¡Oh, esto parece el paraíso!

John Cheever

Fragmento

cap-1

1

Esta es una historia para leer en la cama, en una vieja casa, en una noche de lluvia. Los perros están dormidos y se puede oír a los caballos de silla, Dombey y Trey, en sus establos, al otro lado del camino de tierra que hay más allá del huerto. La lluvia es suave y ha sido deseada, pero no con desesperación. Los colectores de agua están mediados, el río cercano va lleno, los jardines y los huertos —estamos a finales de la estación— están perfectamente irrigados. Están apagadas casi todas las luces del pueblecito que hay junto a la cascada donde, hace ya tantos años, la hilandería producía guinga.

Los muros de granito de la hilandería se alzan todavía en la ribera del ancho río y la casa del propietario de la hilandería, con sus cuatro columnas corintias, corona aún la única colina del pueblo. Podrías pensar que se trata de una aldea soñolienta, sin contacto con un mundo cambiante, pero en el periódico semanal se informa con gran frecuencia sobre Objetos Voladores No Identificados. Los que manifiestan haberlos visto no son solo amas de casa que estaban tendiendo la ropa y deportistas que iban a cazar ardillas, sino que también los vieron destacados miembros de la población, tales como el vicepresidente del banco y la esposa del jefe de policía.

Al atravesar el pueblo de norte a sur, habrás notado que hay muchos perros y que todos estaban alegres y eran, sin excepción, chuchos, pero chuchos con las marcadas características de su mezcla de razas. Puede que vieras a un poodle de pelo liso, un airedale de patas muy cortas, o un perro que empezaba como un collie y acababa como un gran danés. Estas mezclas de sangre —esta novedad de sangre, se podría decir— les había convertido en una jauría vivaz y corrían por las calles vacías, como si llegasen tarde a una importante comida, encargo o reunión, completamente ignorantes de la soledad que, al parecer, padecían algunos ciudadanos. El pueblo se llamaba Janice en honor de la primera esposa del propietario de la hilandería.

Una de las cosas más extraordinarias del pueblo y de su lugar en la historia era que no había ninguna clase de establecimientos de comidas rápidas. Esto era realmente insólito en aquellos tiempos y podría hacerle imaginar a uno que el pueblo padecía algún tipo de aflicción, por ejemplo, una gran pobreza o una falta de espíritu aventurero entre sus gentes; pero se trataba simplemente de un error por parte de esas computadoras con cuya autoridad se eligen los locales para comidas rápidas. Otra peculiaridad del lugar era que sus grandes mansiones, reliquias de otro tiempo, no habían sido reconstruidas para que sirvieran de sanatorios a la vasta población de comatosos y moribundos a quienes se mantenía vivos, irrazonablemente, por medio de revolucionarios inventos médicos.

Al norte del pueblo estaba el lago de Beasley, una masa de agua profunda, que tenía la forma de un brazo doblado, con sus orillas densamente pobladas de árboles. Aquí había agua y verdor, y, si uno fuera un pintor del siglo XIX, pondría en primer término a una mujer encantadora montada en una mula, un poco inclinada sobre el niño que sostenía y acompañada de un hombre con un báculo. Esto le permitiría al artista titular el cuadro La huida a Egipto, aunque lo único que hubiese querido conmemorar fuera el desconcertante placer de un hermoso paisaje en un día de verano.

Un hombre envejecido es una cosa triste, un abrigo andrajoso puesto en un palo, a menos que vea el brillante plumaje del pájaro llamado cardenal —Cardinalis virginius, en este caso—, y, oh, cómo brincó su corazón. Pero ¿qué hacía un pájaro cardenal en la calle Setenta y ocho Este? Llamó a su hija mayor, que vivía en Janice, y le preguntó si se podía patinar sobre hielo. Su amistad era una relación sumamente práctica, caracterizada principalmente por el escepticismo. Ella le dijo que había hecho mucho frío, que no había nieve y que, aunque no había visto patinadores en el lago, suponía que estaba helado. Ella sabía que sus patines estaban en la buhardilla junto con su carpeta de Piranesi y su colección de mariposas. Esto fue un domingo por la mañana, a finales de enero, y él cogió un tren para ir a la provincia donde vivía su hija.

Se llamaba Lemuel Sears. Era, como digo, un anciano, pero aún no estaba achacoso. No haría falta ayudarle a cruzar la calle. Era lo bastante viejo para recordar la época en que los horizontes de su país estaban dominados por los bellos olmos en forma de copa y la mayoría de las bañeras en que uno se metía tenían patas de león. Era lo bastante viejo para recordar la promesa de los viajes en dirigible, y nunca olvidaría haber entrado a paso de marcha en una de las ciudades capitales del Sacro Imperio Romano. Los repetidos bombardeos no habían dejado en esta gran encrucijada nada que se elevara por encima de la altura de los hombros de una persona. En la catedral en ruinas yacían los muertos desenterrados. Era un hermoso día de verano. Él iba armado con uno de los primeros rifles de retroceso (M1), dispuesto a matar al enemigo y defender con su vida las libertades de expresión, religión y desplazamiento.

Su hija le besó levemente. La relación entre ellos era, como digo, escéptica, pero muy profunda. Ella era hija de la santa Amelia, su primera mujer. Le entregó sus patines y se ofreció a llevarle en el coche al lago, pero él prefirió ir andando. Eran unos siete kilómetros. Llevaba un traje de ejecutivo, con chaleco, y un gorro de piel comprado en uno de los países del este de Europa adonde había ido con frecuencia en viaje de negocios por cuenta de un fabricante de contenedores de ordenador. Su pelo blanco le crecía como la grama, y estaba bronceado como un marinero. Pertenecía a esa generación y a esa clase que consideraba los abrigos como un último recurso desesperado. Naturalmente, llevaba guantes. El lago al que iba se llamaba lago de Beasley, pero nadie parecía recordar quiénes habían sido los Beasley. El lago tenía tres kilómetros o cuatro de largo, si se tomaba la distancia de punta a punta. Parecía estar helado, pero solo había cuatro o cinco patinadores sobre el hielo, pese a que era una clemente tarde de domingo.

Mirando la escena, Sears pensó que los pintores holandeses de los siglos XVIII y XIX habían monopolizado las escenas de patinaje y, antes de que los valores del mercado artístico se volvieran caóticos, solía haber, al final de la subasta de arte, media docena de escenas de patinaje, pero Sears había visto una —un dibujo— de una época muy anterior, creía que del siglo XII, y siempre recordaba con gusto a Alan Gardener, el paleontólogo inglés cuya carrera se fundó en la tesis de que el patín —o potín, ya que este apareció antes que ninguna lengua conocida— le había dado al Homo Sapiens, como cazador, la velocidad que le permitió aventajar al hombre de Neanderthal en la competición por la supremacía. Esto sucedía hace doscientos mil años, gran parte de la tierra estaba cubierta de hielo y el potín estaba hecho con el cráneo del Eurylaimus ochromalus del Jurásico. Hacia el final de su carrera se reveló que la tesis de Alan Gardener era una pura invención, pero Sears encontraba perdurable la poesía de esas ideas porque la ligereza que sentía sobre sus patines parecía tener la profundidad de una experiencia antigua, y siempre había sido partidario de cualquier intento de engañar al universo académi

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