La parte de los ángeles

Marian Izaguirre

Fragmento

El dueño dijo que…

El dueño dijo que dejaba la llave en la entrada, debajo de una piedra.

Bajó del coche y miró sorprendida el parabrisas salpicado de minúsculos insectos que se habían estrellado contra el cristal. La intensidad de la luz era la misma de siempre. El mar tenía el mismo azul. Las casas del pueblo el mismo deslumbrante blanco. De inmediato, la invadió aquel estado de bienestar que sentía cada año cuando Candela era pequeña y venían a San José a pasar unos días.

—En las fotografías parecía más grande —murmuró mirando la casa, con la llave en la mano.

Candela había cogido en brazos al niño aún dormido y contemplaba en silencio el pequeño invernadero de cristal que ocupaba una parte de la azotea.

—Es bonito, pero en verano debe de ser un horno —dijo Irene mientras franqueaba la entrada a su hija y a su nieto.

Olía bien. Eso le gustó. La casa estaba inmaculadamente limpia. Un salón amplio donde estaban integrados la cocina y el comedor, solo diferenciados por el color de la pared, un baño grande con dos lavabos y los dormitorios; uno, el de Irene, con una cama de matrimonio, y el otro, el que ocuparían Candela y el niño, con dos camas de un generoso metro veinte.

—Nicolás, cariño, vamos a dormir.

Irene arrancó suavemente al niño de brazos de su madre y dejó que Candela examinara la casa mientras ella acostaba al pequeño en la habitación en penumbra. Nicolás apenas protestó. Le habían dado una pastilla para el mareo y había dormido durante todo el viaje. Al salir del cuarto vio que Candela se había instalado en el patio que había en la parte trasera. Unos días antes, cuando alquiló la casa por teléfono, el propietario resaltó con orgullo que la propiedad disponía de un pequeño jardín autóctono con unas vistas espectaculares. Irene comprobó con satisfacción que era cierto. Se acercó. Candela permanecía de espaldas, recostada sobre una tumbona de madera. El suelo era de gravilla blanca, con anchos parterres laterales donde crecían cactus, áloes y plantas carnosas de diferentes tamaños. Al frente se veía el mar, una inacabable extensión azul turquesa que asomaba sobre las azoteas de las otras casas, todas ellas situadas en un plano inferior. Parecía próximo y lejano a un tiempo, con una presencia extrañamente contundente que convertía el paisaje en algo propio de la casa, como una mesa o una silla.

Candela volvió levemente la cabeza al oír sus pasos sobre la gravilla. Estaba llorando, cosa que no la sorprendió, pero aun así se sintió consternada por la mirada suplicante que parecía decir ayúdame, o quizá, compréndelo, tengo tanto miedo… Le rozó suavemente el pelo y se quedó a su lado, con la mano en el hombro de su hija, las dos mirando aquel mar azul y tranquilizador. Por un instante tuvo un recuerdo que la enternecía: Ricardo, su exmarido, sentado al borde de la cama de la niña, una de esas pocas noches en las que estaba en casa, le hablaba con su voz melodiosa, «no tengas miedo mi niña, yo estoy aquí, vigilaré tu sueño», lo decía con ese susurrante tono que Irene conocía tan bien y que entonces todavía conseguía engañarla, y Candela desde su miedo infantil le hacía prometer, como si ella también desconfiara, los ojitos cerrándose de sueño, «¿vigilas?», y él asentía con el dulce acento canario de las promesas, «vigilo, mi amor, toda la noche», y la niña repetía confiada, «¿toda la noche?, ¿hasta el día?».

Ese era el pacto, una promesa entre padre e hija, «¿vigilas?», algo que no había salido bien, nadie había vigilado hasta el día, y en la oscura noche esa mujer de veinticinco años que tenía un niño de tres permanecía aterrorizada, sin entender su propio miedo y sin conseguir explicarlo.

—Estaremos bien aquí, ya lo verás.

—Sí.

—Tú, yo y Nicolás.

—Sí.

—Nadie sabe que hemos venido.

—Ya.

Era cierto. Nadie lo sabía. Pero eso no impedía que Irene percibiera el dolor en la mirada de su hija, un daño oculto, hecho de varios temores más pequeños, algo que traspasaba la realidad y le hacía sentirse terriblemente culpable.

—Deberías dormir un poco. Todavía queda mucha tarde.

Candela se levantó, se pasó la mano por la cara, arrastrando las lágrimas con un gesto que parecía decir, vale, ya está bien, se acabó, y esbozó un intento de sonrisa mientras se dirigía hacia la habitación. De pronto, había vuelto a ser la niña obediente y sensata que siempre fue, la que seguía a sus padres hasta aquel pueblo con la misma complaciente ilusión infantil con la que podía seguirles a Cleveland, Londres o Leipzig.

Irene buscó las colchonetas, las colocó sobre las dos tumbonas de madera que había en el jardín y se desplomó sobre una de ellas. Estaba realmente agotada. Parecía como si todos los problemas de su vida se hubieran concentrado en un instante. Necesitaba librarse como fuera de esa terrible sensación de agobio, era absolutamente necesario si quería seguir siéndoles útil ahora que la vida la había puesto de nuevo al frente de lo que quedaba de su mermada familia y no podía permitir que el desánimo o la culpa la paralizaran. Tenía que recuperar el aliento. Ensayó la fórmula que había usado siempre para controlar la ansiedad antes de un concierto: castañas asadas al salir del colegio, el paragüero de estilo modernista que había en casa de sus padres, los canales de Rotterdam y las bicicletas circulando suavemente a su lado y, finalmente, la arena, el mar de un intenso azul y la imagen de un ejército de pitacos recortándose contra el cielo en las calas de El Barronal.

No dio resultado. Las imágenes no actuaron como debían. Contempló el mar a lo lejos y aquel pequeño jardín de cactus y grava que iba a ser su refugio durante quién sabía cuánto tiempo. Pero esa visión tampoco la tranquilizó. Notaba cómo la culpa iba ascendiendo desde la tierra y repartiéndose misteriosamente por el torrente sanguíneo hasta alcanzar el cerebro.

Entonces se levantó, cogió el teléfono y llamó a Ricardo. Estaba segura de haber marcado el número de su móvil, de hecho lo tenía grabado en la agenda, pero al otro lado de la línea le respondió una voz de mujer que dijo algo en inglés. Intentó serenarse, pero las palabras se le atragantaron en un punto incierto entre la mente y la lengua.

—Quisiera hablar con Ricardo Betancourt —dijo por fin, atropelladamente, luchando contra el impulso de colgar y parapetarse tras un improbable anonimato.

—¿Quién le llama, por favor? —preguntó la voz al otro lado, ahora en un español de acento indefinible.

—Soy Irene Belmar.

No dijo soy su exmujer, ni siquiera aventuró un familiar soy Irene, dijo soy Irene Belmar, como si aquella verbalización repentina de su identidad le confiriera un estado de lejanía absolutamente reparador.

—Un momento.

No es ella, pensó cuando la mujer del otro lado la dejó conectada a una de esas músicas de es

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos