Estaré sola y sin fiesta

Sara Barquinero

Fragmento

cap-4

1

El organismo vivo más grande del mundo es un hongo de ochocientas noventa hectáreas. Vive en un bosque de Oregón, Estados Unidos. Empezó siendo una única espora, apenas del tamaño de una bacteria. Invisible. Después, lo conquistó todo. Infectó suelo y árboles con sus filamentos, hizo de sus vidas un hogar. Casi letal: una fuerza que primero invade y arrebata y luego consuela y ayuda.

En el año 2000 científicos estadounidenses descubrieron que se trataba de un único espécimen. Árboles perennes milenarios morían en distintas partes del bosque a kilómetros de distancia, sin motivo. Una civilización más antigua podría haber pensado que se trataba de la obra de un dios, justo o cruel, que exigía la muerte de un árbol como sacrificio o necesidad. Tal vez solo por capricho. Los americanos buscaron una causa común, y allí estaba: el mismo ADN, firmándolo todo. Una repetición perpetua de la misma enfermedad, que hacía del bosque un cuerpo único, perfecto.

Por su tamaño, dice la revista, debe llevar unos dos mil quinientos años sobre la Tierra. A pesar de esto, nadie nunca se ha preocupado de darle un nombre propio, como sí lo tienen otros fenómenos más fugaces pero agresivos. Tifones, huracanes. Solo tiene el de especie: Armillaria ostoyae. No se trata de una seta gigantesca y amenazadora, ni de un moho que ensucie la madera o el suelo. Hay fotografías de los árboles caídos, pero el hongo casi nunca aparece. No existe el mal, solo su representación, una fuerza invisible que hace que los árboles se doblen en las fotografías.

Su inclinación lleva a pensar en un cansancio casi humano. Árboles perennes, hechos para durar para siempre pero, de pronto, demasiado cansados. Comidos por dentro. Y ella piensa que le da pena. Que qué horrible es esa sustancia parásita, que se aprovecha de la vida de todo un bosque, sin dignarse siquiera a mostrarse para reclamar su destrucción.

La revista no le da mucho más espacio al bosque de Oregón, apenas una página doble. Después, un artículo sobre inmunoterapia. Otro sobre cómo relajar con yoga a tu perro, los gadgets de moda en Wall Street. No los lee. Sigue pensando en el hongo. Armillaria. Compró la revista en la estación con la esperanza de que la calmara y la ayudase a dormir, pero está muy nerviosa. Su compañero de asiento se mueve demasiado. No para de recibir mensajes en el móvil y los contesta sin silenciar el ruido que hacen sus dedos al pulsar la pantalla.

Cierra la revista. Apoya la cabeza en el cristal, siente el dolor del frío contra la piel, la luz contra los párpados cerrados, el ruido contra su sueño, el plástico del asiento contra el cuello, doblado de forma antinatural, torcida como un árbol de un bosque en Oregón. Tal vez no sea tan terrible, el destino de ese árbol. Siempre acompañado hasta en su último instante, arropado. Asesinado por aquel que le daba un sentido más allá de sí mismo. Muerto por la comunidad, como algunos animales se sacrifican por la manada, como lo hacen también algunos seres humanos: ancianos inuit por el nieto que nace, el débil por el fuerte. Una comunidad de ochocientas noventa hectáreas, una conciencia colectiva que no permite ni el miedo ni la incertidumbre ni la duda, como no se siente ni miedo ni incertidumbre ni dudas en el seno de una manifestación. Morirse así no sería exactamente morirse. Marcharse no sería exactamente marcharse. Imposible el abandono. Y qué hermoso sería aquello, que todo fuera al final una misma cosa. Latiendo con todo el bosque a la vez que emites tu último suspiro. Tu muerte inmortalizada en una revista europea. Suponiendo que los árboles suspiren. De repente, una voz en la distancia, luces más brillantes. Una voz que dice que ya han llegado a su destino. Un montón de cuerpos levantándose a por sus equipajes, refunfuñando, riendo, hablando, rozándose solo por error. Baja su maleta, está cansada, no ha dormido nada. Aguarda a que paren por completo. Toca el suelo firme con los pies y tira la revista a la papelera. No hay nadie esperándola.

cap-5

2

Está en la ciudad por una circunstancia desagradable. Una muerte, con su velatorio y con su entierro. Era la madrugada del miércoles cuando su madre le escribió. Ella estaba despierta. Llevaba semanas sin poder dormir bien por el calor, pero no lo leyó hasta hora y media más tarde. Después no podía dejar de pensar en todo lo que había sucedido mientras no miraba, en cómo los minutos habían sido una cosa tan distinta para su madre y para ella, que solo perdía el tiempo en el sofá. Varios mensajes separados por intervalos desiguales: «Se ha muerto la tía Antonia». «Ángel y yo estamos en el hospital, sus hijos no han venido, tampoco sabemos nada de tu padre.» Una reprobación tácita incluso en un momento así. A las cuatro y media, información práctica: «El velatorio será mañana, el entierro el viernes». Por último, un tímido «¿Vas a venir?».

Le costó asimilar el mensaje. Se. Ha. Muerto. La. Tía. Antonia. En realidad, la tía Antonia no era su tía. Era la tía de su padre y llevaba casi ocho años sin verla. La visitó durante su primer año en la residencia de ancianos y no se atrevió a volver nunca más, pues ya la consideró muerta entonces. Ha muerto, pensó esa noche. Es increíble. Ha vuelto a morir.

—Ha muerto —le dijo al silencio del estudio.

Hizo café. Carlos seguía en el dormitorio sin inmutarse, a pesar del sonido de la cafetera, de su voz alzándose en el salón vacío. Siempre le dice que lo despierte si no puede dormir, pero nunca se entera si abandona la cama. No le pidió que fuese con ella al día siguiente, él aún tenía que trabajar. Volvería el sábado para comenzar sus vacaciones, volar a Cannes juntos. Carlos lo entendió, aunque trató de convencerla de que una tía abuela no era tan importante: ¿quizá podía ella no ir? No. No podía. Comprendía que él no la acompañara, pero tenía que marcharse. Incluso lo prefería: apenas llevaba un año y medio viendo a Carlos, pero él no deja de buscar oportunidades para conocer a sus padres. Así que cogió un tren y luego un taxi y ya está en casa, sin lograr dormir ni un solo instante.

Su madre y Ángel la esperan en un Nissan viejo para ir camino al velatorio con su primo Ignacio. Se pregunta cómo se sentirá Ángel, yendo al entierro de una familia prestada.

—¿Estás mareada?

—Un poco.

Se pierden. No saben cómo llegar a la funeraria. El GPS no ayuda y tardan mucho más de lo necesario. Desde el asiento delantero, Ignacio no para de hacerles reír: risa por los callejones sin salida y las vueltas en círculo; risa por otras veces que Ignacio se ha perdido yendo a sitios importantes y ha llegado tarde, o no ha llegado. Ríen, tienen tantas ganas de hacerlo. Una y otra vez la misma gasolinera y de nuevo la misma risa absurda: ya hemos hecho la tontería del día, dice Ignacio cada vez que vuelven al mismo punto. Pero al final lo encuentran. Un cartel con el nombre de la funeraria. Una flecha a la derecha. Seiscientos metros. Callan, sus risas se detienen de golpe. Su madre llena el silencio en su lugar.

—Murió con la radio puesta. Su vecina de habitación se quejó de que la radio estaba encendida hasta tarde, y cuando los enfermeros entraron, llevaba muerta ya un rato. No se sabe exactamente la hora.

Añade detalles: cómo los despertaron, cómo fueron al hospital. Nadie esperaba que la tía Antonia muriera entonces. Tenía una vejez estable, solo dolores, olor agrio, senilidad. Ella misma tampoco esperaba hacerlo ese día: había dejado sus cosas preparadas para pasar la noche y para el día siguiente. El vaso de agua, el pañuelo, la ropa doblada.

—Es una lástima —juzga su madre—. Le quedaban solo dos semanas para su cumpleaños. El de su hijo mayor acaba de ser. El tuyo es en septiembre y el de tu padre era en noviembre, aunque a saber dónde anda ahora.

Se acercan a los puntitos negros del pasillo, y estos se concretan en personas que dan abrazos y que lloran, que se reivindican vecinos, familiares, amigos. Trabajadores de la residencia y compañeras de patio en una esquina, mirándolo todo sin atreverse a interactuar con nadie; los ojos de algunos cubiertos con una capa traslúcida de estupidez. Le gustaría saber cuándo murió exactamente, qué estaba haciendo ella en ese instante, si tuvo alguna sensación extraña, algún aviso o premonición. Es una pena que todo el mundo permaneciera ignorante mientras un aliento se apagaba. Piensa en las personas que mueren sin que nadie tenga consciencia de ello hasta muchos días más tarde, en esa otra anciana, molesta por una radio encendida a altas horas, en la idea de una ropa doblada para el día siguiente, todas esas labores a medias en los talleres de la residencia de ancianos: en esa candidez. Pasar el día haciendo una montaña y morir subiendo la cuesta. Se acuerda de las postales pintadas a mano que la tía Antonia seguía enviando por Nochebuena, y en cómo su madre repetía cada año: «Qué tierna, se aburre». Llamaba aburrimiento al cansancio porque vejez es una palabra muy fea. Pero era la adecuada.

Su madre le aprieta la mano, le señala con la barbilla a unos familiares mientras alza las cejas. ¿Qué haces?, dice sin abrir la boca, acércate a saludar. Ángel e Ignacio se pierden en la muchedumbre que llora.

—No he dormido bien esta noche —se disculpa—. No me funciona bien la cabeza.

Detesta estar allí. El ataúd abierto, como un decorado tétrico para las conversaciones más banales. Voces que se recrean en el pasado, en el pueblo y en infancias de posguerra, otras que preguntan por el futuro: ¿ha empezado tu prima la universidad?, ¿vas a continuar en ese trabajo? O incluso cuestiones más frívolas: ¿os habéis comprado el coche?, ¿cuándo vas a irte de vacaciones?, ¿a dónde? Y la pregunta incómoda, la que esperan que ella o su madre formulen a los miembros de su familia política, la que sin duda debe molestar a Ángel: ¿has sabido algo de tu padre? Sin preocupación real, como si solo quisieran un entretenimiento hasta conseguir permiso para marcharse.

Habla más de lo que suele: de la empresa en la que trabaja, de sus últimos proyectos, de Carlos, de Cannes. Se siente desahuciada, desparramada en todas esas palabras que se ha visto obligada a pronunciar, en las oraciones, llantos, promesas que se acumulan en liturgia. Una hora más tarde hay un embotellamiento en la puerta de la capilla porque todos quieren irse, pero nadie se atreve a ser el primero en abandonar la sala. Menos ella. Dice que tiene que pasear y su madre la censura con la mirada. Qué haces. Pero la deja marcharse. No, no es que la deje. No puede detenerla.

Decide volver a casa a pie. Pasea junto a la orilla del canal y entonces lo ve. No es habitual para ella caminar por esa zona: es la ciudad en la que nació, pero ya no vive ahí, y su casa ni siquiera estaba cerca cuando aún lo hacía. Con todo, camina con el descuido de quien conoce bien el lugar. Con esa tranquilidad. Y casi le da tiempo a pensarlo. Ve un contenedor naranja, desbordado al otro lado de la carretera y se da cuenta: este es un instante único. Va a serlo. Como si ya presintiera ese «sucedió algo» por el que los hechos adquieren la consistencia de una historia. Y se lamenta, le da tiempo a hacerlo mientras cruza la carretera. Lamenta que sea algo que comience por azar y no como respuesta a un acto heroico, o a una rutina consciente que ha podido controlar.

Se detiene frente al contenedor. La forma en que los trastos se amontonan le hace pensar en una catástrofe, como una muerte, una mudanza repentina o un desahucio. Cortinas. Cojines. Lámparas rotas. Vestidos. Estantes. También libros, algunos álbumes, la mitad de ellos asomando en el cubo de la basura, otros en cajas o esparcidos por el suelo. Muñecas, carpetas, cepillos de pelo, zapatos. Se descubre a sí misma rozando algunas sábanas, moviendo bolsas de almacenaje semitransparentes llenas de vestidos de mujer y abrigos de entretiempo. Le recuerda a los veranos en el pueblo, a las fotografías saturadas de una revista vieja, a la casa de sus abuelos, lugares que son en sí mismos el pasado. Sombreros. Manteles. Bolas de nieve con ciudades en miniatura atrapadas en su interior. Felpa, fotografías enmarcadas, trapos, toda una vida desparramada en sus desechos. Se ha agachado, lo está revolviendo todo, las cortinas, los cojines, los muñecos. Frena: ¿qué es lo que está haciendo? Recuerda su primera impresión desde el otro lado de la carretera: un desahucio, una muerte, un desastre. Imagina una casa con las persianas bajadas, a una anciana que muere mientras espera a que suene el teléfono. Quieta, impasible, sus pupilas fijas en el auricular en pleno acto de fe. No sabe por qué se le viene esa imagen a la cabeza. ¿Está utilizando una desgracia para entretenerse? Intenta conjurar el fantasma: tal vez no se trate de algo malo, ¿por qué es siempre tan negativa? Quizá sea algo agradable, el inicio de una vida mejor: han tirado sus cosas para comprarse una casa más viva, más grande. Puede que solo sea eso, ¿qué hace perdiendo el tiempo así?

Quiere irse, pero no sabe marcharse. Está paralizada frente al contenedor sin atreverse a tocar nada. Pasiva. Lo más pasiva que puede, teniendo en cuenta que está a medio metro de un cubo de basura a rebosar. Y entonces lo ve. Ahí, entre las cortinas, las ciudades minúsculas, las sábanas pintadas de suciedad. Es un cuaderno pequeño y azul con una golondrina en la portada que asoma bajo un mantel y un revistero. Lo coge. Una etiqueta en la portada: «Yna. 4-1990». Páginas apenas legibles, un calendario de 1990 con algunos meses tachados, frases sueltas: «I love you, I need you».

Se levanta con el cuaderno en la mano. De alguna forma incoherente considera que puede hacerlo, que es muy distinto a recrearse en las imágenes de los álbumes o a comprobar la consistencia de las cajas; que es algo tan pequeño que nadie jamás podría juzgarla.

Carretera abajo, le parece que en el ajetreo de los coches la acompaña una voz que no deja de susurrar palabras que se acumulan sin peso, que no llegan a convertirse en frases antes de disolverse. Anda muy lento, tanto como es posible hacerlo. Recuerda que cuando era niña estuvo un tiempo obsesionada por caminar sin aplastar ni un solo insecto, buscándolos desesperadamente por el asfalto. Cómo se le olvidó un día y cómo una tarde, de repente, se acordó de que llevaba más de una semana caminando sin mirar al suelo. Rompió a llorar entonces: siete días sin vigilar sus pasos, aplastando familias enteras de hormigas con los pies. Guarda el cuaderno en el bolso y sigue caminando despacio. Es un secreto, un objeto mágico. Es el primer jueves de agosto, hace un calor imposible. Pero anda. No toma el autobús.

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Sus padres la esperan con la cena hecha. Dice que no tiene hambre y su madre murmura que no se alimenta bien mientras le sirve igualmente en un plato: son los mismos que usaban en su adolescencia. También es el mismo su mal humor, la mirada materna.

—Ha llamado Carlos a casa. No le coges el teléfono.

Ella utiliza esa excusa para abandonar la cocina y encerrarse en su habitación. Adolescencia, sí, es eso, diez o quince años más tarde. Saca el cuaderno azul y lo deja sobre el escritorio. Valora la posibilidad de leerlo ahora. Pero no, no todavía: quiere que sea especial, y únicamente podrá serlo cuando se acuesten sus padres y la casa sea solo para ella. Así que espera. Mira los mensajes de Carlos. Intenta no irritarse demasiado por que él haya creído que tenía derecho a llamar a su madre.

—Hola. —Él contesta al instante—. No me cogías el teléfono.

—Lo siento, he...

—Estaba preocupado por ti. No me has contestado en todo el día.

—Lo siento —repite.

Imagina cómo él pone los ojos en blanco. Imagina un poco más. Lo imagina escribiéndole, mirando obsesivamente el teléfono, usando la copia que tiene de sus llaves para ir a su casa sin permiso.

—¿Cómo está tu madre? —pregunta al final.

—Bien, bien.

—¿Y tú?

No contesta nada y Carlos resopla al otro lado.

—La tía de tu padre... Era muy mayor ya, ¿no? No estabais muy unidas.

—Cuando era una niña sí.

A él parece molestarle su respuesta. Quiere saber cuándo va a volver, si el sábado estará ya en Madrid, si siguen adelante sus planes en la Costa Azul. «¿Por qué no iban a seguir adelante?», se defiende ella, y en el mismo instante en que él insiste piensa en la posibilidad de no ir. Carlos le habla de su trabajo: fusiones, adquisiciones, anécdotas. Persiste en conversar, termina sus frases con preguntas para que no pueda colgarle: ¿Cómo se siente teniendo un mes de vacaciones por delante? ¿Qué va a hacer con tanto tiempo libre? Ella solo contesta que no lo sabe, aguanta: qué otra cosa puede hacer, sino esperar, hacer pequeños sonidos con la boca para que él esté conforme. Igualmente, sus padres aún no duermen, no tendría privacidad. Se pone a pensar en otra cosa, en esa ropa doblada de su tía Antonia, lista para el día siguiente. Prepara su propia ropa. A veces deja el móvil en la mesa y él no se da cuenta de que no está escuchando. Media hora más tarde, Carlos se despide. Dice que tiene cosas que hacer.

—Por cierto, he venido a casa después de currar. —Cuando dice «casa» quiere decir «su casa», la de ella—. Para ver si habíamos dejado todo bien esta mañana, con las prisas. Es tarde ya. A lo mejor duermo aquí.

—Claro.

Escucha ese sonido que Carlos hace cuando abre la boca para decir algo más pero no se atreve a hacerlo. Lo detesta. Murmura un «te quiero» automático y cuelga antes de que él pueda añadir nada más.

Registra los sonidos uno a uno. Los conoce bien: es el ritmo de su infancia, repetido tantas veces como días pasó en esa casa. Primero su padrastro se despereza. Luego se levanta, apaga la televisión, echa la cadena, un diminuto hilo de acero que completa la puerta blindada. Se dirige al cuarto y enseguida se pone en marcha su madre. Apenas unos minutos. Va a la cocina, comprueba algo. Vuelve al salón, comprueba otra cosa, se acerca a la puerta, observa que la cadena está echada. Después se acuesta, y por fin ella está sola en esa casa, la única conciencia funcionando en cien metros cuadrados. Casi había olvidado cómo era que el tiempo pasase así, ansiando silencio, paz y oscuridad total. Coge el cuaderno, se sienta en el suelo y por fin puede leer.

En la contraportada, un calendario de la Jefatura de Tráfico de Huesca. Tiene algunos días tachados y otros subrayados. Ya averiguará por qué. Primera página, tinta corrida. Segunda página, lo mismo. Pasa las hojas despacio. Hay cierta exigencia en esas palabras ilegibles, que persisten en el papel pidiendo a gritos ser leídas. Y entonces llega: la fecha, 8 de mayo de 1990, letra negra incomprensible. Justo debajo, tinta naranja, letra redondeada, y más clara, casi adolescente. Dice:

Estoy obsesionada contigo, tu imagen, tu cuerpo, tu voz. Te espero, pido ayuda a Dios y parece como si nadie da una respuesta a mi deseo. Por que? Estoy sola, cuando no me gusta la soledad, Alejandro por favor sácame de la duda, dame una seña de algo, solo Eso te pido, pienso tanto en ti las 24h del día, me masturbo con tu voz, tu imagen, quisiera tocarte, oírte, otra vez, solo tengo recuerdos de dos o tres horas, es tanto trabajo llamar, o no tienes interés para mi, yo puedo esperar, pero cuánto tiempo quieres que te espere, Dios oye mi corazón y permíteme ese deseo no quieres que soy feliz porque?

Cierra el cuaderno. Suele hacer eso, prolongar la expectativa cuando se acerca algo que desea, recrearse en ese vértigo. No seguirá leyendo hasta que termine de fumar y, mientras lo hace, repasa la fecha: el 8 de mayo de 1990. Ella casi acababa de nacer, tan solo ocho meses antes. Cierra los ojos, visualiza la caligrafía infantil, redonda, su lenguaje mal conjugado y puntuado, las faltas de ortografía: ¿quién es?, ¿cuántos años tiene? No sabe nada. Solo puede recrearse en lo escrito, en esa vehemencia, esas palabras, ese amor; entre la curiosidad morbosa y la envidia, ¿alguna vez ha sentido algo tan intensamente? Si así ha sido, lo ha olvidado. Apaga el cigarro, sigue leyendo: traspaso de tinta en la página, ilegible; otra página, ilegible; el 10 de mayo: «Mañana cumplo treinta y dos años». Hace la cuenta: ahora tendría sesenta años, tendría o tiene; tal vez tiene. Es más o menos joven, ¿por qué estaban sus cosas tiradas en el contenedor? «Mañana cumplo treinta y dos años, no tendré la suerte de que Alejandro se acuerde es imposible». Trata de imaginar todo lo que vio en el contenedor dispuesto en una casa pequeña, una casa con cortinas raídas, sábanas manchadas y manteles en desuso. Sin quererlo, imagina todo lo pasado como ya viejo entonces, cubierto de polvo. «Pero aún no me he dado por vencida, también van ya dos largos años sin hacer el amor y de que Drie pedía el divorcio, estaré sola sin fiesta, bueno pienso tal vez parte de la familia vendrá pero el mejor regalo sería oír tu voz.»

La imagen se completa en su cabeza: una mujer sola, divorciada, preparando una tarta de celebración, pintándose los labios agrietados del color de brasas que arden, esperando que al menos su familia se acuerde de su cumpleaños. No, no tendría los labios ajados, tenía treinta y dos años en 1990, no sesenta. Se le ocurre que algún día, cuando alguien mire sus cosas, pensará que son viejas y pasadas de moda. Los muebles minimalistas en blanco y negro, la decoración neofifty o las lámparas de papel de Ikea le parecerán de tan mal gusto como a ella se lo parece la felpa, las bolas de nieve o los leopardos tallados en porcelana. «Alejandro ojalá Dios me escuche», termina la entrada del diario, y firma, como si fuese una carta. Pone «Yna», como en la portada, y una cita en inglés: «I need you, I love you». Qué extraño que use el inglés, teniendo en cuenta su manera simplona de escribir.

Debajo de la firma, repite: «No voy a tener esa suerte y alegría». Corrige su propia esperanza y eso la conmueve, a ella, que no suele emocionarse. Tal vez porque sucedió en 1990, en su infancia, un lugar en el que todo se vive como cierto. Sigue leyendo. La ve a través de sus letras, en su limitación, en su estrechez de mundo: «Efectivamente no ha venido nadie», comienza la siguiente página. Quién vino, quién no, la vida como un perpetuo recuento de daños y perjuicios. No, Alejandro no llamó, como Yna se temía; ni Koldo, ni Wim, ni su hermano. Apunta los nombres en un folio, tratando de trazar orden en el caos. Otro día más en soledad, otro día más en el que pedir a Dios que Alejandro llame, o en el que se dirige a él directamente: «Dónde estás, cariño», pregunta cinco meses después de la última vez que se vieron. «Te quiero», promete. Poco más tarde: «Te necesito, te espero, por qué no llamás». Cambia de bolígrafo, invoca la ayuda de Dios, habla de una vidente a la que visitará, de otros hombres que la acosan para hacer el amor; de dos largos años que pasó sin acostarse con nadie antes de que apareciera él, Alejandro. A veces le llama solo Alex: «Como te explicaría Alex la angustia que tengo la pena que no sé nada de ti». Luego menciona a unas niñas y eso la sorprende: ¿cómo puede sentirse alguien tan solo a cargo de unas niñas? El diario le regala unas páginas en blanco para que lo asimile, la tinta tan corrida que apenas puede leerse nada. Y una entrada tardía, el 18 de mayo, tras varios días sin escribir: «Por desgracia o suerte aún pienso mucho en ti».

Decide no seguir leyendo todavía. Se acuesta. Ya son las tres, pero no tiene sueño. Más bien tiene ganas de cerrar los ojos, de descansar y ensoñarse, y eso es insólito: cuando era una niña le gustaba la hora de irse a la cama para estar sola, pero ahora no soporta el momento de dormir. Hoy se queda un rato así, totalmente relajada, recreándose en ese amor tan violento, en cómo Yna se esforzaba en brillar para una persona, solo para una persona ausente. Qué violencia del sentimiento, cuánta emoción malgastada. Comprensible de forma universal a pesar de la mala caligrafía, de los fallos de lenguaje, como si estuviese escrito en una lengua prebabélica. Lo ve todo: el correr de las horas, la espera de noticias que no llegan, el día cortado por los instantes en que se toma conciencia de que «tampoco» ha llamado; un aprendizaje perpetuo, el de cómo sobrellevar cada intervalo hasta el siguiente. Se le cierran los ojos, pero aún se pregunta por los hábitos de Yna, por cómo esperaba esa llamada, si bebía, si fumaba, tal vez hacía punto de cruz. Y le angustia esa idea, la de una mujer enamorada y sola que corta el tiempo en pedacitos en la cocina sobre una encimera de pladur descolorido.

Cuando ella cumplió cinco años, Yna tenía treinta y seis; nueve, cuarenta; dieciséis, cuarenta y siete. No se permite pensar en más, en si Alejandro llamó o no, en qué hacía ella en cada posible momento de desolación, no, solo dos números avanzando a la par. Su cabeza se divide: imágenes de cosas que pasaron de manera simultánea, en la ciudad, en la carretera, en la montaña, en campos de batalla, cigarrillos de espera en esa casa pequeña que imaginó. Hitos marcados en el calendario, comidas familiares; el desastre ordenado del contenedor dando forma a un salón completo. Pasos moviéndose a medida que vuelan los años, las cortinas tapando un paisaje que no sabe dónde está, aún limpias, blancas, blanquísimas. Se adormece, permite que su mente juegue a establecer secuencias numéricas, que se distraiga en imágenes inconexas. Y así descansa, por primera vez en mucho tiempo; duerme, se duerme pensando en cifras negras que caminan a la vez. Y en montañas hechas de humo.

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cap-6

3

—¿Cuándo vas a volver a Madrid? —le pregunta su madre después del entierro.

Fuera del coche se está gestando una tormenta de verano.

Ella despega la cabeza del cristal.

—Tenía un viaje planeado con Carlos desde el sábado. A Cannes, creo que te lo dije. Hemos estado ahorrando.

—Entonces, ¿te vas esta tarde? ¿Mañana por la mañana?

Detecta algo de ansiedad en la voz de su madre. Nunca ha soportado el desorden, particularmente el suyo.

—No lo sé. No lo he pensado. Quizá me quede aquí el fin de semana.

—¿Y eso? ¿Por qué? ¿No acabas de decir que tienes un viaje?

—Tengo un mes de vacaciones, y Carlos, dos semanas largas. Quizá lo retrasemos, ya que he venido.

—Pero ¿por qué ibais a hacerlo? —pregunta girándose desde la parte delantera del coche. Siempre sospecha que su hija va a tomar malas decisiones en lo que a hombres se refiere.

—¿No te parece bien que me quede?

—No he dicho eso.

—Entonces, ¿por qué te quejas?

Enseguida se arrepiente de lo que ha dicho: ve la preocupación en los ojos de su madre, el miedo a su inestabilidad. Ya están llegando a casa. Ángel sube el volumen de la radio y ella siente que debe decir algo más.

—¿Os acordáis de cómo era la vida en 1990?

—¿El año 90? Tendría que pensar un poco —responde Ángel—. Pero ¿a qué te refieres? ¿La vida en qué?

Ella comienza a contarle alguna cosa que ha visto en la red antes de ir al entierro, cómo ha empezado a leer los periódicos nacionales de ese año en internet, qué noticias le han llamado la atención.

—¿A qué viene esto? —interrumpe su madre—. ¿Qué te ha dado?

Y ella piensa si contarlo todo. Decir: «Mamá, ayer encontré un diario, de 1990, de una mujer llamada Yna. Cumplió treinta y dos años el 11 de mayo de ese año, nadie fue a su fiesta». Tratar de adivinar con ellos quién era esa mujer, por qué estaban sus cosas tiradas, preguntarse si la llamaría alguna vez Alejandro. Pero sabe lo que diría su madre: qué haces buscando en la basura, qué pensarían si te vieran, siempre igual con tus rarezas.

—No sé. Se me ocurrió ayer en el velatorio —miente—. Pensé en cómo eran las cosas antes. Cuando la tía era más joven.

—En el 90 la tía Antonia no era joven. Tenía más de sesenta años, ¿eh?

—Ya, pero...

Áng

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