Jazz

Toni Morrison

Fragmento

Capítulo 1

Sssst… yo conozco a esa mujer. Vivía rodeada de pájaros en la avenida Lenox. También conozco a su marido. Se encaprichó de una chiquilla de dieciocho años y le dio uno de esos arrebatos que te calan hasta lo más hondo y que a él le metió dentro tanta pena y tanta felicidad que mató a la muchacha de un tiro solo para que aquel sentimiento no acabara nunca. Cuando la mujer, que se llama Violet, fue al entierro para ver a la chica y acuchillarle la cara sin vida, la derribaron al suelo y la expulsaron de la iglesia. Entonces echó a correr, en medio de toda aquella nieve, y en cuanto estuvo de vuelta en su apartamento sacó a los pájaros de las jaulas y les abrió las ventanas para que emprendiesen el vuelo o para que se helaran, incluido el loro, que decía: «Te quiero».

El viento barría de tal manera la nieve por donde Violet había corrido que en la acera no quedó la menor huella de sus pisadas, así que por algún tiempo nadie supo exactamente en qué punto de la avenida Lenox residía. Pero, igual que yo, sí sabían quién era, quién tenía que ser, porque sabían que su marido, Joe Trace, era quien había matado a la chica. Nadie, en ningún momento, le acusó públicamente, porque en realidad nadie le había visto hacerlo y la tía de la chica muerta no quiso malgastar dinero con abogados incompetentes o policías burlones, a sabiendas de que el despilfarro no mejoraría nada. Además, se enteró de que el hombre que había matado a su sobrina lloraba todo el día, y para él y Violet eso era tan malo como la cárcel.

Pese a la aflicción que Violet provocó, su nombre fue mencionado en la reunión correspondiente al mes de enero del Club de Mujeres de Salem como el de alguien necesitado de asistencia, aunque se desestimó por votación, considerando que únicamente la plegaria —no el dinero— podía ya ayudarla, pues tenía un marido más o menos capacitado (cuya necesidad principal era dejar de compadecerse de sí mismo) y porque otro hombre y su familia, en la calle Ciento treinta y cuatro, lo habían perdido todo en un incendio. El club se movilizó para acudir en socorro de las víctimas del fuego y dejó que Violet aclarase por sí misma cuál era su problema y de qué modo debía solucionarlo.

Es atrozmente flaca esa Violet; tenía cincuenta años, pero se conservaba guapa todavía, al menos el día en que interrumpió la ceremonia del entierro. Cualquiera habría pensado que el hecho de que la echaran de la iglesia sería el fin de todo —por aquello de la vergüenza y esas cosas —, y, sin embargo, no lo fue. Violet es lo bastante obstinada y lo bastante atractiva para creer que incluso sin caderas y sin juventud podría castigar a Joe echándose un amante y consintiendo que la visitara en su propia casa. Consideró que eso secaría sus lágrimas y de paso le proporcionaría a ella alguna satisfacción. La idea pudo haber salido bien, supongo yo, salvo que los hijos de los suicidas son difíciles de contentar y enseguida creen que nadie los quiere porque no están realmente donde tienen que estar.

Sea como fuere, Joe no prestó a Violet ni a su amigo la menor atención. Si ella despachó a su amante o si este la abandonó, eso no lo sé. Puede que él llegara a la conclusión de que las virtudes de Violet eran poca cosa comparadas con la simpatía que le inspiraba el hombre que estaba en la habitación contigua con el corazón destrozado. Pero sí sé que aquel apaño no duró ni dos semanas. El siguiente plan de Violet para restablecer el amor que la había unido a su marido se volvió contra ella antes de consolidarse. No consiguió otra cosa que lavarle los pañuelos a Joe y ponerle la comida en la mesa. Un silencio envenenado flotaba por las habitaciones como una gran red que únicamente Violet rasgaba vociferando recriminaciones. La indiferencia de Joe durante el día y las preocupaciones de ambos durante la noche debieron de agotar la resistencia de ella. Así pues, decidió querer —o, digamos, investigar— a la criatura de dieciocho años cuya carita como de crema había tratado de abrir a cuchilladas, aunque solo hubiera salido paja de su interior.

Violet, al principio, no sabía nada de la chica, excepto su nombre, su edad y el hecho de que estuviera muy bien considerada en el salón de belleza legalmente autorizado. De modo que comenzó a reunir el resto de la información. Quizá pensó que por aquella vía podría resolver el misterio del amor. Buena suerte y… ya me contarás.

Interrogó a todo el mundo, empezando por Malvonne, una vecina de más arriba, la que en primer lugar le había contado la cochinada de Joe y cuyo apartamento la chica y él utilizaban como nido de amor. A través de Malvonne, se enteró de las señas de la muchacha y supo a qué familia pertenecía. Por las empleadas del salón de belleza legalmente autorizado averiguó qué tipo de lápiz de labios usaba; qué producto empleaban para alisarle el pelo (aunque yo sospecho que aquella niña poco necesitaba alisárselo); cuál era su grupo musical preferido (los Ebony Keys de Slim Bates, bastante buenos excepto la vocalista, que debe de ser la mujer del líder; de lo contrario, cómo iba Slim Bates a consentir que degradara de aquel modo al grupo). Y cuando le enseñaron cómo hacerlo, Violet repitió los pasos de baile que la chica muerta solía hacer. Todo. Cuando se supo los pasos al dedillo —incluido el movimiento de rodillas—, todo el mundo, empezando por su examante, sintió asco de ella, cosa que comprendo muy bien. Era como ver a una vieja paloma callejera picoteando las migajas de un bocata de sardina desdeñadas por los gatos. Pero Violet era por encima de todo persistente, y ningún comentario burlón, ninguna mirada aviesa iban a detenerla. Sometió a un duro acoso a la escuela pública a la que había asistido la muchacha para hablar con los profesores que la habían conocido, y lo mismo hizo en dos escuelas superiores, porque la chica había tenido que pasar a Wadleigh en undécimo grado, al no encontrar en su distrito ninguna otra escuela que admitiera a alumnos de color. Y durante mucho tiempo incordió a su tía, una decorosa dama que de vez en cuando hacía trabajos delicados para las casas de confección, hasta que la resistencia de la señora cedió y comenzó a esperar con interés las visitas de Violet para despotricar de la juventud y sus malas costumbres. La tía mostró a Violet todas las pertenencias de la chica muerta, y quedó claro (como ya lo estaba para mí) que su sobrina había sido al mismo tiempo obstinada y marrullera.

Concretamente, una de las cosas que la tía le mostró, y que después le permitió conservar durante unas semanas, fue un retrato de la muchacha. Esta, en la foto, no sonreía, pero por lo menos se la veía viva y muy enérgica. Violet tuvo la sangre fría de colocarla sobre la repisa de la chimenea en su propia sala de estar, donde ambos, Joe y ella, la contemplaban luego fascinados.

El futuro de aquel hogar prometía ser francamente sombrío, desaparecidos los pájaros y con la pareja secándose las lágrimas todo el día, pero, al llegar la primavera a la Ciudad, Violet descubrió a una muchacha que llevaba cuatro ondas de permanente a cada lado de la cabeza y entraba en el edificio con un disco de Okeh bajo el brazo y, entre las manos, un paq

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