolado. Además, si algo ha aprendido estos años es a mantener las distancias con las plañideras. Salvo excepciones, son caprichosas y traicioneras. Renata, su asistente personal, se refiere a ellas como las niñas malcriadas del BCF.
Entretanto, la otra plañidera, tan flaca y espasmódica como un nervio, ha llegado hasta donde están.
—¡Dante! Hola, Dante. Ahora que te han ascendido... Por cierto, enhorabuena y esas cosas... Ahora que te han ascendido, ¿crees que sería posible que el BCF contratase a plañideros? Ya sabes que mi sobrino se muere de ganas de...
Dante la corta sin miramientos.
—Perdona, Gloria, llego muy tarde a una reunión. ¿Por qué no haces una solicitud formal en administración y vemos lo que se puede hacer?
Incansables, las dos señoras avanzan junto a Dante como dos diminutos satélites hasta la entrada de las instalaciones. Él, agobiado, al borde de perder la templanza, se apresura a meterse en la franja de identificación biométrica.
—Como siempre, un placer, señoras —dice, exhausto.
A continuación se cuela en el interior antes de que la puerta blindada termine de abrirse y se adentra de lleno en lo que aquí todo el mundo llama el camino del muerto.
Sígueme, no te despistes ahora.
A nuestra izquierda, la zona de recepción de cadáveres. A nuestra derecha, un largo pasillo que conecta las entrañas del BCF con los accesos a los sublimadores de los distintos velatorios. También por ahí se llega al famoso Jardín de la Memoria, un mosaico interactivo de agua, luz, vegetación e imágenes en 3D que pronto tendremos el placer de visitar.
Dante avanza imparable, nervioso e irritado. Adiós a la pasividad en la que estaba inmerso. ¿Por qué no se habrá encontrado con las molestas señoras de buena mañana? Al menos, así lo habrían sacado a tiempo del sopor, habrían puesto alerta todos sus malditos sentidos, y puede que de esa forma no hubiera hecho tanto el ridículo.
Dante saluda con la cabeza a varios técnicos y deja atrás las salas de almacenamiento temporal, tanatoestética y disección, así como los accesos al Neurobanco y a la Unidad de Inteligencia Artificial. Si te fijas, se nota perfectamente dónde acaba el camino del muerto y dónde empieza la zona de administración. Es como un gradiente de temperatura entre el área de los difuntos, de un frío seco y casi cortante, y la zona de los vivos, de la más luminosa calidez. Y, justo en medio, marcando el límite físico entre ambas, las compuertas del enorme ascensor que conecta la parte, digamos, limpia o estética del BCF con sus cloacas, a veinte metros bajo tierra.
Todavía a lo suyo, Dante repasa lo ocurrido sobre el escenario. Bajando un poco el nivel de autoexigencia, piensa que las cosas no han ido tan mal durante el discurso. Ha hablado con bastante seguridad, sin hacer apenas caso a la pantalla en la que rotaba el texto que había escrito para la ocasión. Al empezar ha dado las gracias al presidente por acompañarlos y a Gotardo por su impecable desempeño y por haberlo acogido e instruido en el oficio. Tal y como se esperaba de él, ha desgranado las ventajas de la sublimación, así como los beneficios para el alma que brinda el BCF a quienes han perdido a un ser querido. Además, no ha olvidado mencionar ni una sola de las líneas de investigación que han llevado al Banco Central de Finados a ser un referente mundial en biotecnología y medicina. Es más, incluso ha aprovechado para anunciar varios de los proyectos que no tardarán en dar frutos.
«Gracias a Unidad de Inteligencia Artificial post mortem, muy pronto será posible mantener conversaciones con nuestros seres queridos, acudir a ellos cuando necesitemos apoyo o pedirles su opinión sobre cualquier tema importante.»
Ha decidido obviar la información sobre cifras económicas. No ha creído necesario hablar de rentabilidad en un acto de estas características, pues los números sólo interesan a los accionistas.
Sí, la verdad es que, pese a no estar al cien por cien, hasta ese momento la cosa ha ido bien. Pero luego le ha llegado el turno a la prensa.
—Sí, ejem. Hola. Fermín Solo, para El Informante Digital. La semana pasada, su predecesor comentó en una rueda de prensa que el BCF estaba a punto de poner en marcha un sublimador colectivo con capacidad máxima para diez difuntos. ¿Qué objetivo se persigue con él? ¿Abaratar costes? ¿Reducir el impacto medioambiental? Gracias.
Dante sabía que le preguntarían por el sublimador colectivo, así que llevaba una batería de respuestas preparadas.
—Respondo en primer lugar a su última cuestión. No, el nuevo sublimador colectivo no tiene como fin abaratar costes. Una de las peticiones más comunes en el Banco Central de Finados en los últimos años ha sido la de poder sublimar a varios difuntos al mismo tiempo. Quizá esto les resulte un tanto extraño, pero se sorprenderían si supieran la cantidad de tragedias que sesgan la vida de todos o casi todos los miembros de una familia a la vez. Sin ir más lejos, la pasada semana un matrimonio y dos de sus hijos murieron en un desafortunado accidente de tráfico. Los cuatro fueron sublimados, pero de uno en uno. Como saben, una de las principales preocupaciones del BCF es cuidar de los que se quedan. Si el sublimador colectivo hubiese estado ya en funcionamiento, le habríamos ahorrado horas de sufrimiento al único hijo superviviente y a su abuela. La agonía de la despedida habría sido más llevadera. Tras cada sublimación, los tanques deben ser reacondicionados, algo que con el sublimador colectivo no habría sido necesario hacer.
Después, Dante ha respondido a la pregunta sobre el impacto ambiental recurriendo al soniquete de siempre: la sublimación es casi inocua para el medio ambiente, contamina infinitamente menos que una inhumación tradicional o que las antiguas cremaciones. Incluso ha dado cifras: esta vez sí eran necesarias.
—De modo que el único objetivo del sublimador colectivo es cuidar del bienestar de nuestros dolientes.
Y, como en el BCF nadie va a decirlo en voz alta jamás, esto lo añado yo: el verdadero fin del sublimador colectivo nada tiene que ver con el amor al doliente, sino más bien con el amor al dinero. Su propósito es aumentar la cuota de mercado abriendo las puertas de la sublimación a personas que antes no se la podían permitir. Para ilustrártelo, te pongo un ejemplo del pasado. Imagina que tienes un perrito al que adoras y que el perrito enferma, lo llevas al veterinario y el veterinario te dice que lo único que puedes hacer por él es darle el sueño eterno —me encanta esa expresión: «el sueño eterno»—. De modo que tu perro muere en la clínica y, tal y como la ley manda, el veterinario te dice que debes pagar por su incineración. Te ofrece dos opciones: solo o acompañado. Tú piensas primero con el corazón: solo, porque no quieres que la esencia de tu querido compañero acabe contaminada por la de otros bichejos que a ti no te importan nada. Sin embargo, como no te sobra la pasta, acabas dando paso a la razón: no puedes permitirte más que una incineración colectiva. Pues bien, traslada eso a una realidad en la que la Santa —y jodidamente inmortal— Iglesia Católica afirma que la única forma de liberar el alma y alcanzar la vida eterna es la sublimación. Pero en este caso, la sublimación no es ni obligatoria ni universal: únicamente tienen derecho a ella quienes pueden pagarla. ¿Y cuál es la alternativa? Entregar sí o sí el cadáver de tu ser más querido al BCF, dueño y señor del lucrativo negocio de la muerte, para que sus expertos determinen a qué línea de su red de depósitos biológicos debe ir. Como comprenderás, si eres creyente o mínimamente supersticioso, ésa no te parecerá una buena forma de llegar al más allá, por lo que, ante la elección entre donar el cuerpo a la ciencia o pagar una sublimación colectiva, sensiblemente más barata que la individual, lo más probable es que acabes escogiendo la segunda opción. Para muchos, lo más importante es dar una despedida digna. Para la empresa privada que gestiona el setenta por ciento del BCF, lo único que importa es que pagues.
Pero regresemos a Dante. Justo ahora rememora, rabioso, el momento en que todo se ha ido al garete. ¡Maldita periodista!
—Buenos días y enhorabuena por su nombramiento. Elia Melgar, de la Agencia EFE. Tengo dos preguntas para usted. En primer lugar, ¿qué puede decir sobre las sospechas de que la sublimación, lejos de ser una forma ecológica de hacer desaparecer a nuestros difuntos, en realidad ha aumentado la emisión de gases invernadero a la atmósfera? ¿Son ciertas las acusaciones que apuntan a que se está cometiendo un fraude en las lecturas de esas emisiones?
Dante se ha precipitado. Preparaba ya una respuesta contundente para la primera cuestión, un tanto incómoda pero fácil de zanjar, y la siguiente lo ha pillado por sorpresa.
—Y, en segundo lugar, son ya numerosos los jóvenes fallecidos en las últimas semanas cuyos cuerpos se han esfumado sin dejar rastro. ¿Tiene el BCF alguna respuesta oficial sobre la desaparición de cadáveres en los distintos bancos de la nación? ¿Va a hacer usted algo al respecto? ¿O es que el hecho de que todas esas personas pertenezcan a la casta de los marcados hace innecesaria la búsqueda de una respuesta para sus familias?
¿Cadáveres desaparecidos? Pero ¿a quién se le ha ocurrido semejante barbaridad? El gerente se pregunta qué tipo de fuentes maneja esta mujer. ¿Es que se le ha olvidado lo que significa el periodismo serio y riguroso? La segunda pregunta lo ha pillado tan desprevenido que cree que ha balbuceado. Sí, seguro que ha balbuceado porque, mientras trataba de contestar de forma coherente y terminante a la primera pregunta, la segunda martilleaba con fuerza en su cabeza. «¿Es eso cierto? Y si es cierto, ¿por qué yo no sabía nada?» Luego, incapaz de decir nada que no fueran excusas o sinsentidos, ha acabado acusando a la periodista de dedicarse a la prensa amarilla y ha respondido ambas preguntas al más puro estilo del presidente: tirando de una historieta del pasado.
—Como saben, hace algo más de medio siglo nuestro planeta avanzaba a la deriva hacia el peor de los finales. La superpoblación mundial, la contaminación y...
Sí, la ha pifiado bien. Ha respondido con un discurso evasivo y carente de sentido mientras la periodista le dedicaba una sonrisilla maliciosa, síntoma inequívoco de que sabía que había dado