El hombre que mira

Alberto Moravia

Fragmento

PRÓLOGO

PRÓLOGO

«Mi estilo se basa en un principio muy claro —explicaba Alberto Moravia (Roma, 1907-1990) en El rey está desnudo, conversaciones con Vania Luksic (Plaza y Janés, 1979, 1989)—, presentar cosas complicadas exacta y claramente, pero sin simplificarlas ni reducirlas: un máximo de claridad y, al mismo tiempo, un máximo de complejidad. Es una apuesta, lo admito.» Y, sí, fue una apuesta que mantuvo a lo largo de toda su larga carrera literaria. «Un máximo de claridad y, al mismo tiempo, un máximo de complejidad.» Todavía nos sorprende, a los lectores de hoy en día, la facilidad con que Alberto Moravia nos presenta los problemas más profundos y espinosos del comportamiento humano, la soltura con la que nos sumerge en lo más profundo y tenebroso del alma del hombre y de sus relaciones con los demás, la sensación de fluidez que nos embarga al seguir los, en ocasiones, escabrosos pasos de sus protagonistas camino del conocimiento de sí mismos y de sus actos.

La mayor parte de novelas centradas en la hondura psicológica de sus protagonistas, en el análisis de las relaciones entre hombre y mujer y en los entresijos de la vida familiar, siempre enmarcados en un orden social, ideológico y político perfectamente planteado, suelen presentar, en la mayoría de narradores del siglo XX, un tejido verbal harto perjudicado por el psicologismo e incluso por el sociologismo, cuando no por una retórica pseudofilosófica, que no hacen sino alejar al lector de la sensibilidad de los personajes que desfilan por sus páginas. No es éste, ni mucho menos, el caso de Alberto Moravia quien, por el contrario, consigue siempre atrapar la atención del lector desde la primera a la última página de sus novelas. Para conseguirlo, Moravia aúna el ritmo de la narración y el de la acción en el avance del drama íntimo que se desarrolla en el alma de sus protagonistas.

En el caso de la presente novela, El hombre que mira, el drama del protagonista, Eduardo, se nos presenta narrado por él mismo, en primera persona, al decidir contar su vida cotidiana a partir del momento en que su mujer, Silvia, decide abandonar el domicilio conyugal con la intención, dice ella, de reflexionar sobre su vida, pero sin dejar de verse con su marido. Hablar, aquí, de «domicilio conyugal» quizá no resulta del todo apropiado. En todo caso, no es un «domicilio conyugal» al uso, un domicilio habitado por una pareja y su prole. En ese «domicilio conyugal», en el que no existe prole, es decir, hijos de la pareja, sí vive, en cambio, el padre de Eduardo. Circunstancia no exenta, usualmente, de normalidad si no fuera por el carácter de ese padre, o mejor dicho por el carácter de las relaciones entre ese padre y su hijo. Y ahí radica, en la naturaleza de esas relaciones, la tensión dramática de la trama existencial de Eduardo.

Alberto Moravia se confesó, en repetidas ocasiones, marcado por el pensamiento de Marx y por el de Freud. El primero, es una constante en el autor, no sólo en lo que respecta a su narrativa (el entorno social de sus personajes es un determinante esencial de su trayectoria vital y, por lo tanto, de sus actos) y a su actitud política. Hombre de izquierdas, como se definió a lo largo de toda su vida, fue elegido diputado al parlamento de Estrasburgo como candidato por el PC italiano, aunque, ya antes de haberse presentado a tal cargo en las listas de dicho partido, se mostró reiteradamente en contra de la línea adoptada por sus dirigentes («Soy un hombre de izquierdas, pero no puedo ser partidario de la línea soviética. Siento un odio feroz contra Stalin. Stalin fue la ruina del socialismo. He sido antifascista durante toda mi vida. Como intelectual, no puedo ignorar la represión soviética contra los intelectuales»). Respecto a Freud, hay que subrayar el papel primordial que el sexo y las relaciones castradoras entre padres e hijos tiene en las novelas de Moravia. Para el autor, la familia es «una reunión de personas que no han elegido vivir juntas» y entre quienes se establece una relación de poder que puede llegar a ser perversa. Ya desde la publicación de su primera novela, Agostino, publicada en 1942, el sexo tiene una importancia básica en sus obras, adelantándose a la novela europea de la segunda mitad del siglo XX. Después de la Segunda Guerra Mundial, tras el derrumbe de los valores burgueses, dominantes en la sociedad a lo largo de más de medio siglo, así como en el campo de las artes hubo una renovación formal iniciada con el dadaísmo como avanzadilla de las vanguardias, en el campo del pensamiento estalló la revolución freudiana, en lo que a la psicología se refiere, y la del comunismo, resultando de tales convulsiones una serie de subversión de valores —el sexo, la lucha de clases, el existencialismo— que empaparían la cultura, las artes y la literatura de la época. La ya citada primera novela de Moravia (Agostino) se hacía eco de esa convulsión (el protagonista, un muchacho de trece años, toma conciencia de su sexualidad y de la diferencia de clases existente en torno a él), y, en lo esencial, esa convulsión, o mejor dicho, lo que esa convulsión significaba en el acontecer cotidiano de la gente. Y sexualidad e ideología configuran, justamente, las fuerzas con las que se enfrentan el padre y el hijo, protagonistas de El hombre que mira.

Hablo de «fuerzas» y de «enfrentamiento», como si estuviéramos hablando de una guerra, porque es una guerra lo que une a Eduardo y a su padre. Una guerra feroz, aunque callada, soterrada y sorda, pero de una crudeza tremenda. Desde Los indiferentes, novela de Moravia que hizo que los representantes de la falsa moral burguesa se llevaran las manos a la cabeza, el escándalo persiguió la publicación de casi todas las obras de este autor (no hay que olvidar la memorable Yo y él, en la que el protagonista dialoga con su pene). Y El hombre que mira no fue una excepción. La rivalidad establecida entre Eduardo (profesor de literatura francesa) y su padre (catedrático de física) llega al extremo de establecerse en términos sexuales. El padre, anciano casi inmovilizado debido a un accidente, muestra constantemente su notable miembro viril en presencia del hijo con claras intenciones exhibicionistas, seguro de su superioridad respecto al del hijo. Y no contento con la exhibición de la medida de sus atributos, y para que Eduardo se entere de que la superioridad de su pene no es sólo aparente sino que atañe también a su potencia, seduce a la esposa de éste, con quien mantiene relaciones sexuales.

El sexo aparece aquí como una metáfora del poder. Las complejidades de las relaciones entre padres e hijos no era una temática novedosa cuando Alberto Moravia publicó El hombre que mira. Pero sí fue una novedad el alcance que Moravia dio a esas relaciones, llevando la rivalidad entre Eduardo y su padre, el viejo catedrático de física, hasta sus últimas consecuencias: la lucha a través de la competitividad sexual. Antes de que esta lucha se entablara en torno al objeto del deseo (Silvia, la mujer de Eduardo), las diferencias entre los dos hombres estaban ya perfectamente delineadas. Eduardo escribe: «Él, profesor universi

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