El desprecio

Alberto Moravia

Fragmento

Prólogo

Prólogo

El desprecio, novela publicada en 1954 por Alberto Moravia (Roma, 1907-1990), fue llevada a la pantalla por Jean-Luc Godard, en 1963. Interpretada por Brigitte Bardot, Michel Piccoli y Fritz Lang, entre otros, no es de extrañar que este espectacular y plural casamiento entre el gran director, por aquel entonces estrella de la cinematografía francesa, el novelista italiano (que ya había publicado algunos de sus títulos más celebrados, como Los indiferentes, 1929; Agostino, 1944; La desobediencia, 1948, y El amor conyugal, 1949; El conformista, 1951; La campesina; 1957, y El tedio, 1960), la figura femenina más famosa del cine internacional, como era en aquel Brigitte Bardot, un actor tan prestigiado como Michel Piccoli y la presencia del mítico cineasta Fritz Lang, el filme resultante (Le mépris) no solo constituyera un éxito de crítica, que la calificó de hito del cine europeo, sino que acrecentara la difusión —ya más que notable nueve años antes, cuando se publicó— de la novela de Alberto Moravia.

El desprecio, narrada en primera persona por su protagonista, se centra sobre una cuestión muy «trabajada» por la literatura existencialista francesa: el malentendido. Un malentendido que, en pluma de Moravia, alcanza extremos trágicos. Moravia siempre se declaró escritor existencialista, autocalificándose como autor de novelas «existencialistas existenciales», es decir, un creador de personajes que encarnan el existencialismo en su andadura vital, en su vida cotidiana, en su sensitividad, pero que no son exponentes de un complejo método filosófico, de una teoría del pensamiento, sino de una manera de sentir y de vivir. De hecho, con Los indiferentes, se adelantó en más de un decenio a La náusea, de Jean-Paul Sartre, y a El extranjero, de Albert Camus. Para ambos creadores franceses, el existencialismo se desdecía a la tradición filosófica aristotélica —que había marcado hasta entonces el pensamiento europeo— en un concepto básico: la existencia del hombre tenía para ellos prioridad sobre su esencia; y su vida se definía por sus actos y, por tanto, por su capacidad de elegir entre actuar de una determinada manera y no de otra. Sin embargo, Moravia, al hablar de este avance en el tiempo respecto al existencialismo, no se consideraba a sí mismo como un precursor de Sartre ni de Camus, sino como un buen lector de Dostoievski, autor al que siempre siguió fiel y a quien consideró como uno de sus maestros. Para Alberto Moravia, Dostoievski fue el gran precursor del existencialismo y en sus páginas, decía, comprendió que todos somos culpables e inocentes al mismo tiempo, que la idea tradicional del mal quedaba anulada por la ambigua naturaleza del hombre, en la cual alberga la tendencia a actuar conforme a la idea del bien o del mal, y en él está la capacidad de elegir.

Sin embargo, y pese a las repetidas ocasiones en que Alberto Moravia hacía recaer en la lectura de Dostoievski su «existencialismo existencial», hay en sus novelas —y particularmente en esta, en El desprecio— elementos, ideas y conceptos que sí están presentes en Sartre, Camus y Simone de Beauvoir y que parten del ruso genial. Uno de ellos es el concepto del «otro». «El infierno son los demás», afirmaba Sartre. El «otro» nos ve, posee una imagen de nosotros mismos que, con harta frecuencia, no se corresponde con la propia, con la que cada cual tiene de sí mismo. Y el «otro» nos juzga, pero no a nosotros, sino a la imagen que tiene de nosotros. Cuando esta imagen no casa con la nuestra, surge el conflicto. Y el malentendido. Conflicto, y malentendido, que en ocasiones extremas puede traducirse en tragedia. En Los mandarines, la célebre novela de Simone de Beauvoir, asiste el lector al asesinato sin duda más cerebral de la historia de la literatura europea (exceptuando el de Raskolnikov, en Crimen y castigo, de Dostoievski), cuando la protagonista —el otro yo de Simone de Beauvoir— mata a la joven amante de su compañero porque «ve» que la muchacha la «ve» a ella como un ser monstruoso, como una mujer madura, celosa y ruin, es decir, como la clase de mujer que no quiere ser ni nunca a querido ser. En El desprecio, de Alberto Moravia, el malentendido no llega al crimen, pero también desemboca en tragedia.

Ricardo Molteni, el narrador de la novela, nos cuenta, ya en el primer capítulo, que es periodista, aunque su vocación es la literatura y quiso convertirse en escritor de obras de teatro, ambición que pospuso al empezar a trabajar como guionista cinematográfico. Es, justamente, esta nueva labor profesional la que, ya en su inicio, originó sus problemas matrimoniales sin entender él las razones, ya que —confiesa al emprender su relato— «durante los dos primeros años de matrimonio las relaciones con mi mujer fueron, hoy puedo afirmarlo, perfectas». Y añade luego: «no nos juzgábamos: nos queríamos. La presente historia pretende explicar cómo, mientras yo seguía amándola y no juzgándola, Emilia, por el contrario, descubrió o creyó descubrir algunos defectos en mí y me juzgó y dejó, en consecuencia, de amarme».

Mucho dolor, y mucho desconcierto, le lleva a Ricardo Molteni intuir qué defectos creyó descubrir en él Emilia, su mujer. Qué defectos la condujeron a juzgarle hasta el extremo de dejar de amarle. De hecho, no lo sabrá hasta casi el final del libro, a raíz del paralelismo que establece entre el argumento del guión en el que trabaja (una versión de la Odisea, de Homero) y su propia vida. Pero, en las primeras páginas de la novela, Ricardo, al reconstruir su historia matrimonial, recuerda que la actitud de Emilia respecto a él empezó a cambiar una noche en que, citados con Battista, el productor de la película en la que se dispone a colaborar en calidad de guionista, él deja que, dada la insistencia de su jefe, su mujer se suba al coche dos plazas del productor y haga el recorrido camino de un restaurante sin su marido, que los seguirá en un taxi. Naturalmente, un hecho tan insignificante no cobra importancia en la mente de Ricardo hasta pasado el tiempo y acaecidos los dolorosos acontecimientos que, a partir de entonces, se suceden en su vida. El escritor en ciernes, que renuncia temporalmente a su vocación de dramaturgo para poder comprar el piso que Emilia deseaba, vive atormentado por sus circunstancias profesionales (dedicarse a escribir guiones, una labor que por excelente que sea el resultado siempre contará en el haber creativo del director de la película) y personales: su mujer, la persona por quien ha aceptado su trabajo en el cine, ya no le ama.

Paralelamente a la historia íntima de Ricardo, presenta Moravia otra temática argumental: la del mundo del cine. Battista, el productor, entusiasta del cine norteamericano, quiere hacer una película comercial, un producto digno pero que le dé dinero. Son los tiempos en que el neorrealismo triunfante ha dado lo mejor de sí, y el dinero quiere multiplicarse en películas que dejen atrás las miserias de una sociedad que ha sufrido las consecuencias del fascismo y de la Segunda Guerra Mundial. Para t

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