El cocinero

Martin Suter

Fragmento

El cocinero

MARZO DE 2008

1

—¡Maravan! ¡Sifón!

Maravan dejó de inmediato el afilado cuchillo junto a las finas tiras de verdura, se dirigió a la cámara térmica, sacó el sifón caliente de acero inoxidable y se lo alcanzó a Anton Fink.

El sifón contenía la pasta para el sabayón de ajo silvestre de los filetes de caballa marinados.

Se va a desinflar antes de llegar a la mesa, apostó Maravan. Había observado cómo Fink, el especialista en cocina molecular, usaba xantano y harina de semilla de algarroba. En lugar de xantano y harina de grano de guar, como se recomienda para las cremas calientes.

Puso el sifón sobre la mesa de trabajo, ante el impaciente cocinero.

—¡Maravan! ¡Juliana! —Esta vez era la voz de Bertrand, el cocinero que preparaba las guarniciones, la que le encargaba cortar la juliana. Maravan regresó rápidamente a su tabla de cortar. En no más de un par de segundos cortó el resto de la verdura, Maravan era un virtuoso del cuchillo, y le pasó las tiras a Bertrand.

—¡Mierda! —gritó a sus espaldas Anton Fink, el responsable molecular.

El Huwyler —nadie decía «Chez Huwyler», como rezaba en la fachada— estaba bastante lleno, pese a la situación económica y el tiempo. Solo un observador atento hubiera notado que faltaban las mesas cuatro y nueve, y que sendos letreros de «Reservado» reposaban sobre otras dos.

Como a la mayoría de los restaurantes de lujo de la época de la nouvelle cuisine, al local le sobraba algo de decoración. Papel pintado, cortinas de ruda imitación de brocado, en las paredes murales de naturalezas muertas famosas enmarcadas en oro. Los platos de presentación eran demasiado grandes y coloridos, los cubiertos difíciles de manejar y las copas originales en exceso.

Fritz Huwyler era consciente de que la moda iba por delante de su restaurante. Tenía planes para lo que su asesora de decoración llamaba «reposicionamiento». Pero no era el momento de hacer inversiones. Había decidido realizar cambios poco a poco. Uno de ellos fue el color de las filipinas, los pantalones y los fulares: todo en moderno negro. Todo el personal iba vestido así, incluido el chef de cocina. Solo los ayudantes y los empleados de la oficina seguían vistiendo de blanco.

A la cocina también le había ido dando poco a poco una nueva orientación: los platos clásicos y medio clásicos se vieron acentuados aquí y allá con un toque molecular. Para ello, eligió a un cocinero con experiencia molecular para cubrir el puesto vacante de garde manger.

El propio Huwyler ya no tenía ambiciones personales en ese sentido. Solo metía mano en la cocina puntualmente; se concentraba en asuntos administrativos y en su papel de anfitrión. Además, rondaba los cicuenta y cinco y había sido premiado en distintas ocasiones; incluso treinta años atrás fue un pionero de la nouvelle cuisine. Consideraba que ya había contribuido al desarrollo culinario del país. Era demasiado viejo para aprender algo nuevo.

Desde la fea separación de su mujer, a quien debía buena parte del éxito de Chez Huwyler y la accidentada decoración del interior, él asumía las tareas de representación frente a los clientes. Antes de la separación, los recorridos de mesa en mesa de todas las noches se habían convertido en una obligación molesta, pero con el tiempo les había cogido gusto. Cada vez más frecuentemente se quedaba a departir con los comensales de alguna de las mesas. El tardío descubrimiento de ese talento comunicativo le llevó también a aumentar la actividad en su asociación profesional, a la que dedicaba mucho tiempo. Fritz Huwyler era miembro de la directiva de swisschefs, y en ese momento el presidente de turno.

Ahora estaba de pie junto a la mesa uno, una mesa para seis que ese día estaba puesta solo para dos. Los comensales eran Éric Dalmann y un compañero de negocios de Holanda. Para el aperitivo, Dalmann había pedido un chardonnay 2005 de Thomas Studach, de Malans, que costaba ciento veinte francos, en lugar de la botella de Krug Grande Cuvée brut que solía pedir, de cuatrocientos veinte.

Esa fue, sin embargo, su única concesión a la crisis económica. Para comer había pedido la gran surprise, como siempre.

—¿Y usted? ¿Nota en algo la crisis? —preguntó Dalmann.

—Cero —mintió Huwyler.

—La calidad está a prueba de crisis —respondió Dalmann, y alzó las manos para hacer sitio al plato con la pesada campana que llevaba la camarera.

Otra cosa que eliminaría próximamente, el teatro ese de las campanas, pensó Huwyler cuando la camarera se dispuso a asir con ambas manos los botones de latón para dejar al descubierto el contenido de los platos.

—Filete de caballa marinado sobre su lecho de corazón de hinojo con sabayón de ajo silvestre —anunció.

Ninguno de los dos hombres bajó la mirada hacia los platos; solo tenían ojos para la mujer que los había llevado.

Huwyler se quedó mirando el sabayón de ajo silvestre, una papilla verde que cubría el fondo del plato.

Andrea era consciente del efecto que causaba en los hombres. La mayoría de las veces le resultaba molesto, y solo de vez en cuando se le antojaba práctico y lo explotaba. Sobre todo cuando se trataba de buscar trabajo. Era algo que debía hacer con frecuencia, ya que su aspecto no solo se lo ponía fácil a la hora de encontrar empleo; también le dificultaba el conservarlo.

No llevaba ni diez días en el Huwyler y ya percibía en la cocina y en el servicio esas pequeñas rivalidades que tan bien conocía, y de las que estaba harta. Tiempo atrás intentaba reaccionar a esas situaciones con alegre camaradería, pero siempre se producían malentendidos. Desde hacía un tiempo optaba por guardar una distancia indiscriminada. Eso le valió la fama de arrogante, pero lidiaba bien con ella.

Lo mismo sucedía con esos dos tipos, que la miraban a ella en lugar de mirar el plato. Quizá así no se percataran de que los filetes de caballa se reblandecían en la salsa de ajo silvestre.

—Cuando estaba su mujer la comida era mejor —comentó Dalmann al quedarse solo con su compañero de mesa.

—¿Se ocupaba también de la cocina?

—No, pero él le dedicaba más atención.

Van Genderen rió y probó el pescado. Era el número dos de una empresa internacional con sede en Holanda, uno de los más importantes proveedores de la industria de la energía solar. Se había citado con Dalmann porque este podía facilitarle ciertos contactos. Era una de las especialidades de Dalmann.

Dalmann había cumplido sesenta y cuatro años un par de semanas atrás, y en él se veían las huellas de una trayectoria profesional en la que lo culinario había sido siempre un instrumento de persuasión decisivo: un poco de sobrepeso, que intentaba contener con un chaleco, bolsas bajo los acuosos ojos azul pálido, la gruesa piel porosa y flácida de la cara, siempre algo enrojecida en los pómulos, labios delgados y una vo

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