La romana

Alberto Moravia

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Publicada en 1947, La romana fue una de las novelas más exitosas de Alberto Moravia no solo en Italia, sino en el ámbito internacional. Su celebridad se debió no solo a las excelencias del relato, sino a la, digamos, «simpatía», en el sentido de empatía, de su protagonista, Adriana. Narrada en primera persona por el personaje central de la historia, una prostituta romana, el libro, una suerte de memorias en boca de una mujer sincera, apasionada y libre de ataduras de tipo moral, nos presenta una figura femenina memorable, digna de aparecer en la historia de la literatura junto a Moll Flanders, Emma Bovary o Ana Karenina. Por muy distinto que sea el carácter de cada una de estas heroínas —y es completamente distinto— todas ellas tienen algo en común, algo por lo que el lector de hoy en día las recuerda, y las recordará el lector de mañana y de pasado mañana. Y ese «algo» es la soberbia creación literaria que las ha hecho y las seguirá haciendo vivir en la mente de quienes han leído, leen y leerán sus avatares existenciales. Es decir, tienen en común el estar hechas de un material más imperecedero que la carne: el material literario, el talento de sus respectivos creadores.

Aparte del hecho de que, a diferencia de las vidas de Moll Flanders, Emma Bovary o Ana Karenina, la de Adriana se nos presente narrada en primera persona, hay en la protagonista de La romana otra característica que la distingue de las demás: su carácter positivo, su naturaleza de sobreviviente, la plena conciencia de su situación en el mundo —esto la hermana a Moll Flanders— y la determinación, en un momento de su existencia —justamente cuando adquiere conciencia de su circunstancia—, de tomar las riendas de su destino, de asumir el papel de protagonista de su propia vida, sin depender de los demás, y de cargar con las consecuencias.

Este momento crucial, este instante en que un ser humano decide ser quien sabe que es, y llevar a cabo sus actos con pleno conocimiento de sus consecuencias, acontece, en el caso de Adriana, cuando, tras vivir un amor apasionado con Gino, un chófer a las órdenes de una familia pudiente, descubre que el amante, a quien creía soltero, es un hombre casado. Adriana, que empieza su relato exponiendo al lector las únicas dotes con las que puede abrirse camino en la vida («A los diecisiete años yo era una verdadera belleza»), y que empieza a trabajar como modelo de pintores, ha intentado, hasta sufrir su primer desengañado amoroso, rechazar los proyectos que para ella ha trazado su madre: ser puta de postín. Mujer que en su juventud trabajó como modelo, se casó (según ella «la pifió») y, a cambio de una vida honesta y laboriosa, solo había recibido amarguras, trabajo y miseria, desea para su hija una vida diferente, esto es, una vida de lujo, desahogo económico, caprichosos satisfechos y opulencia. Todo ello, sinónimo de felicidad en una época en que la vida de la Roma popular —a la que madre e hija pertenecen— atraviesa por una considerable crisis económica. Sin embargo, Adriana, aun admitiendo que el deseo de su madre responde al cariño, se resiste a vivir de su cuerpo; es una joven emotiva, sentimental, a la que cualquier película melodramática o las desgracias de una amiga hacen llorar y cuyos sueños se reducen a casarse con un hombre honesto y trabajador, cuyas ganancias alcancen para dejar la vivienda oscura y estrecha en que vive con su madre, tener un hogar luminoso e hijos sanos. Un sueño sencillo, propio de la joven perteneciente al pueblo llano que Adriana es, un sueño que se desvanece a raíz de la traición de Gino, y que, tras la consiguiente decepción que le procura, suple con la toma de conciencia de su circunstancia: su belleza es la única fuente de recursos con la que cuenta, su trabajo no es peor ni mejor que otros y quienes la rodean no son culpables de su destino. Gino, cuya verdadera situación legal descubre a través de Astartita, un alto cargo de la policía enamorado de Adriana, no es peor que su delator: Gino ha recurrido al fraude, Astartita a la extorsión. Su madre la ha convertido en puta, pero lo ha hecho por su bien y por la vida miserable y arrastrada que ella misma ha llevado. Aunque a veces la hace responsable de su destino, lo hace llevada «por la irritación y por desesperación, como se piensa una cosa absurda para resolver otras cosas cien veces más absurdas… Sabía, en el fondo, que nadie era culpable; y que todo era como debía ser, por más que todo fuese insoportable, y que, si se quería en verdad que hubiera culpa e inocencia, entonces todos eran inocentes y culpables al mismo tiempo».

Ese relativismo moral de Adriana es una constante en la novelística toda de Alberto Moravia, autor que, en varias ocasiones, se declaró dostoievskiano ferviente y lo erigió como verdadero fundador del existencialismo. «Dostoievski creó el existencialismo al colocar al hombre en primer plano con relación a sí mismo, y no ya en sus relaciones con la sociedad. Dostoievski me dio una idea del mal muy diferente de la idea tradicional. Comprendía que el mal no existía, que todos éramos, al mismo tiempo, inocentes y culpables.» En efecto, Adriana no condena, en ningún momento, a ninguno de los retorcidos y complejos personajes con quienes entabla relación en su peculiar modo de ganarse la vida, ni siquiera juzga al asesino con el que se acuesta en un par de ocasiones. Todos actúan según sus necesidades. De ahí que, al hablar de Adriana y de los personajes de La romana, el propio Moravia calificara su filosofía de la vida no de existencialismo sino de «existencial». Adriana representa la moral de la supervivencia, en sentimiento muy arraigado en el imaginario de la tradición italiana, del que La romana se hace emblema. Para Alberto Moravia, el carácter de Adriana es típicamente italiano y, refiriéndose a esta novela, declaró reiteradamente que con la protagonista pretendió llevar a cabo una «reivindicación del espíritu romano», propósito que, a todas luces, evidencia el título. En el libro titulado El rey está desnudo, larga entrevista realizada al autor por Vania Luksic, Moravia citaba a Gioacchino Belli entre los autores que más huella habían dejado en su obra. Belli, poeta de las primeras décadas del siglo XIX, escribió cerca de tres mil quinientos sonetos en dialecto romano en los que presentaba la vida de la época, la vida del hombre del pueblo y de la burguesía, a la que criticaba duramente, lo mismo que al Papa. «Fue un poeta muy importante para mí —decía Moravia en el citado libro—, sobre todo porque me dio el sentido del pueblo romano, el sentimiento de su carácter; y también porque su técnica me impresionó mucho. Gracias al soneto, llegó a hacer notables síntesis y resúmenes. Al leer a Belli descubrí que se podían contar muchísimas cosas en un espacio muy corto. Sus versos me inspiraron mis Cuentos romanos, escritos en los años cincuenta.»

Y, evidentemente, los sonetos de Belli tuvieron también su influencia en La romana, no solo en la descripción de la Roma popular, de la ciudad, sino en la recreación de una manera abierta de considerar la vida, de acept

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