La virgen negra

Fragmento

El final

El final

Teresa piensa a menudo en la muerte. Pero nunca habría llegado a imaginarse que la suya iba a ser así. Hay cierto sarcasmo en el hecho de no poder recordar lo que podría salvarla.

Un incendio a punto de estallar, víctimas que aguardan a ser rescatadas y ella quieta, inmóvil.

La mente la ha abandonado. La confusión vuelve grotesco el último acto de la tragedia, con esos ojos suplicantes, esas cuencas arrasadas por el terror, que la ven hacer lo único de lo que es capaz en ese momento: nada. Teresa va a morir con expresión de idiota, está convencida. Morirá como una inepta, con los brazos en los costados y el escudo bajado, después de haber vivido como una guerrera.

Guerrera... Una agente de policía, si acaso. Una mujer de sesenta años, enferma, que trata de hacerse la heroína y que ni siquiera es capaz ya, en cambio, de dar un nombre a las cosas.

Podría tratar de adivinar. Parece que últimamente no puede hacer otra cosa para sobrevivir. Adivinar el camino que ha de tomar, la dirección hacia la que mirar, las palabras que ha de pronunciar y la sombra de la que debe dudar.

Hasta en su propio nombre ha hecho mella la duda, así como en el del asesino. Que está allí con ella, o tal vez en otra habitación. Lo cierto es que está dentro de esa casa, tan parecida ahora a un Hades listo para arder en la oscuridad del valle, porque Teresa ha osado desafiar el misterio incubado dentro de sus confines. Las montañas lo han custodiado, lo han enterrado en sus grietas junto con huesos sagrados y energías antiguas.

Teresa lo sabe, pero la mente aún no lo recuerda.

¿Cuál de las víctimas que van a ser sacrificadas en el fuego es inocente y cuál, en cambio, ha tenido la fuerza devoradora necesaria para arrancar un corazón aún palpitante del pecho de un hombre?

¿A quién tengo que salvar?

Y además está él, que la mira como el hijo que Teresa nunca tuvo. Su nombre sigue siendo únicamente el instinto de un susurro en los labios, pero un impulso visceral la une a ese hombre. Teresa lo percibe en su vientre, es el ardor de una cicatriz, la espuma roja que hierve en las venas.

Las paredes parecen estrecharse contra ella y empiezan a crepitar, como los murmullos que llevan días atormentándola y que han estallado ahora en ladridos: sus peores temores.

El nombre del asesino. El nombre del asesino...

En su caída al infierno, en presencia de la muerte, en lo único que piensa Teresa es en un acertijo, que oyó quién sabe dónde y quién sabe cuándo.

Un grito. Un alarido inhumano la arranca del letargo aterrorizado que la tenía apresada y la devuelve al mundo.

Entonces, de repente, él calla.

—Lo hemos encontrado —le oye musitar, como si de improviso quisiera retener las palabras entre ellos. Tiene las pupilas dilatadas—. Hemos encontrado el Mal. Está aquí. Nos estaba esperando.

Ha desgranado las palabras como perlas de un rosario diabólico. Alza un dedo índice entre las cuerdas que lo aprisionan y señala hacia una esquina de la habitación, donde la oscuridad parece latir al ritmo del miedo que los atenaza.

—Lo hemos encontrado. No es humano.

Grita de nuevo, tan fuerte que algo en Teresa se hace pedazos.

Ahora recuerda su nombre. Pero otra vez parece jugar el destino con las cartas de la vida y la muerte, del amor y del odio, tan despiadado como solo sabe serlo aquel que tiene la eternidad por delante.

Porque es el momento de comprender hasta dónde está dispuesta a llegar.

Es el momento de comprender si, para salvar a un inocente, Teresa está dispuesta a matar a Massimo Marini, el hombre que la mira como el hijo que nunca tuvo, el hombre que ahora tiembla como si allí, bailando en la oscuridad, estuviera el demonio.

El final

El principio

La barra de hematites se desliza sobre la hoja. Dibuja arabescos que van tomando la forma de curvas conocidas y hondonadas que desembocan en labios entreabiertos. Traza arcos suaves y líneas desvaídas. Un perfil fino. Cabellos largos y oscuros. La blancura brillante del papel es la de la tez.

El rojo empapa, penetra en los recovecos de las fibras hasta que se convierten en uno. Los dedos lo extienden con una poderosa presión, un ímpetu desesperado. Empapan y colorean. Quieren aprisionar la imagen antes de que la belleza se desvanezca.

Los dedos tiemblan, se estiran, acarician. Los ojos lloran. Las lágrimas se mezclan con el rojo, lo diluyen y revelan inesperadas tonalidades violetas.

El corazón del mundo ha suspendido sus latidos. Callan las frondas y el canto de los pájaros. Los pálidos pétalos de las anémonas salvajes ya no vibran al viento y es como si las estrellas sintieran pudor al mostrarse en el crepúsculo. La montaña parece inclinarse para observar el milagro que se está produciendo río abajo, en un meandro donde el caudal de lecho pedregoso reposa sosegado.

La Ninfa durmiente va cobrando forma bajo las manos del pintor.

Va naciendo, roja de pasión y de amor.

Capítulo 1

1.

El sol esculpía de costado la cara de Massimo Marini y se deslizaba entre las pestañas, encendiendo su color castaño con reflejos de llamas. Los pasos resonaban nerviosos en el sendero rodeado por jardines secretos, ocultos a los ojos por muros ciegos. Las ramas más altas de las magnolias escapaban de la cerca y deponían pétalos que crujían carnosos bajo las suelas. Era como pisotear cosas aún vivas, una alfombra de criaturas moribundas.

La tarde primaveral languidecía plácida, pero las turbulencias oscuras al borde del campo visual anunciaban bruscos cambios. El aire crepitaba de electricidad, contagiando de desasosiego al inspector.

La galería de arte La Cella estaba indicada por una placa de latón fijada en el revoque irregular del edificio del siglo xvii. El reflejo de los ojos en el metal estaba tan distorsionado como su estado de ánimo. Massimo estiró las mangas de la camisa y se puso la chaqueta. Cuando llamó al timbre, un clic hizo saltar la cerradura del portón. Empujó la hoja tachonada y entró.

La tibieza del día se detuvo en la jamba. Más allá de la puerta, lo envolvió una sombra húmeda.

El pavimento era ajedrezado, blanco y negro, y una escalinata de mármol jaspeado ascendía en curva hacia la planta de arriba. La luz entraba por las vidrieras más altas e inundaba la araña de cristal de Murano, liberando matices esmeraldinos que se derramaban por la penumbra de la planta baja. Olía a lirios. A Massimo le recordaba al aroma del incienso, una iglesia oscura, letanías interminables y las severas miradas de su padre cuando él, de niño, daba signos de impaciencia. Sintió que le palpitaban las sienes.

En el silencio de aquel lugar tan ordenado, sumergido en una dimensión enrarecida y marina, fue como si la vibración del móvil irrumpiera desde otro mundo.

Sacó el teléfono del bolsillo interior de la chaqueta. Temblaba en la palma como un corazón artificial plano y frío, por más que Massimo supiera que al otro lado de la línea había uno real en el que amor y rabia, decepción y dolor se enzarzaban como fieras con el estómago vacío y los dientes desnudos. Su retirada las había vuelto famélicas. Llevaba semanas recibiendo insistentes llamadas de aquel número, varias veces al día.

Él no contestó, mientras un amasijo repulsivo de remordimiento y de culpa le llenaba la boca. Esperó a que terminara la llamada, luego apagó el aparato. Rodeó la escalinata y bajó rápido los escalones de hierro forjado que corrían en espirales de ramas de hiedra hasta la planta sótano. Un vocerío atenuado subía desde la semioscuridad. Todavía quedaba un pasillo débilmente iluminado por unos pequeños focos en el suelo, y una puerta de cristal granuloso antes de llegar a la galería.

La Cella, por fin. El techo abovedado, con azulejos toscos, miraba un piso de pizarra pulida. Gran parte del enlucido había sido raspado para dejar al descubierto la piedra original. Cada punto de luz caía sobre una de las obras expuestas, haciéndola emerger de la penumbra como una joya. Esculturas de bronce, jarrones de vidrio y cuadros abstractos de colores chillones eran los protagonistas de aquel escenario minimalista y subterráneo.

El inspector siguió el murmullo y se topó con un corrillo de personas en la sala más amplia. Dos policías uniformados estaban de guardia a ambos lados de la habitación. Un poco más allá, de paisano, reconoció a Parisi y a De Carli. El primero, oscuro y atlético, cuchicheaba al teléfono. El segundo, delgado y descoyuntado como un adolescente, lo miraba interviniendo de vez en cuando. Eran su equipo, desde que solicitó el traslado de la gran ciudad a una capital de provincia. Un cambio de rumbo con el que había creído —con el que había esperado— poder volver a encontrar la paz, una manera de comenzar de nuevo. En realidad, había encontrado mucho más, pero la paz seguía siendo una quimera que vomitaba llamas que lo abrasaban tan pronto como trataba de acercarse.

Se unió a ellos y se saludaron con un gesto.

—¿De qué se trata? —le preguntó a De Carli.

Su colega se ajustó los vaqueros que le colgaban de las caderas.

—A mí no me preguntes. Aún no nos han dicho nada. Es un misterio.

—Entonces, ¿por qué me has llamado con tanta urgencia?

Parisi tapó con una mano el micrófono del móvil y señaló con la barbilla en dirección opuesta.

—Porque nos necesita. Y a ti también.

La mirada salió disparada en busca de la persona que, en los últimos meses, había convertido cada uno de sus instantes en un infierno y, sin embargo, precisamente por esto, lo había devuelto a la vida.

Lo primero que vio de ella fueron los pies, entre las piernas de dos agentes. Llevaba un par de zapatillas deportivas de suela elevada. Notó cómo desplazaba el peso de una a otra, la forma con la que levantaba de vez en cuando los talones para aliviar cada extremidad.

Está cansada, pensó. Pese a ignorar la razón que había llevado al equipo a La Cella, sabía que ella sería la última en salir de allí.

Los policías se apartaron y pudo verla por fin, entre la escultura de bronce de un corazón medio licuado y una instalación de alas de plexiglás que colgaba del techo. Corazón y alma, como ella.

Y determinación, una fuerza vital que a veces parecía aplastar a quien tuviera a su lado, pero que, en el último momento, por el contrario, lo agarraba y lo elevaba para llevarlo hasta sus cumbres.

Desde luego, lo que no faltaba nunca eran buenas dosis de cabronadas.

Lo que le daba ese aspecto decaído no eran sus casi sesenta años, sino un tormento interior que para Massimo aún no tenía nombre y que parecía encontrar su reflejo en el cuaderno que sostenía siempre en las manos. Tan pronto como podía, lo llenaba de notas frenéticas.

Se acercó a ella. Notó el parpadeo de un ojo, nada más, con el que registró su presencia. Ni siquiera se había dado la vuelta. Sujetaba la patilla de sus gafas de lectura entre los labios y masticaba un caramelo con nerviosismo.

—Espero que por lo menos sea sin azúcar —le dijo.

Ella lo miró por fin, no más allá de un segundo.

—¿De verdad crees que eso es asunto tuyo?

La voz era ronca, seca. De trasfondo, una nota de diversión.

—Es usted diabética, comisaria. Y también debería ser una dama... —murmuró, haciendo caso omiso a la imprecación que siguió. Era un juego que conocía bien y en el que casi nunca ganaba.

Ella dejó de atormentar sus gafas.

—¿No es hoy tu día libre, inspector? —preguntó, clavándole esos malditos ojos que veían siempre mucho más allá de la superficie.

Massimo dejó escapar un esbozo de sonrisa.

—¿Y usted no acaba de terminar su turno?

—Tanta diligencia no servirá para que tu reciente pájara pase inadvertida, Marini.

Massimo no se aventuró en las asechanzas de una réplica. Observó con atención a aquella mujer que ya parecía haber perdido interés en él. Ni siquiera le llegaba al pecho, pero acostumbraba a pasar por encima de su ego como un tanque. Casi le doblaba la edad y sin embargo lo dejaba sin energía mucho antes de que fuera ella la que se agotase. Sus modales eran a menudo brutales y el casquete de pelo que enmarcaba su rostro era de un rojo tan artificial que resultaba casi embarazoso. Lo habría sido en cualquiera, pero no en ella.

Teresa Battaglia ladraba, pero no faltaban quienes juraban haberla visto morder, literalmente.

—Entonces, ¿por qué estamos aquí? ¿A qué vienen tantos misterios? —le preguntó para devolverla a un terreno donde parecía correr más rápido que los demás: el de la caza.

Teresa Battaglia miraba hacia delante como si hubiera alguien allí, con mirada afilada, pensamientos sombríos encarnados entre sus cejas. Cuando respondió, él comprendió que estaba escrutando a una víctima en su mente, cara a cara. De corazón a corazón.

—Singular, no plural, inspector. El misterio es siempre uno, nada más que uno.

La comisaria Battaglia se puso a limpiar los cristales de sus gafas de lectura, como parecía hacer cada vez que reflexionaba. Estaba intentando aclarar sus pensamientos.

—¿Para qué íbamos estar aquí nosotros si no es para aclarar el misterio de una muerte?

Capítulo 2

2.

—Una muerte antigua.

Eso le había dicho el fiscal Gardini, no hacía ni una hora, cuando le pidió que se reuniera con él en La Cella. Solo esas tres palabras, junto con un puñado de otras que la comisaria Teresa Battaglia conocía bien:

—Os quiero a ti y a tu equipo.

Una muerte antigua. Teresa se sintió aliviada: no había ningún asesino suelto al que tener que dar caza, otras víctimas a quienes salvar ni el discurrir del tiempo sería un adversario. Solo el eco de unos hechos distantes, reaparecidos quién sabe cómo del polvo del pasado.

Podía manejarlo. El caso no se le iría de las manos y, aunque eso ocurriera, nadie sufriría por ello, tan solo su amor propio.

Eres tonta si crees que no se dan cuenta de lo que te está sucediendo.

Lo que le estaba sucediendo tenía un nombre que podía aniquilar y hacer del futuro una pantalla en negro, pero Teresa nunca había retrocedido ante las palabras escritas en los informes, no les había concedido espacio para invadir su propio mundo. Las guardaba donde se anidan los miedos más terroríficos: en el fondo del alma, y en un diario que apretaba también en sus manos en ese momento. Su memoria de papel.

En ese cuadro ya de por sí complicado, Massimo Marini representaba un problema ulterior. La escrutaba como si se hubiera olido algo, como si pudiera acceder a sus pensamientos. Le costaba trabajo mantenerlo a distancia. Por el contrario, su cercanía empezaba a parecerle normal. Temía que se convirtiera en un hábito peligroso para ambos, el de buscar la compañía del otro.

El fiscal Gardini salió de una habitación a la que estaba prohibido el acceso. Parecía nervioso, como cada vez que Teresa lo veía. Alto y delgado, Gardini siempre iba despeinado y con la corbata mal colocada, como si una ráfaga de viento acabara de embestirlo. Era un funcionario de los buenos, que trabajaba sin tregua. Su aspecto parecía sugerir la prisa con la que vivía, las mil cosas que se prometía hacer y los infinitos contratiempos que, en cambio, trastornaban su existencia.

Lo acompañaba un hombre de aspecto excéntrico y un evidente bronceado. El pelo castaño, aclarado por el sol a los lados, hizo que Teresa dedujera que también el color de la piel era natural, el de quien practica deporte al aire libre. Con cierta elegancia, sin embargo, tan exclusiva como la ropa que llevaba, de corte clásico y colores llamativos. Excéntrico, pero de buen gusto.

Teresa se imaginaba quién era. Abrió rápidamente el diario y buscó sus últimas notas, pero no pudo encontrar la descripción de ese hombre. Lo recordaba bien: aún no se conocían.

Tan pronto como la vio, Gardini fue a su encuentro con la mano tendida. Eran amigos desde hacía mucho tiempo, pero en el trabajo sus respectivas posiciones les inducían a mantener las distancias.

—Comisaria, gracias por venir. Sé que la he molestado al final de su turno —la saludó, hablándole de usted—. Le presento a Gianmaria Gortan, el propietario de la galería. Señor Gortan, la comisaria Battaglia. Me dispongo a confiarle la investigación.

Teresa insinuó una breve sonrisa, luego restituyó el equilibrio que Gardini descuidaba a menudo por las prisas.

—Mi mano derecha, el inspector Marini —dijo.

Se estrecharon las manos. Las del mercader de arte, notó ella, estaban sudorosas. Una pequeña pérdida de control que desentonaba con la imagen refinada que ofrecía de sí mismo.

—Ha sido el señor Gortan quien nos ha llamado —decía Gardini—. Se trata de un caso un poco peculiar.

No le había anticipado nada, pero Teresa se había pasado los últimos minutos en la galería de arte observando a los hombres de la Científica entrar y salir de la habitación que aún no había visitado. La réflex del fotodetector disparaba sin pausa, potentes destellos asaetaban la penumbra. Si la muerte era antigua, algo no encajaba, pensó Teresa. El despliegue de medios y personal no era coherente con la imagen que se había formado al llegar. Las muertes polvorientas no le interesan a nadie. Al mismo tiempo que la sangre, se reseca también la empatía hacia la víctima y la familia que la llora. En estos casos, la justicia no tiene prisa por apuntar la espada. Los platillos de la balanza permanecen suspendidos y la venda de los ojos se afloja lo suficiente como para mirar alrededor y espolear a los mejores sabuesos para que sigan tragedias más frescas.

—¿Ha muerto alguien allí dentro? —preguntó Marini, más hambriento que ella de detalles.

—No recientemente —Gardini suspiró—. Vengan. Se lo enseñaré.

La habitación era un laboratorio. Había instrumentos que Teresa no había visto nunca. El metal de un microscopio digital centelleó bajo los flashes. Reconoció a algunos colegas de la sección de la policía Judicial. Estaban tomando muestras del equipo. Eran los hombres de Gardini.

—Estos aparatos se utilizan en peritaciones de autenticidad —explicó el galerista—. Para establecer fechas y valoraciones. El experto de la galería analiza las obras dejadas en consigna por los clientes para su venta, o simplemente por quienes desean descubrir el precio de mercado de un objeto heredado, o hallado en el sótano.

Teresa abrió el diario y rápidamente anotó el día, la hora y las circunstancias. Nombres, breve descripción física y papel de quienes la acompañaban, sobre todo. No reconocer a la gente era su pesadilla más recurrente, su miedo más acuciante. Cuando se percató de que Marini estaba tratando de echar una ojeada, pasó la página, garabateó un pequeño dibujo obsceno y se lo tendió para que lo viera. El joven inspector se sonrojó y optó por apartarse.

Teresa echó un rápido vistazo a su alrededor. Todo parecía estar en orden. Un orden obsesivo. Como se había imaginado, no había restos momificados que surgían de un hueco en la pared o de un escondrijo bajo el suelo.

—¿Tenemos que buscar al muerto bajo la lente del microscopio? —le susurró Marini al oído, volviendo a ser su sombra.

Ella lo alejó con un leve golpe. Miró al fiscal con aire interrogativo.

—Dennos un momento —dijo Gardini a los de la Científica.

El trabajo se detuvo y la habitación se vació. Solo quedaban ellos cuatro, y una mancha de luz que por fin se revelaba a Teresa.

Gardini le hizo un gesto para que se acercara. Ella dio unos pasos. Algo en la expresión del fiscal la había tomado por sorpresa: era congoja, mezclada con un cierto placer del todo inusual, dadas las circunstancias. Siguió su mirada.

Había un dibujo sobre la mesa de trabajo. Carente de marco, reclinado sobre la superficie de cristal, sujeto por las esquinas con pesas de metal. Era un retrato de una mujer. A ojo, medía unos cuarenta centímetros por algo menos. El papel parecía grueso, casi encrespado.

Teresa deshizo la distancia y se inclinó para observarlo mejor. Se quedó quieta frente a la imagen sin que sus ojos consiguieran rehuir ese contacto. Era consciente de que los tenía abiertos de par en par, y no a causa de la penumbra, sino por lo que estaban contemplando.

Al arte no le hacen falta explicaciones, se dijo, recordando las palabras de un viejo profesor suyo del instituto. Allí delante tenía la prueba. Se puso las gafas de lectura que le colgaban de una cadenilla sobre el pecho e inclinó la cara.

El retrato parecía salir del propio papel. Tenía una plenitud, una tridimensionalidad conturbadora. Era el rostro de una mujer joven, de una gracia tan singular que te atrapaba sin remedio. Ojos cerrados, largas pestañas inclinadas hasta tocar las mejillas, labios apenas entreabiertos. Desprendía un aire exótico, por más que arduo de definir. El pelo castaño enmarcaba un rostro de tez lunar y bajaba hasta el pecho, en ondas que perdían sus contornos hasta desvanecerse hacia los bordes de la hoja.

Era una belleza magnética y suave, álgida e impetuosa, refinada y salvaje. Roja y negra, como la pasión.

Teresa se esforzó por levantar la vista de aquel rostro y buscar otros detalles.

En el borde inferior derecho había una fecha, plasmada por una mano temblorosa: 20 de abril de 1945. Faltaba la firma.

Más de setenta años, pensó, separan el acto que había trazado esas líneas de sus ojos que las disfrutaban. Casi un siglo, y sin embargo el tiempo no pertenecía a las coordenadas del dibujo. Permanecía suspendido, a cero. El retrato vivía en otro nivel distinto al de ellos, un nivel hecho de espacio y de emociones. Eso era la inmortalidad del arte.

Por encima de su hombro, Marini contenía la respiración. Él también era víctima del hechizo que la pintura parecía haber lanzado sobre los presentes.

—¿Quién es? —le oyó decir. No quiso hacerle notar la ingenuidad de la pregunta, porque ella también había sentido el impulso de formularla poco antes. Marini había tenido la misma sensación que Teresa sentía aferrada a su propio pecho: la de estar frente a una criatura de carne, huesos y alma.

—La Ninfa durmiente —respondió el galerista, contemplando el dibujo—. Se la creía perdida quién sabe dónde, en cambio ha aparecido entre unos viejos papelujos amontonados en un desván. Al menos eso es lo que cuenta el sobrino del autor. En ausencia de la firma, la ha confiado a la galería para el peritaje de autenticidad. Un puro formalismo: la mano es sin duda la de su tío abuelo, Alessio Andrian.

A Teresa aquel nombre no le decía nada y no entendía por qué Gardini había pedido su colaboración en las investigaciones preliminares. ¿Qué se suponía que debía investigar?

—¿Hay sospechas de que se trate de una falsificación? —preguntó.

Gardini deja escapar una sonrisa. No era porque le hiciera gracia, Teresa lo sabía muy bien. Tensión, más que cualquier otra cosa, que desahogaba haciendo culebrear los músculos de la cara.

—Mucho me temo que la cuestión es más compleja, comisaria. El peritaje ha dado resultados inesperados y... bastante inquietantes. El señor Gortan sabrá explicárselo mejor que yo.

Teresa enderezó la espalda. Todo el andamio de su endeble cuerpo crujió.

—¿Inquietantes? —repitió.

—El perito encargado de la valoración estaba analizando el papel y el color para establecer la datación —empezó a explicar el galerista—, y emitir así un juicio de conformidad respecto a la fecha que aparece en el dibujo y la época en la que más o menos se cree que se ejecutó. La obra se realizó con una barra de piedra negra y otra de hematita. La hematita es la de color rojo, es un material ferroso que proporciona esa coloración tan sugerente.

—Sí, la tengo presente.

—Hasta hace unas décadas se usaba hematita pura. Ahora se mezcla con ceras, naturales o sintéticas. Dependiendo del mayor o menor grado de presencia de estas ceras, es posible estimar si la obra es reciente o más antigua. El problema es que el perito ha encontrado otra cosa. Al no entender de qué se trataba, envió algunas muestras del material a un laboratorio especializado para un análisis ulterior.

—¿Y cuál ha sido el resultado...?

Fue el fiscal Gardini quien respondió, mirándola directamente a los ojos. La luz del foco halógeno creaba sombras profundas en su rostro demacrado, confiriéndole dramaticidad.

—Sangre, comisaria.

A Teresa le hicieron falta algunos segundos para comprender adónde quería llegar. Siempre había creído que Gardini era un tipo con los pies en el suelo, pero ahora empezó a pensar que estaba abusando un poco de su imaginación. Buscó los ojos de Marini: él también estaba desconcertado.

Volvió a mirar al fiscal. Se esforzó por elegir las palabras más adecuadas, convencida, sin embargo, de que encontraría solo las más directas, como le salía de forma natural.

—Señor Gardini —empezó—, hay mil razones al menos por las que la sangre pudo acabar en el dibujo. Quizá el artista se cortara debido a un pequeño accidente y su sangre se mezclara con el color. Quizá él o alguien más hayan tenido un episodio de epistaxis. Por lo general, la explicación más simple suele ser también la más cercana a la realidad.

Gardini guardó silencio, pero la forma con la que la escrutaba era en sí misma una respuesta. Teresa se quitó las gafas.

—¿Sospecha usted que mataron a alguien para realizar este cuadro? —preguntó, con una incredulidad en el tono de voz que no era capaz de disimular.

Gardini no se inmutó.

—No lo sospecho. Estoy convencido.

Teresa miró el retrato, esa cara pálida que parecía exhalar un aliento infinito. El último. El sueño que dormía la Ninfa tal vez fuera el de la muerte.

—¿Por qué? —preguntó, sabiendo ya que la respuesta de Gardini enfriaría cualquier objeción posible. Lo conocía desde hacía demasiado tiempo, a esas alturas, y sabía que si decía que estaba seguro de algo no era a la ligera.

Gardini apoyó una cadera en la mesa, con los brazos cruzados sobre el pecho.

—No estamos hablando de «un poco de sangre» —dijo.

Teresa sintió un hormigueo en la cara, como cada vez que una mala noticia estaba a punto de llegar.

—¿Cuánta? —preguntó.

Él tomó un expediente de la mesa y se lo entregó. Le dio unos segundos para hojearlo.

—La Ninfa durmiente está hecha de sangre, comisaria —le dijo—. Los análisis han revelado la presencia de tejido cardíaco humano en ese papel.

Teresa lo entendió por fin, pero fue Gardini quien dio voz a sus pensamientos:

—Alessio Andrian lo pintó mojando los dedos en el corazón de alguien.

Tejido cardíaco. Humano. Manos que penetran en un costado y sumergen los dedos en el corazón. La imagen que adquiría forma ante Teresa era un camafeo de locura.

—Señor Gortan —interpeló al galerista—, ¿hay una certeza razonable de que el autor del cuadro es Alessio Andrian?

—He efectuado un segundo peritaje yo mismo. Es auténtico, sin lugar a dudas.

—¿De qué lo deduce?

Gortan estiró los labios en una sonrisa de esas que se reservan para los profanos en un arte tan noble como para considerar su ignorancia inadmisible, disculpable tan solo por cortesía. El hombre que tenía delante, pensó Teresa, se consideraba a todos los efectos el sacerdote de un culto mistérico elitista y se comportaba como tal. Se había equivocado al definirlo como un mercader.

—¿Qué me hace estar seguro de la paternidad de la obra? —repitió Gortan—. Cada detalle. El papel, el color, la caligrafía con la que se escribió la fecha, pero sobre todo el trazo: la presión y su ángulo —explicó, agitando las manos con elegancia y levantando nubes de refinado perfume—. Yo diría que el gusto general de la composición, lo que yo llamo «la mano del artista». Esa es su verdadera firma, nada más. Inconfundible. Esta pintura es la Ninfa durmiente de Alessio Andrian.

Desde luego, no albergaba dudas. Sus mejillas brillaban con sincero entusiasmo.

—Debo confesar que no conozco al artista, ni había oído hablar hasta ahora de la Ninfa durmiente —admitió Teresa.

En el rostro perfectamente afeitado del galerista tembló una mueca, apenas una sombra pasajera, tan fugaz que hizo pensar a Teresa que tal vez se había equivocado.

—No me sorprende —dijo Gortan—. Andrian no es un artista de masas, sino para un círculo estrecho y, no se lo tome a mal, selecto de admiradores. Con todo, quienes han tenido la rara fortuna de contemplar sus obras no pueden dejar de admirar su extraordinario espíritu artístico.

Teresa comenzaba a sentir curiosidad. ¿De quién estaban hablando? ¿Quién era Alessio Andrian?

—¿Por qué habla de «rara fortuna»? —preguntó.

La mirada de Gortan brillaba, incluso se había vuelto seductora. Aquel hombre era consciente de ser el guardián de una historia singular, Teresa lo intuía.

—Andrian dejó de pintar en 1945, comisaria. Con solo veintitrés años. Sus obras están numeradas de uno a diez —explicó—. Se dice que la Ninfa durmiente es la última, la undécima.

Teresa notó que se refería a la mujer del cuadro como si existiera de verdad.

—¿Usó a una modelo para pintarlo? —preguntó.

Gortan meneó la cabeza.

—Nadie lo sabe.

—Tal vez dejara de pintar a causa de lo ocurrido cuando lo realizó —sugirió Gardini.

—Eso quizá puedan decírnoslo ustedes ahora, ¿no es así? —contestó el galerista.

Teresa abrió su diario.

—¿Cuánto vale? —se interesó.

—Antes del descubrimiento de la sangre, entre trescientos y trescientos cincuenta mil euros. Ahora... ¿quién puede saberlo? Puede que incluso el doble.

—¿Quiere usted decir que un detalle tan macabro puede hacer que su cotización se dispare? —preguntó Marini.

Gortan lo miró con cierta conmiseración que molestó a Teresa.

—No, inspector. Quiero decir que el valor de una pintura, como el de cualquier otra obra de arte, viene determinado también por su historia, por las vicisitudes humanas que la acompañan. Y la historia de Alessio Andrian es algo único, ante la que uno no puede permanecer indiferente. Esta última tesela que se añade no constituye una excepción.

Teresa dejó de escribir.

—¿Qué historia? —preguntó.

—El sobrino de Andrian está en el extranjero por motivos de trabajo, pero vuelve esta noche —intervino Gardini—. Nos reuniremos con él mañana por la mañana para una conversación informal. Nadie mejor que él para contárnosla.

—Dadas las circunstancias, me gustaría conocerla ahora —insistió Teresa.

—Andrian fue partisano —dijo Gortan rápidamente—. Creó sus obras escondido en las montañas, entre una incursión de los alemanes y otra. Al final de la guerra, sus compañeros no daban con él. Llegaron a pensar que estaba muerto.

—¿Y no era así? —sugirió Teresa.

—Había llegado, no se sabe cómo, a Bovec. En aquella época era territorio italiano, aunque se hablara esloveno. Una familia hizo llegar a los partisanos de la Brigada Garibaldi la noticia de que habían encontrado a uno de los suyos en el bosque de detrás de su casa. Estaba en tan graves condiciones que los milicianos de Tito lo creyeron muerto. Era Andrian. Habían pasado dos semanas desde su desaparición. Nadie ha sabido nunca lo que hizo durante todo ese tiempo.

—¿Es que no se lo preguntaron?

—Andrian nunca volvió en sí para contar nada.

—¿Murió?

—No, pero enloqueció. Y dejó de pintar. No volvió a hablar. Nunca más.

Gortan se calló, pero sus palabras se extendieron como un eco en el interior de Teresa.

—Se llevó el secreto a la tumba —razonó Marini.

—No exactamente —respondió el fiscal, buscando la mirada de Teresa—. Andrian aún sigue vivo, aunque en estado vegetal desde hace ya setenta años.

Hizo una pausa antes de continuar, como dándoles tiempo para prepararse.

—No está enfermo, nunca lo ha estado. No camina por propia voluntad. No habla por propia voluntad. Desde hace setenta años. Pasara lo que pasara después de haber pintado la Ninfa durmiente, decidió morir en vida. Es una tumba que respira.

Capítulo 3

3.

El niño se refugió en el bosque, con el pecho agitado por una respiración acelerada. Más allá de la línea de los árboles, aún podía ver el césped, salpicado de margaritas y dientes de león. De vez en cuando, pasaba rápidamente alguna sombra para velar los colores, pero las nubes espumosas se deshacían deprisa.

Le dio la espalda a la luz y se adentró en el verde fragante. Detrás de él, las llamadas se hicieron más lejanas.

La selva lo recibió en silencio, y ese silencio le hizo refrenar sus pasos. Era como entrar en una iglesia: la penumbra fría, las alturas vertiginosas de las bóvedas, el olor de las resinas liberadas por las cortezas, tan punzantes como el de las velas. Tenía la extraña sensación de estar en presencia de una entidad superior que todo lo ve.

Se estremeció, con la camiseta empapada de sudor por debajo de la sudadera.

Se adentró en la cavidad de raíces y frondas, un lugar seguro donde esconderse. Apoyó la barbilla sobre las rodillas y se preparó para una larga espera.

De vez en cuando los oía gritar su nombre. Aunque el instinto lo instaba a responder y poner fin a su broma cruel, había algo más que lo mantenía oculto: era amor rabioso.

Las voces de sus padres se alternaban como un canto asustado. A veces, como un interludio, la llamada de la extraña se elevaba por encima de los demás. Él, entonces, aguzaba el oído, trataba de comprender qué notas resonaban, si las de la indiferencia que en los últimos tiempos le reservaba, o si su repentina ausencia la había turbado, devolviéndola a un pasado en el que lo cuidaba.

La extraña: su hermana. Algo se había roto entre ambos cuando ella empezó a cambiar, a crecer. Ella era la destinataria de su resentimiento.

Solo quería que sintiera miedo, miedo a perderlo. Lo único que deseaba era que lo amara como solía hacerlo.

Por esto había decidido desaparecer. Lo había hecho en silencio, ofendido, lanzando golpes al aire con un bastón. Los pétalos de las flores caían, junto con las lágrimas.

Se acurrucó aún más en su refugio. Arrancó con rabia un helecho y empezó a hacer pedazos la ramita entre sus dedos. Se sorbió la nariz, notando solo en ese momento que estaba llorando de nuevo.

Un aleteo de frondas sobre su cabeza le hizo estremecerse. Se secó deprisa los ojos. Allá arriba, en los recovecos de la cúpula esmeraldina, algo se agitaba y luego volvía a sosegarse.

Se le vino a la cabeza lo que le había contado a su hermana esa misma mañana durante la excursión y se le escapó un gemido.

Las víboras no paren a sus crías en los árboles, se dijo. Era una mentira, inventada para asustarla.

Permaneció inmóvil.

¿Estaba realmente seguro? Las víboras paren a sus crías en las ramas, para que caigan al mundo y no las muerdan.

Se levantó de un salto con un grito, la sensación de que algo se le había metido por el cuello de la sudadera. Se la quitó con movimientos febriles y se alejó corriendo a toda prisa.

Quería volver a casa, estar a salvo. Ya no le importaba su orgullo herido, su amor traicionado. Quería los besos de su madre, la risa de su padre. Incluso ella, la extraña, ya no le parecía tan hostil e insoportable.

Se sintió agarrado por extremidades hechas de zarzas y vástagos que ni siquiera su ímpetu conseguía cortar. Lo retenían por los brazos, se enredaban en sus piernas. El bosque quería encarcelarlo en esa oscuridad, húmeda como un aliento. Un aliento que empezaba a sentir encima.

Buscó con la mirada la luz del prado, pero no vio nada más que tinieblas. Los árboles parecían más imponentes y retorcidos y la maleza más intrincada.

Comprendió que se había perdido. El frío lo envolvió. Se dio cuenta de que solo llevaba una camiseta encima. Los brazos estaban devastados por los rasguños que las espinas habían abierto en su piel. También le ardía la cara, como después de pasar un día bajo el sol de verano.

—Mamá —llamó, en voz muy baja, como para no despertar al ser que lo rodeaba.

El bosque respondió con el zumbido quedo de un enjambre que no había escuchado hasta entonces.

Se movía a su alrededor. El niño no podía verlo, pero lo percibía.

El bosque respiraba, palpitaba como un único y poderoso corazón oscuro. Era un latido subterráneo, vibrante, al que el suyo respondió acelerando el ritmo.

Abrió los ojos hasta casi desorbitarlos. La naturaleza resonaba con ecos misteriosos que llegaban hasta el alma.

Apretó los puños y el dolor se encendió como un fuego. Levantó una mano: un corte profundo le cruzaba la palma. Observó hipnotizado la sangre que goteaba hasta penetrar en la tierra negra.

Una mariposa, del color de las flores de árnica que su madre había recogido esa mañana, se posó sobre la herida. Agitó sus alas perezosamente, acomodada en la carne viva.

Cuando trató de tocarla, ella huyó, pero siguió danzando por el aire junto a él.

El niño la siguió. Esperaba que lo guiara hacia la luz.

Llegó a una zona donde los árboles eran más escasos. El sol alcanzaba el sotobosque con cuchillas deslumbrantes. Le recordó las ilustraciones de un libro de cuentos de hadas. La historia de Hansel y Gretel y de la bruja que quería devorarlos.

El insecto se posó sobre unos trocitos de madera que el tiempo había despojado de su corteza. Gotas de rocío brillaban sobre los finos hilos de una telaraña.

El niño se arrodilló y extendió un dedo para levantarla, pero se contuvo. El repentino escalofrío que sintió esta vez le venía de adentro.

No eran ramitas. Eran huesos. Huesos que sobresalían de la tierra. Una mano esquelética emergía a medias del suelo, reclinada entre musgos y flores.

El niño gritó y huyó, con la imagen de la mariposa en sus ojos, debatiéndose, prisionera de la telaraña tejida entre lo que en otros tiempos habían sido dedos.

Mientras pensaba que permanecería para siempre en el bosque, enredado como la mariposa en su tela maligna, escuchó una voz que lo llamaba. Levantó la mirada. Sobre una ladera, la luminosidad era más intensa y, recortada contra esa luz, una figura conocida empezó a cobrar forma.

Respondió a la llamada con desesperación. Su hermana fue hacia él rápidamente, con el pelo desgreñado y los vaqueros manchados de tierra a la altura de las rodillas. Había llorado. Se dejó caer frente a él y lo abrazó con fuerza, como hacía mucho tiempo que no ocurría, como antes de que la edad los separara. El niño estalló en sollozos. Abrió la boca para librarse del miedo, pero no le salió sonido alguno. Se volvió para buscar la dirección por la que había venido: el bosque ahora parecía todo igual, parecía haberse cerrado sobre sí mismo.

Nunca conseguiría volver a encontrar la mano fantasma. Apretó los labios. Nadie le creería. Se dejó abrazar y conducir hacia la luz.

Una última lágrima cayó de sus ojos. Era por la mariposa.

Si hubiera sabido que estaba siendo observado, habría llorado por sí mismo, por la muerte silenciosa de la que acababa de librarse.

Porque el Tikô Wariö no puede mostrarse compasivo, ni siquiera con los indefensos. Debe estar de guardia.

Capítulo 4

4.

Massimo no regresó a casa de inmediato. Tenía ganas de caminar, de dejarse aturdir por la vivacidad del centro, como raras veces le sucedía. En la ciudad se habían encendido las luces, el vocerío de los lugareños invitaba a detenerse para tomar un vaso de ligereza. Los soportales de piazza delle Erbe bullían con una humanidad de la que él mismo había formado parte hasta no hacía mucho. Treintañeros como él. Los veía bromear, los veía coquetear, con un vaso medio vacío en una mano y un cigarrillo en la otra, o la mano de una mujer. A años luz de distancia de él.

Caminó sin meta, mirando escaparates brillantes sin verlos realmente. Iba buscando su propia imagen en esos reflejos. Se vislumbraba cambiado y el resultado no le gustaba. No era él. Caminaba, cuando hubiera querido correr. Callaba y deseaba gritar. Estar allí y lejos al mismo tiempo. Era la suya una fuga que lo devolvía siempre al punto de partida.

Cobarde, pensó, pero sabía que se había perdonado ese defecto hacía mucho tiempo. Ni siquiera era el peor que tenía.

Sacó el móvil del bolsillo y lo encendió. Esperó con una sensación de vacío en el estómago las notificaciones que aparecieron en la pantalla en rápida sucesión.

Lo había vuelto a llamar. Elena nunca dejaba mensajes, no quería confiar a unas pocas líneas su desprecio. Quería empujar las palabras hasta hacer que explotaran en sus oídos. Quería abofetearle el corazón con su voz.

Dejó a sus espaldas la tentación de fingir que era feliz para sumergirse en el silencio de las calles más tranquilas. Dobló una esquina y casi embiste a una pareja que se besaba bajo una farola. Ella se echó a reír, él la abrazó más fuerte.

Massimo sintió una punzada de amargura y apartó la mirada. Elena y él también habían vivido momentos así, en una época de la que era incapaz de acordarse, a pesar de que la lógica le dijese que ni siquiera había pasado más de un año desde aquellos días, y no una década.

Habían vivido momentos así, incapaces de mantener alejadas las manos el uno del otro.

Luego él la había abandonado, sin más explicaciones, porque habría significado tener que dárselas también a sí mismo, cuando en cambio solo buscaba el silencio. La había dejado cuando las últimas palabras de Elena habían sido de amor. No había vuelto a verla, ni a hablar con ella, hasta unas semanas antes: unas pocas horas en las que la había amado de nuevo, y otra vez la había abandonado.

Una pésima idea, esa de volver a casa de vacaciones.

Massimo percibía su rabia, pero solo hacia sí mismo. Por lo que sentía. Por lo que no sentía. Por haberse descubierto tan diferente de como habría querido ser.

Se encontró debajo de casa sin darse cuenta siquiera. Dirigió la mirada hacia el edificio. Las ventanas del tercer piso estaban apagadas, como los cabos de su entusiasmo. Hizo caso omiso del ascensor y subió por las escaleras. Esa noche ni siquiera tendría un caso en el que trabajar para no pensar en ella. Confiar en resolver el misterio de la Ninfa durmiente, después de setenta años, era demasiado optimista, según lo veía él.

Llegó al descansillo de su apartamento, pero no subió el último escalón.

Había una mujer esperándolo. Sentada sobre una maleta, con la espalda apoyada contra la puerta y los ojos cerrados, parecía exhausta, pero también tenía el aire tenso de quien se ha preparado para luchar. Estaba más delgada de como la recordaba, pese a que no habían pasado demasiadas semanas desde la última vez que la había visto, un lapso escaso de tiempo que, sin embargo, la había consumido, como si cada inspiración hubiera sido un mordisco infligido a sí misma.

No, no es culpa del tiempo.

—¿Elena...? —llamó.

Su voz le salió con dificultad, poco más que un jadeo, pero los ojos de ella se abrieron de golpe con la prontitud de una trampa. Se quedaron mirándose a la cara sin decir nada, con la vergüenza presionando fuertemente los cuerpos, que se volvieron rígidos. Luego Elena se levantó con un suspiro que podía significar de todo: cansancio o irritación, alivio o tal vez arrepentimiento.

Massimo tragó saliva. No había palabra alguna que pudiera salvarlo.

—No sé qué decir —murmuró—. Yo...

Elena se acercó. Massimo se esperaba una bofetada, pero ella hundió la cara en la curva de su cuello. Fue un latigazo para los sentidos, un choque de voluntad en contacto con la piel.

Massimo abrió la boca, pero ella apoyó encima los dedos. Estaban fríos y temblaban.

—Tampoco yo sé cómo decírtelo, así que iré al grano —susurró—. Estoy embarazada.

Capítulo 5

5.

20 de abril de 1945. Lo que sucedió ese día es un misterio que lleva más de setenta años en reposo.

Nota: consultar los periódicos de la época.

Mañana, 8:30 h., reunión en la Fiscalía con Raffaello Andrian, el sobrino nieto del pintor.

Chica con un perro de pie en la esquina de la galería y la plaza. Tiene el pelo azul. Extraña sensación. ¿La habré visto antes?

Marini: tiene un secreto que lo devora.

Teresa cerró el diario, con la cabeza apoyada en la ventana del despacho que compartía con Marini. Se había quedado observando al joven inspector alejarse andando hasta que desapareció en la oscuridad.

Está huyendo, se dijo. El chico se había enclaustrado en una nueva vida, pero algo no cejaba en darle caza. En las últimas semanas, hasta su cuerpo había cambiado: más seco, más nervioso y ágil. Inquieto como la bestia que se agita dentro de él. Teresa conseguía distinguirla de vez en cuando. Era densidad que arrebataba la luz a la mirada, una silueta colocada justo delante del alma. Tenían algo en común, Marini y ella: guardaban secretos.

Se metió las patillas de las gafas entre los labios, con la mirada dirigida hacia la noche, apenas cincelada aquí y allá por la luz de las farolas y de los automóviles. No conseguía despegarse de aquella oscuridad.

El brazalete rígido que llevaba en la muñeca tintineó cuando su mano acarició distraídamente una mejilla. Era una simple pulsera de plata, en la que había grabado unas pocas palabras.

Teresa Battaglia. Es tu nombre.

A continuación, el número de móvil de su médico personal. No el de un esposo, un hijo o un pariente: ese mensaje era para ella, acostumbrada a salvarse por sí misma.

Echó las cortinas frente a la oscuridad y sintió que se iba espabilando de un aturdimiento que le desfondaba el cuerpo y los pensamientos.

Su escritorio era una superficie reluciente con un monitor y un teclado. Había cambiado junto con ella en los últimos meses, se había adaptado a una vida en la que Teresa había tenido que plasmarse en una nueva forma: más metódica, más reflexiva, más disciplinada incluso.

Se sentó y apoyó el diario. Sacó de debajo del teclado la llave del archivador. Abrió un cajón y miró su contenido.

Fue como liberar mariposas. Docenas de pósit ordenados numéricamente eran alas de colores que crujían al tacto y acarreaban información. Amarillos para las cosas del trabajo: qué hacía allí, cómo encender el ordenador, cómo apagarlo, cómo usar el teléfono y llamar un taxi, el nombre de la persona que compartía el despacho con ella... Verdes, para su vida privada y ritos a los que la diabetes la obligaba. El número uno arrancaba con un mensaje inquietante: «Mira tu pulsera», estaba escrito.

Se estaba diciendo a sí misma quién era. Se estaba facilitando una vía de escape. Hasta ahora no había llegado a la necesidad de experimentar si funcionaba o no.

Eran pistas que la guiaban en un recorrido cotidiano que de un momento a otro podría volverse desconocido e incomprensible.

Las últimas luces de los despachos de la planta se estaban apagando. Las voces de los colegas que bajaban por las escaleras eran un murmullo que se alejaba, como sus sueños.

Cuánto iba a echar de menos todo aquello.

Respiró hondo, trató de concentrarse en el caso de Alessio Andrian y el cuadro pintado con sangre. Al día siguiente se reuniría con el sobrino nieto del pintor, y es posible que obtuviera más detalles sobre la historia que había llevado a la Ninfa durmiente hasta ella.

Otro caso que esperaba ser resuelto, y otras mentiras que contar. Ocultar la condición clínica de uno equivale a engañar a todos. A su equipo, que creía en su infalibilidad como una cuestión de fe. Al comisario jefe y Gardini, que seguían confiándole los casos más complejos. A las víctimas. A las familias de las víctimas.

Tenía que poner fin a aquella farsa antes de llegar a un punto de no retorno. La enfermedad que se cebaba en su memoria día tras día acabaría alejándola muy pronto de todo lo que amaba. Teresa ya había decidido lo que debía hacer semanas atrás, pero siempre parecía haber algo que la retenía en el lugar que ocupaba. Hasta ese mismo día había vacilado ante la puerta del comisario jefe. Él la había abierto de par en par, como si supiera que la encontraría allí.

«Tengo una nueva investigación para ti», le había dicho.

Con su sombrío misterio, la Ninfa durmiente se había presentado para aplazar lo inevitable, la única evidencia circunstancial de un crimen del que ni siquiera se sabía dónde había sido cometido. Acerca del cuándo, resultaba fácil plantear una hipótesis: 20 de abril de 1945. Un puñado de días antes del final de la guerra.

Todo lo que Teresa tenía era un dibujo macabro y extraordinario, sangre anónima que no llevaría a ninguna parte y un anciano sin pleno uso de sus facultades mentales, que había sido partisano y que tal vez, en tiempos de guerra, había matado a alguien. Probablemente la víctima era un enemigo con el que Andrian se había ensañado, definitivamente, presa de la locura.

Metió las manos en su corazón y dibujó a la muchacha, se recordó a sí misma. La sangre es un símbolo poderoso. Es vida cálida que nos inunda, sana y transforma.

A pesar de la violencia del acto, Teresa no era capaz de ver en todo aquello una furia homicida. Entreveía, por el contrario, una pulsión visceral. Una pasión llevada al extremo, donde danza la locura.

Sabía por qué Gardini le había asignado las investigaciones preliminares: confiaba en su intuición.

«Con los muertos tienes afinidades electivas», le dijo un día.

Los muertos tenían mucho que contar sobre sus últimos momentos de vida, pero esta vez Teresa no tenía ojos vidriosos en los que tratar de vislumbrar la sombra del asesino. No había manos que hubieran intentado rechazar, oponerse con un último gesto de defensa, arrancando huellas del agresor. La Ninfa de sangre dormía un sueño del que nadie la despertaría. Su secreto descansaba con ella.

Teresa volvió a abrir el diario y lo hojeó en un ritual vespertino necesario. Vigilaba su propia mente, para comprender si estaba perdida y desde cuándo.

Lo que encontró fue el enigma que seguía pendiente. Todavía no había tenido tiempo para reflexionar. Resolver acertijos era una forma de superar los momentos de confusión. Había notado que ese ejercicio conseguía traerla de vuelta al mundo, cuando sentía que algo en ella se estaba ofuscando. Por necesidad se había convertido en una agradable costumbre.

Unos agentes de policía han de hacer irrupción en una casa para detener a un criminal. La única información de la que disponen es su nombre: Adamo.

Cuando entran, encuentran a un mecánico, un bombero, un médico y un fontanero jugando a las cartas.

Detienen al mecánico sin dudarlo.

¿Por qué?

El diario se deslizó de los dedos y cayó al suelo con un crujido. Teresa se inclinó y extendió la mano no sin esfuerzo para recogerlo de debajo de la silla.

Se enderezó, agarrándose al borde de la mesa, las páginas voltearon al azar hasta detenerse unos días antes. La nota, escrita con su fina caligrafía, la dejó clavada en la silla.

Chica con el pelo azul y un perro más bien feo, en la parada de autobús, frente a la jefatura de policía. Tengo la impresión de haberla visto antes, pero se alejó a toda prisa. Parecía nerviosa.

Teresa no recordaba ni el episodio ni esa nota, por más que no fuera ese minúsculo y profundo agujero negro de su vida lo que la turbaba.

Otra vez la chica del pelo azul. Se había topado con ella tres veces por lo menos en los últimos tiempos y en diferentes lugares.

La mirada se dirigió instintivamente hacia la ventana, hacia la oscuridad más allá de las cortinas.

Coincidencias, se dijo. O, tal vez, alguien ahí afuera había empezado a seguir sus pasos.

Capítulo 6

6.

La paz había caído sobre el bosque. La familia se había ido por fin, llevándose a ese niño que pecaba de excesiva curiosidad. Una criatura inquieta y con el corazón repleto de rabia había puesto sus ojos en lo que nunca debería haber visto, pero para su enorme sorpresa había preferido callar, guardándose para él el pequeño horror que había descubierto.

La espera había resultado larga. Los extraños se habían demorado por allí hasta el ocaso, demasiado cerca de un secreto que debía permanecer oculto, demasiado incautos como para sentir miedo. No se habían dado cuenta de que alguien los estaba observando.

De esta forma, el sol se había hundido por detrás del círculo púrpura de los picos y el crepúsculo se había abierto a la oscuridad como una flor nocturna. La luz de Venus iluminaba ya el oeste: su nombre era Lucifer, estrella de la mañana, y su nombre era Véspero, estrella de la tarde. En aquella época del año aparecía en el delta azul cobalto entre dos crestas.

Bajo su luz diáfana, las aldeas del valle descansaban adormecidas. El campanario de la iglesia descollaba con su tejado de rastreles de alerce y la rosa de los vientos en lugar de la cruz, sobre las siluetas lanceoladas de los árboles.

Más allá de los prados, más allá de la línea del bosque, los pasos eran crujidos quedos en la maleza e iban acompañados por el canto de un mochuelo. Conocían el sendero que unos ojos inexpertos no habrían atisbado, entre la retama blanca y la lila silvestre. A lo largo de la pendiente se convirtieron en pequeños saltos, hasta que encontraron la tumba.

El aroma de la noche envolvía la muerte con dulzura. Definitivamente desvelados, los huesos relucían con una blancura lunar contra la tierra negra. Las corolas ahora cerradas de las flores adornaban los restos que emergían de los recovecos del valle. Las lluvias de primavera, casi torrenciales, habían erosionado la tierra y puesto al descubierto el misterio que guardaba el bosque.

Skrit kej —murmuró dulcemente una voz.

Guardar un secreto.

La figura protectora de Tikô Wariö había regresado a los bosques del valle, como en las historias susurradas por los ancianos alrededor del hogar. «El que está de guardia» no tenía rostro ni cuerpo propio. Según la leyenda, el gran guardián, el feroz guardián, se encarnaba en quien invocaba su ayuda: desde un hombre hecho y derecho hasta un niño, una mujer o un anciano.

Y alguien, entonces, lo había llamado.

Tikô Wariö. Tikô Bronô. Te k skriwa kej —canturreó la

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