Lo que falta de noche

Laurent Petitmangin

Fragmento

cap-1

 

Fus pelea el balón en el terreno de juego. Lo roba. Le gusta robar el balón. Lo hace bien, sin apabullar demasiado al adversario. Eso sí, es lo bastante marrullero como para darle un pequeño toque. A veces el otro chaval planta cara, pero Fus es alto, y cuando juega tiene pinta de malo. Se llama Fus desde los tres años. Fus por Fußball. A lo luxemburgués. Ya nadie lo llama de otra manera. Es Fus para sus profesores, sus amigos, también para mí, su padre. Voy a verlo jugar todos los domingos. Llueva o hiele. Asomado a la barandilla, apartado de los demás. El campo está lejos de todo, cercado por álamos y con el aparcamiento abajo. La pequeña cabaña que sirve para los aperitivos y como cobertizo para almacenar el material se volvió a pintar el año pasado. El césped está en buenas condiciones desde hace varias temporadas, sin que se sepa por qué. Y el aire es siempre fresco, hasta en pleno verano. No se oye ningún ruido, solo la autopista a lo lejos, apenas un murmullo que nos recuerda que estamos en el mundo. Un sitio bonito. Casi un terreno de ricos. Hay que subir quince kilómetros, hasta Luxemburgo, para encontrar un campo mejor cuidado. Yo tengo mi sitio. Lejos de los banquillos, lejos del pe­queño grupo de fieles. Lejos también de los hinchas del equipo visitante. Con vistas al único anuncio del campo, el garito de kebabs que hace de todo, pizza, tacos, hamburguesas americanas, bocadillos de filete con patatas fritas o la Stein, una salchicha blanca con patatas, también entre pan y pan. Algunos, como el Mohammed, vienen a estrecharme la mano, «Inch’Allah, vamos a machacarlos, ¿está en forma el Fus hoy?», y luego se van. Yo nunca me pongo nervioso, jamás grito como los demás, solo espero a que se acabe el partido.

Son mis domingos por la mañana. A las siete me levanto, preparo el café para Fus, lo llamo, se despierta inmediatamente sin protestar nunca, aunque se haya acostado tarde la víspera. No me gustaría tener que insistir, tener que zarandearlo, pero eso no ha sucedido nunca. Digo a través de la puerta: «Fus, levántate, es la hora», y unos minutos después está en la cocina. No hablamos. Si hablamos, es del partido del Metz de la víspera. Vivimos en el departamento 54, pero en la región apoyamos al Metz, no al Nancy. Es así. Tenemos cuidado con el coche cuando lo aparcamos cerca del estadio. Hay gilipollas en todas partes, imbéciles que se ponen nerviosos en cuanto ven un vehículo con matrícula 54 y que son capaces de fastidiarte el coche. Cuando ha habido partido la víspera, le leo la crónica del periodista. Tenemos nuestros jugadores preferidos, y a esos más vale que no nos los toquen. Que acabarán por irse. En cuanto destacan un poco nos los birlan. Nos quedan los otros, los que se esfuerzan, mediocres, esos de los que decimos veinte veces por partido ya va siendo hora de que se larguen, ya no aguanto más sus torpezas. Aunque después de todo, mientras suden la camiseta, por muy malos que sean, que se queden. Sabemos lo que valemos y sabemos conformarnos.

Cuando veo jugar a Fus me digo que no hay otra vida, que la vida es solo esto. El momento en que grita la gente, el del ruido de los tacos que se pegan y despegan de la hierba, el del compañero de equipo que protesta porque no lo han visto a tiempo, no se han dado cuenta de su desmarque, el de esa rabia que sale del fondo de la garganta cuando marcan o les meten el primer gol. Uno de esos momentos en los que no me toca hacer nada, uno de los únicos instantes que me quedan con Fus. Un momento que no cedería por nada en el mundo, que espero desde el principio de la semana. Un momento que solo me aporta estar ahí, que no resuelve nada, nada en absoluto. Una vez terminado el partido, Fus no vuelve a casa enseguida. No lo espero, cuando llega, su hermano y yo casi hemos acabado de comer. «Gordo, ¿me lavarás las camisetas?» «Sí, hombre, ¿y por qué tendría que hacerlo?» «Porque eres mi hermano pequeño, no te preocupes, te devolveré el favor.» Coge su plato, se sirve y va a instalarse delante de los programas televisivos de la tarde.

A las cinco, cuando tengo ánimos, voy a la sección. Cada vez va menos gente, desde que ya no se sirve el aperitivo. Se había convertido en la casa de tócame Roque, los tipos ya no hacían nada y solo esperaban a que sacaran las botellas. Somos cuatro, cinco, rara vez más. No siempre los mismos. Ya no hay que desplegar las mesas como hace veinte años. La mayoría no trabaja los lunes. Jubilados, la Lucienne, que viene como venía en tiempos de su marido, con una tarta que corta con mucho mimo. Nadie habla hasta que no ha acabado de cortar ocho hermosos trozos, todos iguales. Uno o dos tipos que llevan en paro desde tiempos inmemoriales. Los temas son siempre los mismos, la escuela del pueblo que no va a durar porque cada tres cursos pierde una clase, las tiendas que cierran una tras otra, las elecciones. Hace años que no hemos ganado ninguna. Ninguno de nosotros ha votado a Macron. Ni a la otra. Aquel domingo nos quedamos todos en casa. Un tanto aliviados, desde luego, al ver que ella no pasaba a la segunda vuelta. Aunque la verdad es que me pregunto si algunos, en el fondo, no habrían preferido que ganara y estallara todo de una vez.

Seguimos repartiendo panfletos. No creo que sirva de gran cosa, pero hay un joven que tiene don para las consignas. Que sabe explicar en una página la mierda que asfixia nuestras minas y envenena nuestras vidas. Jérémy. No el Jérémy. Jérémy a secas, porque no es de aquí y nos corrige todo el tiempo esa manía nuestra de poner «el» o «la» delante de los nombres. Sus padres llegaron hace quince años, cuando la fábrica de cárteres montó su nueva línea de producción. Cuarenta nuevos empleos de golpe. Inesperado. Si no se inauguró veinte veces aquella línea, no se inauguró ninguna. Toda la región, el gobernador, el diputado, todos los niños de la escuela se acercaron a cantar sus excelencias. Hasta el cura, que pasó varias veces a bendecirla medio a hurtadillas. La periodista del Républicain Lorrain se pasaba el día en la carretera para contar cuánto se esforzaban todos en esa cadena, símbolo de que se podía tener fe. «La Lorena es industrial y siempre lo será.» Una rubia guapa que hacía bien su oficio, con esas palabras esperanzadoras que quedan bien. También era ella la que hacía las fotos, así que variaba las poses, para que la página Villerupt—Audun-le-Tiche no pareciera la misma todos los días. Tardó en ponerse a funcionar aquella cadena, quizá demasiado. El día en que por fin los capataces y los operarios estuvieron ya formados, el día en que por fin se dio más o menos con la solución para tratar el jodido disolvente, nada, unos centilitros al día que se escapaban y bloqueaban la certificación, nos encontramos de nuevo en plena crisis, la de los bancos, la que iba a acabar con la línea y sus residuos en dos patadas. Aunque la fábrica hubiera escupido materias radiactivas, no creo equivocarme al decir que al pueblo le daba exactamente igual, que habríamos preferido beber agua de fregar antes que retrasar más el lanzamiento de la línea. No hubo debate en la sección, no éramos muy ecologistas en aquellos tiempos. Ahora tampoco, de hecho. Jérémy formaba parte de la clase primavera, como se les bautizó por aquel entonces. Una veintena de críos que llegaron en marzo-abril con los padres recién contratados y que reactivaron una clase adicional de la escuela primaria y otra de secundaria al prin

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