Estaré sola y sin fiesta

Sara Barquinero

Fragmento

cap-4

1

El organismo vivo más grande del mundo es un hongo de ochocientas noventa hectáreas. Vive en un bosque de Oregón, Estados Unidos. Empezó siendo una única espora, apenas del tamaño de una bacteria. Invisible. Después, lo conquistó todo. Infectó suelo y árboles con sus filamentos, hizo de sus vidas un hogar. Casi letal: una fuerza que primero invade y arrebata y luego consuela y ayuda.

En el año 2000 científicos estadounidenses descubrieron que se trataba de un único espécimen. Árboles perennes milenarios morían en distintas partes del bosque a kilómetros de distancia, sin motivo. Una civilización más antigua podría haber pensado que se trataba de la obra de un dios, justo o cruel, que exigía la muerte de un árbol como sacrificio o necesidad. Tal vez solo por capricho. Los americanos buscaron una causa común, y allí estaba: el mismo ADN, firmándolo todo. Una repetición perpetua de la misma enfermedad, que hacía del bosque un cuerpo único, perfecto.

Por su tamaño, dice la revista, debe llevar unos dos mil quinientos años sobre la Tierra. A pesar de esto, nadie nunca se ha preocupado de darle un nombre propio, como sí lo tienen otros fenómenos más fugaces pero agresivos. Tifones, huracanes. Solo tiene el de especie: Armillaria ostoyae. No se trata de una seta gigantesca y amenazadora, ni de un moho que ensucie la madera o el suelo. Hay fotografías de los árboles caídos, pero el hongo casi nunca aparece. No existe el mal, solo su representación, una fuerza invisible que hace que los árboles se doblen en las fotografías.

Su inclinación lleva a pensar en un cansancio casi humano. Árboles perennes, hechos para durar para siempre pero, de pronto, demasiado cansados. Comidos por dentro. Y ella piensa que le da pena. Que qué horrible es esa sustancia parásita, que se aprovecha de la vida de todo un bosque, sin dignarse siquiera a mostrarse para reclamar su destrucción.

La revista no le da mucho más espacio al bosque de Oregón, apenas una página doble. Después, un artículo sobre inmunoterapia. Otro sobre cómo relajar con yoga a tu perro, los gadgets de moda en Wall Street. No los lee. Sigue pensando en el hongo. Armillaria. Compró la revista en la estación con la esperanza de que la calmara y la ayudase a dormir, pero está muy nerviosa. Su compañero de asiento se mueve demasiado. No para de recibir mensajes en el móvil y los contesta sin silenciar el ruido que hacen sus dedos al pulsar la pantalla.

Cierra la revista. Apoya la cabeza en el cristal, siente el dolor del frío contra la piel, la luz contra los párpados cerrados, el ruido contra su sueño, el plástico del asiento contra el cuello, doblado de forma antinatural, torcida como un árbol de un bosque en Oregón. Tal vez no sea tan terrible, el destino de ese árbol. Siempre acompañado hasta en su último instante, arropado. Asesinado por aquel que le daba un sentido más allá de sí mismo. Muerto por la comunidad, como algunos animales se sacrifican por la manada, como lo hacen también algunos seres humanos: ancianos inuit por el nieto que nace, el débil por el fuerte. Una comunidad de ochocientas noventa hectáreas, una conciencia colectiva que no permite ni el miedo ni la incertidumbre ni la duda, como no se siente ni miedo ni incertidumbre ni dudas en el seno de una manifestación. Morirse así no sería exactamente morirse. Marcharse no sería exactamente marcharse. Imposible el abandono. Y qué hermoso sería aquello, que todo fuera al final una misma cosa. Latiendo con todo el bosque a la vez que emites tu último suspiro. Tu muerte inmortalizada en una revista europea. Suponiendo que los árboles suspiren. De repente, una voz en la distancia, luces más brillantes. Una voz que dice que ya han llegado a su destino. Un montón de cuerpos levantándose a por sus equipajes, refunfuñando, riendo, hablando, rozándose solo por error. Baja su maleta, está cansada, no ha dormido nada. Aguarda a que paren por completo. Toca el suelo firme con los pies y tira la revista a la papelera. No hay nadie esperándola.

cap-5

2

Está en la ciudad por una circunstancia desagradable. Una muerte, con su velatorio y con su entierro. Era la madrugada del miércoles cuando su madre le escribió. Ella estaba despierta. Llevaba semanas sin poder dormir bien por el calor, pero no lo leyó hasta hora y media más tarde. Después no podía dejar de pensar en todo lo que había sucedido mientras no miraba, en cómo los minutos habían sido una cosa tan distinta para su madre y para ella, que solo perdía el tiempo en el sofá. Varios mensajes separados por intervalos desiguales: «Se ha muerto la tía Antonia». «Ángel y yo estamos en el hospital, sus hijos no han venido, tampoco sabemos nada de tu padre.» Una reprobación tácita incluso en un momento así. A las cuatro y media, información práctica: «El velatorio será mañana, el entierro el viernes». Por último, un tímido «¿Vas a venir?».

Le costó asimilar el mensaje. Se. Ha. Muerto. La. Tía. Antonia. En realidad, la tía Antonia no era su tía. Era la tía de su padre y llevaba casi ocho años sin verla. La visitó durante su primer año en la residencia de ancianos y no se atrevió a volver nunca más, pues ya la consideró muerta entonces. Ha muerto, pensó esa noche. Es increíble. Ha vuelto a morir.

—Ha muerto —le dijo al silencio del estudio.

Hizo café. Carlos seguía en el dormitorio sin inmutarse, a pesar del sonido de la cafetera, de su voz alzándose en el salón vacío. Siempre le dice que lo despierte si no puede dormir, pero nunca se entera si abandona la cama. No le pidió que fuese con ella al día siguiente, él aún tenía que trabajar. Volvería el sábado para comenzar sus vacaciones, volar a Cannes juntos. Carlos lo entendió, aunque trató de convencerla de que una tía abuela no era tan importante: ¿quizá podía ella no ir? No. No podía. Comprendía que él no la acompañara, pero tenía que marcharse. Incluso lo prefería: apenas llevaba un año y medio viendo a Carlos, pero él no deja de buscar oportunidades para conocer a sus padres. Así que cogió un tren y luego un taxi y ya está en casa, sin lograr dormir ni un solo instante.

Su madre y Ángel la esperan en un Nissan viejo para ir camino al velatorio con su primo Ignacio. Se pregunta cómo se sentirá Ángel, yendo al entierro de una familia prestada.

—¿Estás mareada?

—Un poco.

Se pierden. No saben cómo llegar a la funeraria. El GPS no ayuda y tardan mucho más de lo necesario. Desde el asiento delantero, Ignacio no para de hacerles reír: risa por los callejones sin salida y las vueltas en círculo; risa por otras veces que Ignacio se ha perdido yendo a sitios importantes y ha llegado tarde, o no ha llegado. Ríen, tienen tantas ganas de hacerlo. Una y otra vez la misma gasolinera y de nuevo la misma risa absurda: ya hemos hecho la tontería del día, dice Ignacio cada vez que vuelven al mismo punto. Pero al final lo encuentran. Un cartel con el nombre de la funeraria. Una flecha a la derecha. Seiscientos metros. Callan, sus risas se detienen de golpe. Su madre llena el silencio en su lugar.

—Murió con la radio puesta. Su vecina de habitación se quejó

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