1
DETRÁS DE LA FACHADA
El verano pasado, el viejo chalet de tía Isabel fue condenado al derribo. Cercado por rugientes excavadoras y piquetas, aquel jardín que el desnivel de la calle siempre le mostró en un prestigioso equilibrio sobre la avenida Virgen de Montserrat, al ser ésta ampliada quedó repentinamente como un balcón vetusto y fantasmal colgado en el vacío, derramando un pasado de aromas pútridos y anticuados ornamentos florales, soltando tierra y residuos de agua sucia por las heridas de sus flancos. Grandes montones de tierra rojiza se acumulaban alrededor de la señorial torre, que aún no había sido tocada: seguía en pie su arrogante silueta, su apariencia feliz y ejemplar. Pero dentro, en una de sus vacías estancias de altísimo techo, sólo quedaba una gran cama revuelta, una raqueta de tenis agujereada y libros apilados en el suelo. Fachada, he aquí lo único que les quedaba a los Claramunt.
Era un caluroso sábado del mes de julio. Mientras al otro lado de la pared las excavadoras se afanaban escarbando la tierra con un zumbido rencoroso, gimiendo en los repechos, nosotros, dos voces susurrantes extraviadas en el tiempo, dos evocaciones dispares que pugnaban inútilmente por confluir en la misma conformidad, yacíamos en la cama bajo la penumbra fosforescente donde flotaban ligeras gasas rosadas, persistente desazón de polvo que se filtraba por las ventanas y que nos cubría —no podía dejar de pensarlo— como una mortaja que alguien (una adolescente prostituida por la miseria y el abandono, dijo una voz, por su propia inclinación al mal, dijo la otra; una muchacha de malignos ojos de ceniza y vestida con una corta bata blanca, que nos observaba en cuclillas desde el borde de un campo de baloncesto) había empezado a tejer para nuestros cuerpos diez años atrás. Se me ocurrió de pronto, al pensar en este borroso personaje que Nuria evocaba a mi lado con voz resentida, si no habría regresado después de ocho años de ausencia para caer nuevamente en una ratonera. Y rodando como un tronco sobre la cama alcancé la tibia espalda de mi prima, procurando sin conseguirlo atraer su atención sobre los libros apilados en el suelo, que señalé con el dedo como si acusara la presencia de alguna alimaña: torcidos pilares de volúmenes, tenebrosas materias esquinadas, una confusa armazón de títulos metálicos, tintineantes, vernáculos: «Encícliques, homilies, discursos i al·locucions. Instruccions i decrets dels organismes postconciliars i de les Sagrades Congregacions. Selecció de pastorals de bisbes nacionals i estrangers. Documents i declaracions d’entitats i de personalitats significades dins l’Església.» Una finísima capa de polvo los cubría.
La habitación era amplia, inhóspita, de paredes desnudas, de agazapadas resonancias. Sensación de intemperie inminente. Había sido el salón, pero durante la mudanza ella hizo meter la vieja cama de la abuela, lo único que pensaba quedarse. En el centro del techo pendía un cable eléctrico, un triste nervio retorcido que alimentó una lámpara refulgente. En el suelo, en medio de un sembrado de colillas, una botella de whisky y dos vasos, cerca de la ancha cama, enorme, altísima, parecía un altar, con celestial cabecera de ángeles trompeteros y viejos aromas nupciales, colcha escarlata derramando generosamente sus pliegues a ambos lados y sábanas de cegadora nieve. Ni un mueble quedaba, ni una silla, ni un cuadro. Jamás hubo nada mío en la torre de mis tíos, pero ahora tenía la sensación de que la mudanza se me había llevado algo muy personal: todavía hoy —me dijo la voz, rescatándome por un momento de aquel mar de ceniza de las pupilas de la muchacha fijas en mí—, pegando el oído a estas paredes, a su hermético silencio, podrías quizá percibir el rumor vernáculo y nasal, el bilingüe murmullo claramuntiano que acompañó al escándalo. Todavía me gusta imaginar que cuando empecé a intimar con la prima Nuria yo era un perro asalariado de sensibles orejas. Y que cuando ella se vio obligada, según ciertos estatutos de clase no por invisibles menos vigentes, a definirse en el matrimonio si de verdad quería definirse como mujer (no como cualquier mujer, sino como mujer de su clase, que es en la única clase donde ella podía realizarse con verdadera emoción y sentido), yo había ya aprendido a hallar la relación entre ciertas emociones y ciertos intereses: para ello me bastó un año de trabajar y amar junto a los Claramunt. Luego había de dejarlo todo y me iría a engrosar las melancólicas y tenebrosas filas de emigrantes españoles que barren los suelos de Europa. Persiste en mí, desde entonces, una entrañable y maligna condición de pariente pobre que sólo lamenta no haber sabido en su día comprender a la prima Montse, hermana de Nuria, criatura desvalida y mórbida destinada a vivir con todas sus consecuencias uno de los mitos más sarcásticos que pudrieron el mundo. Con veinte años, madurando sueños de dicha y de fortuna a la sombra de la rama familiar más florida, me divertía burlándome de Montse y de su inefable concepto de la vida, que ella expresaba a través de una complicada y feliz maraña de obras de apostolado. En una familia católica cuya proyección futura reposa tradicionalmente en los hijos varones, una conducta como la mía había de despertar apreciaciones abstractas que tienen cierto interés como ejemplo de estrategia moral en función de una clase: no fui acusado de ser la causa indirecta de la desgracia de Montse, secundando y alentando sus insensatos amores con un presidiario, sino —según una triple definición de mi tío que todavía hoy me sobrecoge— de provinciano ambicioso, de resentido y de desagradecido. Sólo después del desastre, al renunciar a mi empleo para exiliarme, tío Luis, haciendo un esfuerzo mental tan sobrehumano que casi le costó una apoplejía, consiguió llamarme amoral y asocial.
Sin embargo, hoy puedo afirmar sin miedo a equivocarme que todo lo que hay de asocial en mí se debe a que vivo en una sociedad asocial: lo poco que hubo de solidario y civilizado en mi primera juventud se lo debo por entero al trato con los cuerpos desnudos y a cuanto hay en ellos de hospitalario, a un poco de alcohol y a cierta natural y obsesiva predisposición a lamentar no sé qué tiempo perdido o no sé qué bello sueño desvanecido.
—… y fue ella, aquella mosquita muerta —concluyó también la otra voz, a mi lado.
—Sabes que no.
Salté de la cama y distraídamente me acerqué a la ventana, deslizándome como en sueños entre jirones de polvo, ondulantes praderas rojas que flotaban inmóviles a la altura de mi pecho. Al otro lado de la ventana, las grandes bocas melladas de acero hurgaban en las cálidas entrañas del jardín.
—Poco te va a durar el refugio —dije—. ¿Qué harán en el solar?
—Pisos, supongo —respondió Nuria sin interés—. No sé, Salva se ocupa de eso, él y su inmobiliaria. Compró el solar vecino y ya están de obras.
A la derecha se levantaba una clínica, ya casi terminada. El pequeño chalet quedaría aprisionado entre dos bloques, acurrucado y sombrío.
—Estas torres, sin jardín, no tienen sentido, ¿no crees? —dijo ella—. ¿Te imaginas nuestro porche, tan cursilón, abocado a la acera e indefenso, a un palmo de los coches?
—No me parece tan mal.
—Además, nadie ha vivido aquí desde que murió papá. Y a mí nunca me gustó… —Hizo una pausa para luego añadir, pero con su otra voz, aquella que seguía sosteniendo otro diálogo conmigo—: A quien le gustaba era a Montse.
Guardé silencio esta vez, y escruté el jardín y la calle por las rendijas de la persiana: más allá de la brigada de obreros, a lo largo de todo el flanco de la avenida, ruinas.
—A veces vengo a pasar la noche —añadió Nuria—, cuando quiero estar sola.
Pero la segunda voz no cesaba: antiguas y memorables defensas ya han caído, sí, y ahora se ofrecen a los ojos de automovilistas y peatones las dulces intimidades de vuestro ocio floral. Cuánta conversación muerta tras las verjas y las tapias derribadas. Sorprende la ordenada, geométrica ilusión de paraíso que anidó un día aquí, en estos jardines disimulados a escasos metros del peligroso asfalto. Palmeras, cenadores, glorietas, surtidores e íntimos senderos, todo aquello que ayer mismo todavía los muros prudentemente altos y las verjas con su enroscada exaltación de enredadera o jazmín ocultaban al paseante, y que la piqueta y la excavadora se apresuran a dejar al desnudo. En algún umbroso y fragante rincón de esta isla, hoy yerma, desventrada y maloliente, nació el tierno equívoco, la llama feliz que abrasó a mi prima. Avanza riendo la monstruosa boca mellada de la excavadora, como si lo supiera, devorando un pasado de perfumes untuosos y pútridos, signos olvidados, gestos y palabras cuyo uso ya nadie es capaz de explicar. La arteria ciudadana se ensancha orgullosamente, su caudal rodado y veloz fluye ahora confiado en doble dirección y no tardará en devorar las márgenes contemplativas y silenciosas donde anidaron pájaros y rumor de aguas cristalinas. Árboles abatidos, arrancados de raíz, tierra removida, parterres de flores pisoteados, quebrantados esqueletos de galerías y cenadores a lo largo de la calle. Sólo a ciertas palmeras particularmente majestuosas se les reservará quién sabe qué improvisada y nueva función urbanística junto al asfalto. Pero lo que más me choca es esto: donde tía Isabel y sus amigas parroquiales tomaban ayer el té sentadas en sillones de mimbre, rememorando sabias esencias y solemnidades de estolas, encajes y capas pluviales, mañana pasarán raudos automóviles.
—No reconocerías a mamá —oí que decía Nuria—. ¿Quieres otro trago? Se pasa los días sentada en su sillón, mirando el mar. Toma, es un caldo, aquí no tengo hielo.
—Bueno. —Me aparté de la ventana, cogí la raqueta de tenis y la examiné—. ¿Qué hora tenemos?
—Temprano. La conferencia es a las siete y media, nos quedan más de dos horas.
Bebía su whisky caliente a pequeños sorbos, arrugando el ceño, los párpados pesados, sin levantar la cabeza de la almohada. Todavía probamos un rato más con la voz que teníamos más a mano, la que nos tranquilizaba:
—¿Te acuerdas —dijo ella— de aquella verbena en el club de tenis, hace años?
—Fue tu brillante puesta de largo —dije blandiendo la raqueta, naturalmente sin estilo—. Tu noche triunfal.
—Tú también te divertiste.
—¿Yo?
Sentado rígidamente al borde de la pista iluminada, frío y anodino, sin pasado y sin futuro, embutido en un smoking de alquiler, Paco J. Bodegas observa con una falsa indiferencia a las jóvenes y ardientes parejas que evolucionan bajo la cegadora luz de los focos… Y finalmente, por una asociación de ideas, fue esa voz la que se impuso:
—No es eso —dije—. Pensaba otra vez, es curioso, en aquella muchacha del barrio del Carmelo que convenció a tu hermana…
Nuria apoyó el codo en la almohada y me miró fijamente antes de beber un trago. Luego habló en un tono excesivamente banal:
—Aquel mal bicho, querrás decir.
—Pobrecilla, si apenas hablaba.
—Sólo recuerdo sus ojos. Una cosa abyecta. Toda aquella gran complicación la trajo ella, siempre lo dije.
—Hablas como tu madre. —Me eché a reír—. Una vez le oí decir: esta criatura ha sido el instrumento del diablo. Palabra.
—De eso no sé. Pero todo empezó por su culpa…
O así lo acordó en su día la convención familiar, el sobrenatural patrocinio que los Claramunt dispensan todavía a la memoria de Montse basándose en un remoto testimonio de Nuria, en su conciencia nebulosa, herida y pésimamente dotada para el análisis.
2
LAS SEÑORITAS VISITADORAS
Es una muchacha de rostro gatuno y mirada turbia. Un día, repentinamente, surgirá de las sombras del barrio, de su transpiración nocturna y maloliente, de su misma secreción estival y promiscua: igual podría ser del Guinardó que de Casa Baró o del Carmelo, nadie lo sabe, jamás ha sido vista en la parroquia. Ha venido caminando entre rocas y maleza, por la colina, desde algún cálido repliegue poblado de barracas, y durante un rato observa a distancia, desde la puerta de la tapia de la calle, la zona de recreo que se abre ante ella, el solar junto a la iglesia donde las aspirantes juegan al baloncesto. Luego entra y se queda muy quietecita y formal, en cuclillas y con la espalda contra la tapia, en la orilla polvorienta del campo de juego. Viste una bata blanca con bolsillos y lleva en las manos, apretándola al pecho con recogimiento o fervor, como si llevara el viático, una vieja caja de zapatos cuidadosamente atada con cordeles.
El balón ha llegado rodando hasta sus pies, perseguido por una excitada y jadeante jugadora de la J.O.C, y ella lo patea facilitando a la jocista su recogida, y empieza: «Por favor, las señoritas…», pero apenas se la entiende, su voz es pura ronquera, malsana. Las aspirantes, en el terreno de juego, reclaman la pelota a su compañera. Ésta se agacha para atarse los cordones de las bambas al tiempo que observa las mechas rubias, enmarañadas y sucias de la desconocida, que ahora se incorpora y pone el pie sobre el balón: «Quiero ver a las señoritas visitadoras.» En torno a sus rodillas maduras, descaradas, agresivas, sin edad y sin inocencia, ya no de muchacha, sino de mujerzuela, vuelan inquietos insectos nocturnos agobiados de calor. La inmaculada aspirante Nuria Claramunt recupera la pelota de un tirón. La desconocida sonríe maliciosamente: «¿Te has comido la lengua, beata?» Casi niña y misteriosa, viene de un burgo alegremente apestado y remoto, como un mensajero. Y la señorita aspirante, asustada, aparta los ojos sin responder, se incorpora con el balón en las manos y se aleja corriendo hacia el centro del campo, donde sus compañeras la increpan: «¡Corre, qué esperas, que esto no es un partido de tenis, señoritinga!», y todas la insultan, chillan y se ríen. La entrenadora suplente, con el silbato en la boca, ordena silencio y se reanuda el juego. Es un partido de entrenamiento con vistas al torneo diocesano, un caluroso día de septiembre, al anochecer. Hay dos focos, todavía apagados, en el muro lateral de la iglesia, y los vestuarios, una barraquita pintada de azul, al pie del campanario. Una brisa suave teje y desteje finísimos velos de polvo, alas grises que planean en pos de las jugadoras. Suena el silbato y los chillidos de las aspirantes se elevan en el aire. Escurridizo, el balón de color terroso se confunde con las sombras de la noche perseguido por un ciempiés convulso y vociferante: juveniles y floridos ramos de brazos, manos, trenzas, piernas y faldas entre nubes de polvo. Nuria Claramunt, con la blusa flotando, las piernas abiertas y firmes en tierra, sigue expectante la jugada mordiéndose la lengua: la pelota rebota en la anilla del cesto, una compañera la recoge al botepronto, ella bate palmas desesperadamente para que se la pase, está en buena posición para el enceste, pero la otra sonríe y le saca la lengua, y se desplaza hacia un terreno menos favorable con perjuicio para su equipo, sólo para fastidiar a la Claramunt. Todas corren tras ella mientras Nuria se relaja, se agacha. «¡Estúpidas!», maldice en voz baja, patalea, completamente sola e impotente bajo la cesta contraria. Luego ellas vuelven, pero evitan pasarle el balón, y en los choques cuerpo a cuerpo ella se lleva siempre la peor parte: las robustas aspirantes del barrio cargan con fuerza, rodilla por delante, la hacen caer y luego corren que se las pelan. «¡Señoritiiiiinga, señoritiiiiinga!», entona entre dientes una murciana que vive en una barraca de Francisco Alegre, y otra añade, viéndola en el suelo: «Te está bien empleado, por bailarina, por jugar al tenis.» Ella se lamenta, «No hay derecho —a la entrenadora suplente—: me tienen rabia sólo porque voy al Club La Salud…». «No digas tonterías, mal pensada. Y levántate, mira cómo llevas la blusa… ¿Qué quería esa chica?» «No sé, no se la entiende. Éstas son todas igual, huelen a sobaco, ¿usted no lo nota?, barraqueras, golfas y analfabetas.» «No digas eso, ser pobre no es ningún pecado. Anda, a jugar.» «Me borraré del equipo, señorita.» Se descuelga un murciélago de lo alto del campanario, luego remonta el vuelo y desaparece por encima de la tapia, hacia la calle. La desconocida espera una pausa en el juego para acercarse a la entrenadora. Las líneas de cal medio borradas y ondulantes, que señalan los límites del campo de juego, no pueden ya precisarse al oscurecer, ni las compañeras tampoco: las blusitas rojas y las faldas pantalón azules, los victoriosos colores del equipo, se sumergen en una niebla gris cada vez más espesa. La señorita entrenadora suplente ordena que una de las aspirantes vaya a encender los focos y la orden es acogida con vivas y aplausos, bien por la señorita, «silencio, niñas, que hay vísperas en la capilla y reunión en el Centro», y entonces la luz rasga la neblina rojiza que transpira el campo y rescata a la desconocida de las sombras: sigue inmóvil al borde del campo, manos cruzadas sobre el paquetito. Nuria Claramunt salta varias veces ante una gorda adversaria que está en poder de la pelota, mueve los brazos abiertos arriba y abajo, no la deja tirar, la gorda lo intenta y pierde el balón, Nuria se hace con él y se desmarca, se aleja, corre hacia el poste, se ríe, salta blandiendo una rodilla tostada que luce una hermosa mancha de mercromina y acompaña el balón con las manos hasta el mismo aro, por encima de las demás jugadoras, y lo introduce limpiamente en la red. Entonces, en vez de retroceder, se acerca a ella con los brazos en jarras: «¿Te gustaría jugar, entrar en el equipo? ¿Cómo te llamas?» Ella observa las evoluciones de las aspirantes en torno al balón. El juego se interrumpe: falta Nuria, el silbato la reclama, todas protestan, esta presumida, la Claramunt, quién va a ser, la distinguida, que ahora le da por ir al Club de Tenis La Salud, sólo porque en su casa son ricos, y sale con que ya no le gusta el básquet y que la borren del equipo, qué se habrá creído… Los ojos de la charneguita chispean: «¿Dónde puedo hablar con las señoritas visitadoras?» «Tienes que dar la vuelta a la iglesia —el brazo de Nuria hace un gesto vago—, por la calle», resopla, el sudor pesa en sus cejas. La otra la mira con desconfianza, y, bajo la luz de los focos, sus pómulos hinchados, rencorosos, emiten un fluido casi sonoro. El silbato reclama la presencia de Nuria en el centro del campo, el juego prosigue. Cada enceste culmina con una jubilosa explosión de chillidos, abrazos y felicitaciones. La entrenadora suplente sigue el juego de cerca con sus torcidas piernas de musculadas pantorrillas, autoritaria, marimacha, ahora interrumpe el partido, reúne a las chicas a su alrededor: «Tú, Carmela, no quieras encestar desde tan lejos, y tú cuidado con hacer pasos, siempre lo mismo, y tú, Nuria, abróchate la blusa y recógete el pelo, que pareces una gitana. Anda —y palmea su mejilla—, que eres la mayor y debes dar ejemplo.» «¡Pero si son ellas! ¡Mire esta señal!», y Nuria se levanta la falda, la entrenadora le dice que se comporte y le baja la falda, su mano ha sido tan rápida que ha sobrecogido a la muchacha. Las demás, jadeantes y sudorosas, miran de reojo a la charneguita, su paciencia y su tristeza, aquel aire suyo de haber jugado mucho con chicos: indefensa prisionera de alguna banda de trinxas del barrio, parece haberse dejado hacer algo a cambio de su libertad. Ahora la ven avanzar por el campo. «Mire, señorita, ya viene ésa.» Pero se reanuda el partido y ella se para, indecisa, siempre con la caja apretada al pecho. Entonces consiguen lesionar seriamente a Nuria, está sentada en el suelo con el codo ensangrentado y una pierna rígida. «¡Envidiosas tiñosas!», grita la Claramunt. La entrenadora se arrodilla a su lado y le ata un pañuelo al codo. «La pierna es lo que más me duele», gime Nuria. Se forma un corro, hay risitas y burlas. El pecho de la lesionada se agita bajo la blusita mientras la entrenadora suplente le aplica masajes en la pierna. «¡Cómo duele, señorita!» La desconocida aprovecha para acercarse tímidamente, despacio. La Claramunt apoya las manos en el suelo y echa la cabeza hacia atrás, la lacia cabellera suelta («Miradla, la presumida, se creerá que está en la piscina tomando el sol», murmura una aspirante de la Font del Cuento) y gimiendo de dolor, luego se ríe: «Me hace cosquillas, señorita.» «¿Dónde te duele, más arriba, aquí…?» La gorda advierte: «Ya está aquí», y todas se vuelven y la ven balanceándose un poco sobre sus blancos zapatos de tacón escandalosamente alto para su edad. Entre comentarios malignos de las chicas, las suaves manos frotan lentamente, concienzudamente, los muslos duros y largos de la pequeña Claramunt, tan bronceada y mimada. Ahora, detrás de la charneguita, el polvillo se abate suavemente en el suelo, exhausto, pero bajo la luz de los focos persiste el vuelo de los insectos que provienen de las charcas del descampado. Plantada ante la entrenadora suplente, parece hipnotizada. Bueno, ¿qué quería, no le habían indicado ya el camino?, ¿por quién preguntaba?, las señoritas visitadoras tenían reunión, pero podía esperar si quería. La entrenadora le indica dónde, sin mirarla, sus ojos y sus manos no se apartan de la piel tostada, la fina pelambre como de melocotón sobre la que aplica masajes y cachetes. Bueno, ¿era sorda, o qué?, dar la vuelta por la calle y al otro lado de la iglesia vería el letrero, Centro Parroquial, en letras azules sobre una puerta, la sala de ping-pong, que preguntara a los chicos, no tengas miedo, aquí no nos comemos a nadie… Nuria gime débilmente. La desconocida aparta los ojos de las rápidas manos y con aire resuelto da media vuelta y se va, siempre abrazada a su caja de zapatos. «¿Qué llevará en esa caja, señorita?» «Dejadla en paz. ¿No veis que no conoce a nadie, pobrecilla? Sois peor que la peste, teníais que acabar haciéndole daño a Nuria…» Indiferentes, sofocadas, abanicándose con las manos o con el escote de la blusa, la siguen con los ojos hasta verla salir a la calle por la pequeña puerta de madera. Pasará frente a la iglesia: voces de viejas elevándose hacia la Virgen misericordiosa. Alcanzará el Centro: peligrosas fieras enjauladas, los desarrapados del barrio jugando en las mesas de ping-pong, una sala estrecha y larga como un túnel con un teatrito al fondo, a telón caído. El griterío es ensordecedor cuando ella entra. Se acerca a la mesa donde juegan dos aspirantes: el vaivén de la blanca pelotita, ca-tic, ca-tac, retiene su atención un rato, parece tonta o muy tímida, allí de pie con la caja de zapatos apretada al pecho. Pero bruscamente, con un gesto como de represalia, retiene por el brazo a un aspirante que pasa junto a ella corriendo: «¿Dónde puedo ver a las señoritas visitadoras?» «Ahí dentro. Suelta», y, cabeza rapada y en ella costras como grandes moscas verdes, brillantes, su dedo tiñoso señala una puerta de cristales ciegos que comunica con una salita. Junto a la puerta hay un largo banco de iglesia donde los aspirantes más pequeños aguardan inútilmente su turno para jugar; los mayores acaparan las mesas durante horas, nunca respetan el turno. Los pequeños no se resignan: chillan, insultan, planean venganzas, se lo dirán al mosén. Acaban peleándose entre sí, esgrimen raquetas forradas de corcho o de goma picada, rojas y azules y verdes. Hay carreras veloces, alaridos, trompazos, revolcones. Uno tropieza con la muchacha al pasar corriendo, otro se le planta delante: «¿Qué buscas tú aquí, chavala? Las mesas son nuestras, hoy nos toca a los chicos, las chavalas al básquet.» La intrusa se encoge de hombros y se aparta de la mesa. En el escenario, sobre la concha del apuntador, está sentado un magro y alicaído golfillo del Carmelo que se abanica con una raqueta de roídos bordes; ella le conoce, se le acerca: «Pelaílla, ¿sabes si tardarán mucho?», y señala con la cabeza la puerta de cristales. Él hace un gesto desganado: «¿Las beatas? Cualquiera sabe. Tienen reunión. ¿Qué haces tú por aquí, Jeringa?» Pero ella ya dio media vuelta, observa las paredes: banderines deportivos de Centros y Congregaciones, el periódico mural, carteles anunciando reuniones, excursiones, retiros y ejercicios espirituales, campeonatos de ping-pong y de baloncesto temporada 1957-1958. Se para ante un armario de cristales mohosos y lleno de trofeos, estandartes y pendones. Luego se sienta en el banco de madera, con los pequeños, en el extremo que roza la puerta y a través de la cual, si pega la oreja al cristal esmerilado, a pesar del griterío de los chicos podrá oír una voz afable, susurrante y de anciano llegándole como desde un pozo: «… más que dar, daos a las almas. El lenguaje del corazón, de la bondad, de la comprensión, de la verdadera caridad, os lo entenderán en todas partes. Estudiad las conveniencias y costumbres del lugar donde vayáis destinadas y acomodaos a las mismas. No seáis extrañas a las necesidades del mundo ni del pueblo que os rodea…».
Desde las lámparas que penden sobre las mesas de ping-pong le llega una difusa luz verde que le hace cerrar los ojos. A su lado lloriquea un pequeñín, le han quitado la raqueta. «¿Es el primer día que vienes?», le pregunta un aspirante que ya lleva el pantalón largo. Y otro: «¿Quieres jugar?» Ella menea la cabeza. Su corta bata blanca atrae las miradas de los mayores, que, repentinamente excitados y locuaces, han dejado de acaparar las mesas y se pasean inquietos ante ella, se empujan, ríen, cuchichean. Los pequeños aprovechan la ocasión para invadir las mesas, juegan de prisa, con desespero, lanzando temerosas miradas por encima del hombro. El ritmo del ca-tic ca-tac se quiebra ahora con más frecuencia, las pelotas ruedan bajo el banco y su recuperación se hace laboriosa, provoca peleas, insultos, pequeñas guerras dedicadas a ella: las rodillas redondas y pálidas, esos zapatos de tacón alto, está buena la chavala, ¿quién es?, no sé pero está cachonda… Sigue la mansa voz al otro lado del cristal: «… auténticas atletas de Dios que vieron coronar triunfalmente un maratón espiritual cuando llegó su mayoría de edad con el Decreto de aprobación como Instituto Secular…». Sobre el banco, a su lado, pelean dos niños estrechamente enlazados, inmóviles, agarrotados por una rabia sorda, sin fuerzas y sin aliento, sin gritar, porque aquí han aprendido a pelear sin gritos: de todo lo que ha visto hasta ahora, esto es lo que más sorprende a la chica. Luego se cansan y se separan. Entonces los mayores los golpean con sus raquetas, incitándoles a enzarzarse de nuevo. «Xavas, us farem la vaca», les dicen pero mirándola a ella, y otro aspirante de cabeza rapada añade: «Cataláng cagá, que te han futú y no te han pagá». «… la Institución, diáfana, clara, transparente a pesar de los malintencionados de turno que quisieron en su día negarle el pan y la sal, tuvo la gran virtud de anticiparse incluso a l