Vecinos de Brooklyn Heights

Peter Hedges

Fragmento

UNO

KATE

Aquella mañana al despertarnos descubrimos que nuestra calle estaba sepultada bajo la nieve. Las escaleras de entrada, la acera, la hilera de coches aparcados eran un manto blanco; daba la impresión de que hubiesen rociado los árboles de azúcar glasé, y todo Oak Lane —con sus edificios de ladrillo de un siglo de antigüedad impecablemente conservados— tenía aspecto de fotografía vintage. Tan solo el fuerte ruido de una máquina quitanieves que se aproximaba desmentía lo que a mi marido Tim, el profesor de historia, le encantaría creer: si borrásemos aquella máquina, quitáse mos los postes de la luz y los cables telefónicos, y suprimiésemos todos nuestros aparatos eléctricos, aquella podría haber sido una mañana cualquiera en Brooklyn Heights hacia 1848 o 1902.

Desde la ventana de nuestro piso de la cuarta planta, distinguí las tenues huellas de las botas de Tim. Antes de amanecer, había cruzado entre dos coches aparcados y avanzado con dificultad con su mochila repleta de trabajos corregidos en dirección a Montague Street, donde había subido la escalinata de la Montague Academy. Durante la noche, los gruesos copos habían caído de forma pausada, pero ahora era por la mañana, y el viento soplaba con ráfagas que hacían temblar los cristales del salón-comedor-cuarto de jugar donde me encontraba. Sentí un escalofrío.

Sam apareció corriendo por el pasillo, sin pañales y con los pantalones por las rodillas, al tiempo que gritaba:

—¡Mami, pis! ¡Pis!

Teddy, que acaba de cumplir cuatro años, venía tras él y decía:

—¡Sam ha hecho una cochinada!

Minutos antes me había ido de la cocina de repente porque, en medio de aquellos repetidos «Mami, más leche», «Mami, tengo hambre» y «Mami, Sam me está pegando», supe que, o se callaban como les había pedido, o acabaría por estallar.

Con pocos lugares en los que buscar, no les llevó nada encontrarme.

Teddy se había levantado temprano a causa de una pesadilla, y Sam apenas había desayunado, solo se había comido las bolitas azucaradas de vivos colores de su cereal preferido.

—Esto no puede ser —anuncié con decisión.

Pero claro que podía ser. Y lo era.

Cuando Tim me llamó desde el trabajo tuve que gritar más que Sam, que estaba berreando, a la vez que Teddy le daba sin parar al botón del altavoz del teléfono.

—¿Qué tal va todo? —preguntó Tim, supongo que por la fuerza de la costumbre, porque no necesitaba más que prestar atención un momento para saberlo de primera mano.

—Bien, va todo bien —dije.

Decidí no hablarle del olor misterioso que había en el cuarto de baño —el váter estaba atascado y no se vaciaba—; de la pastilla de jabón de avena medio deshecha en la bañera vacía; del creciente montón de facturas sin pagar; de la ropa esparcida, un rastro a lo Hansel y Gretel de pantalones, camisas y ropa interior de niños pequeños; ni de que, cuando por fin conseguí llegar al cajón de los calcetines para acabar de vestir a Sam, no había ninguno emparejado. Ni siquiera le mencioné que con toda probabilidad el viento invernal iba a hacer añicos las ventanas delanteras, ni que según mi predicción aquel iba a ser el día más frío del año. Después de todo, Tim estaba inmerso en su trabajo. Mejor ahorrárselo.

Más tarde, en el vestíbulo de nuestro edificio, conseguí abrir la sillita infantil y llevarla hasta el pie de las escaleras de la entrada, sin dejar de animar a mis hijos para que me siguiesen. Coloqué a Sam en el asiento y abroché el cinturón de seguridad, subí a Teddy en la plataforma trasera e iniciamos nuestro paseo. Ambos niños iban prácticamente asfixiados con tanto abrigo, bufanda, gorro, guantes y botas, y solo se les veían los ojos. Bajo todo aquello, los oí llorar y cuando me incliné para preguntar qué pasaba, Teddy, entre sollozos, me dijo:

—Tengo frío en los ojos.
—¿Y qué quieres que te ponga en los ojos?
«Nunca es suficiente. Nunca es suficiente. Los padres nunca jamás hacemos lo suficiente.»

Tenía el principio de una canción.

Sin guantes, sin bufanda, con el abrigo de plumas sin abotonar hasta arriba..., me había olvidado de mí.

Tan pronto nos pusimos en marcha, quedó claro que sobre la nieve nuestra sillita no iba a funcionar. Así que, azotada por el viento y con la necesidad de pensar rápido, dimos media vuelta. De nuevo en casa dejé la sillita en el vestíbulo y fui deprisa al trastero que tenemos en el sótano para coger el trineo de cuando Tim era pequeño. Fuera, envolví a los niños en una vieja manta azul, los subí al trineo y los arrastré tras de mí.

Habíamos llegado a la mitad de Hicks Street cuando me fijé en que otros padres iban arrastrando a sus hijos por las muñecas, resbalando y cayéndose, o peleando infructuosamente con las sillitas. Hombres y mujeres, vestidos para ir a trabajar, encorvados ante el viento, avanzaban hacia la estación de metro de Clark Street con paso cauteloso y la esperanza de no caerse. Y allí aparecí yo, tirando de Teddy y Sam, los únicos niños de Brooklyn Heights que se dirigían al colegio en trineo. Y de repente, aquella distancia enorme e irrazonable que recorríamos cada mañana hasta el R Kids Count Learning Center me pareció una bendición. Algunos niños iban en coches compartidos, y otros llegarían en autocar y en taxis. Pero mis hijos y yo éramos objeto de envidia. Un padre estirado, Chad, el genio de Wall Street, me dejó sorprendida cuando, medio en broma medio impresionado, me gritó desde la esquina de Pierrepont y Hicks:

—¡Así es como hay que desplazarse!

Por una vez fui la madre inteligente, la única madre con aquella fantástica idea, y mis niños, Teddy y Sam Welch, estaban contentos.

«Estos son los momentos», tuve ganas de cantar. «Estos son los momentos.» —Clases canceladas —anunció Maria, siempre vivaz, desde su Range Rover, en la esquina de Pineaple Street.

—Pero ¿por qué?
—La caldera. Estropeada. Llámame. Quedamos algún día para jugar. —Tenía que irse, la estaban llamando al móvil, y arrancó.

Teddy no entendía por qué nos dábamos la vuelta.
—El colegio no tiene calefacción, cariño —dije—. Os congelaríais, y no queremos que eso pase.

—¡Pero yo quiero ir al cole!

Le prometí un chocolate caliente y se tranquilizó. Mientras tiraba del trineo Henry Street arriba hacia Montague, Sam anunció:

—Papá , trabajo.

Y señaló el edificio neogótico, una antigua iglesia luterana alemana, que albergaba la mayor parte de la Montague Academy. Cuando hacía buen tiempo, con frecuencia llevaba a los niños allí, al jardín, y se subían a los columpios del patio de la escuela primaria, pero aquel no iba a ser uno de esos días.

En su lugar, giramos a la derecha en Montague y nos encaminamos hacia Muffins and More. Al otro lado de la calle, Starbucks estaba resultando un negocio impresionante. Yo, como el resto de las madres de mi entorno, prefería Muffins and More, un establecimiento local que, según los rumores, corría el peligro de echar el cierre, siempre y cuando no estuviera en nuestras manos evitarlo.

Habían echado sal gorda a puñados sobre la acera, delante de Muffins and More. El hielo y la nieve habían comenzado a derretirse. Até el trineo a un parquímetro y agarré a Teddy y a Sam de sus mitones mientras nos dirigíamos con precaución hacia la puerta.

En el interior, sentadas junto a una mesa del rincón, con la que conseguían hacerse todos los días a esa hora, Tess Windsor, Debbie Beebe y Claudia Valentine apuraban sus expresos, capuchinos y descafeinados con leche.

—Kate tendrá su opinión —declaró Tess a

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