Gacelas que comen leones

Agathe Cortes

Fragmento

1. Liane

1

Liane

Se apagó la luz. El corazón estaba a punto de salírseme por la boca. Una pelota de tenis me bloqueaba la garganta y podía sentir cómo me palpitaban los labios, que se resistían a la humedad de la lengua. Pisaba fuerte sobre el suelo de madera, como si no hubiese un mañana. Sujetaba con las manos sudorosas la chaqueta de mi hombre caído en la batalla. Me dolían las falanges, era como si tuviese garras. Estaba tensa. Muy tensa. Tenía frío con ese camisón de tirantes. El silencio era tremendo. Me quedé en blanco.

Entré en la oscuridad y me escondí detrás de la enorme sábana azul. Pocos minutos después, cuando un movimiento de cabeza bastó para dar la señal, sonó la melodía de La vie en rose. Empecé a volar. Un foco me acarició el rostro. Cerré los ojos. Primero mostré las manos, que bailaban, luego aparecieron poco a poco los brazos. La sábana fue bajando dejándome desnuda delante de quinientas personas con los ojos abiertos como platos. Tomé posesión del espacio con pasos de baile que seguían con dulzura la música. Susurré la letra. «Quand il me prend dans ses bras, qu’il me parle tout bas»… Pronto, relajé el cuerpo, que flotaba como el de un astronauta. Me sentí en casa.

Olvidé todo lo demás, incluso mi persona. Era Liane, una viuda demasiado joven que no aceptaba que su hombre hubiese muerto en la guerra. Le esperaba, le hablaba, le insultaba, le gritaba, le amaba... Enamorada perdida, bebía vino caducado e imaginaba, cada noche, que bailaba borracha contra el cuerpo de su amante que nunca volvería. Miré hacia lo lejos y la música se paró. Estaba completamente sola. Me dolieron los párpados. Sabía que no tenía que llorar. Ahora no. «Mon petit chou, mon tigre».[1]

La escena continuó su curso dejándome un rubor en las mejillas cubiertas de lágrimas. Tiré la chaqueta al suelo suplicando a mi marido que viniera a casa, que me dejase bailar borracha contra su torso palpitante, que me rodease con sus brazos y me acariciase el pelo, rugiéndole que no me creía que le hubieran matado, que no me podía dejar allí, en esa habitación, bailando con mi soledad y mi dolor de cabeza. De repente, me callé. Ni un solo ruido. Ni siquiera el vuelo de una mosca. Estaba sudando. Recuperé poco a poco la decencia y la calma, me limpié la cara, me retiré con elegancia los mechones de los ojos, levanté el mentón y volví a canturrear, sin dar con una sola nota. «Quand il me prend dans ses bras, qu’il me parle tout bas, je vois la vie en rose»... Recuperé la prenda arrugada, metí los brazos con dulzura en las mangas y me puse a bailar con ella. No podía dar más pena. Cerré los ojos y caí, poco a poco, rendida al suelo mientras se fueron apagando los focos.

Esperé unos segundos antes de seguir, pero algo inesperado ocurrió. Antes de que mis compañeras pudiesen entrar para continuar con la escena siguiente, los aplausos me reventaron el estómago. No supe qué hacer. No me moví y nadie entró. Abrí los ojos y miré la sala. Me crucé con miradas atónitas, con lágrimas y sonrisas de oreja a oreja, sin ser capaz de distinguir esos rostros hundidos en la oscuridad de las butacas. «¡Bravo!», escuché. Se multiplicaron los gritos por todas las esquinas. No pude evitar sonreír. Alcé la cara hacia los técnicos. Estaban de pie, junto a mi profesora de pelo naranja. Levantó el puño con el pulgar hacia arriba. Bajé el rostro para devolver la señal.

Las luces blancas de la escena siguiente me cegaron. Retomamos el curso normal de las cosas, pero yo tenía la mente ida, muy lejos de esa realidad. Era la última representación del año, pero para mí fue el principio de una nueva vida.

Ella fue la primera en apretar el gatillo. Yo tenía diecisiete años. Mientras recogíamos el decorado en los almacenes del teatro del Liceo Francés de Madrid, la profesora de teatro a la que yo adoraba me agarró el brazo.

—Ven aquí —me susurró.

Me llevó hasta la zona de las butacas ya vacías y todavía emanaba el olor de un público que se había sentido perturbado.

—¿Cómo ha ido? ¿Cómo te has sentido con Liane? —preguntó.

Temblé de nuevo. El ruido de los aplausos todavía golpeaba mis oídos y me removía las entrañas.

—He sentido silencio —contesté. Nadie durante los cinco minutos que había durado la escena había tosido, bostezado, o abierto la boca—. No sé…, he notado a la gente atenta. No me dejaban sola... Silvia, si te digo la verdad, si por mí hubiera sido, nunca me hubiese bajado de ese escenario…

—Estuviste genial, Alicia —zanjó.

Su mirada azul eléctrica se excitó, vibró. Mi corazón dio un vuelco. Nunca me había dicho algo parecido.

—Gracias —solté con una voz de niña pequeña. Me entraron ganas de llorar. Estaba agotada.

—¿Sabes, Alicia? Eres la única del grupo que puedes hacer de esta pasión tu profesión —murmuró.

Miré alrededor por si alguien nos había oído. No sé por qué. Como si quisiese que fuera un secreto. Sentí una euforia extraña que era incapaz de describir.

—Gracias —repetí con un tartamudeo absurdo—. Me encantaría —añadí muy bajito por miedo a que sonase surrealista. Un poco sí que lo era.

Silvia sonrió, se tocó el pelo y me dio un golpe tierno en el brazo.

—Vuelve con los demás, anda. Celébralo, Alicia.

Le di dos besos sinceros y fui con mis compañeros a guardar el material entre bastidores.

Al caer la noche que ya anunciaba la primavera, celebramos el éxito como Dios manda con los profesores, los directores de las obras, los alumnos de arte dramático y algunos padres en la cafetería del colegio. Mis padres habían venido a verme, como de costumbre y como cada año desde que empecé a asistir a clases de teatro. No se habían perdido ni una actuación. Ni una sola réplica. Ni uno de mis movimientos en el escenario. Ni uno solo. Mientras charlaba con ellos, Silvia se acercó. Les saludó y ellos le dieron las gracias por todo lo que me había enseñado este año, por las veinte horas semanales que me habían hecho tan felices y, también, todo hay que decirlo, por haberme soportado..., apuntó al final mi padre. Él es de hacer este tipo de bromas y, en general, no suelen funcionar. Pero, sobrepasando de lejos todas mis expectativas, Silvia se echó a reír. Hubo un silencio incómodo. Sus ojos azules dudaron un segundo sin saber a quién dirigirse.

—Vuestra hija ha estado increíble. Bueno, es increíble y no soy la única que lo piensa.

Estuve a punto de soltar el refresco que estaba bebiendo y reventarlo contra el suelo. Ella se limitó a sonreír, a guiñarme un ojo y se alejó. No he vuelto a saber nada de Silvia desde entonces. No sé si sigue ejerciendo, si ya es abuela o si vive en Madrid o quizá en Ushuaia. Absolutamente nada. Pero la tengo grabada en la mente como la mujer intensa de pelo naranja que me dio las alas y el coraje para que intentara cumplir un sueño. Con ese

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