Días grises con cielo azul

Concepción Revuelta

Fragmento

Capítulo 1

1

Santander, 2017

Julieta llegó temprano. Santander seguía manteniendo el mismo olor a salitre que ella recordaba a pesar de los años que hacía desde la última vez que estuvo en la ciudad.

«¡Por fin!», se dijo al bajar del tren. Atrás quedaba su otra vida, esa que le había agradado y también, a ratos, desilusionado. Esa que había intentado disfrutar sin éxito, en la que quiso enamorarse y no consiguió encontrar de quién. Atrás dejaba sus amigos de siempre, su trabajo cansino y monótono, la lluvia de París y las turbias aguas del Sena. Todo quedaba ya lejano. Acababa de cerrar una puerta y abría despacio, sin demasiadas ganas, una nueva que daba al mar. Empezar de cero de la mano de su tía abuela Inés era algo que no le ofrecía muchas garantías. Intentaría disfrutar de ella todo el tiempo que pudiese, cuidarla y mimarla con cariño y ganas. Aunque primero tendría que conocerla. Sus recuerdos de niña no eran tantos como para hacerse una idea de cuál era el carácter de la mujer con la que iba a vivir.

Estaba nerviosa, no veía el momento de reencontrarse con ella; esa mujer que en su recuerdo le parecía alegre pero al mismo tiempo distante. Siempre pensó que guardaba un gran secreto, uno de esos inconfesables que se esconden tras una sonrisa, tras una mueca que sirve de coraza y refugio para una felicidad fingida que intenta esconder la verdad más dura.

Pero eso seguramente eran imaginaciones suyas, como siempre le decía su madre, ya que no tenía la más mínima sospecha de que su tita Inés, como ella la llamaba, sufriera o no por algo; había tenido una vida intensa, y ahora que iban a pasar muchas horas juntas, intentaría conocer su historia. El recuerdo que guardaba de ella era el de una mujer alta, rubia, con esos ojos verdes como la hierba en julio y derrochando una elegancia innata. Aunque solo fuera por su maravilloso aspecto, le costaba entender que no hubiera tenido una gran historia de amor, o desamor, tal vez de odio, o incluso de envidia; una vida tan larga no podía estar llena de días sin vivencias, todo lo contrario. Sabía que Inés era inteligente, educada y que tenía don de gentes. Las fotos que había visto de cuando su abuela y ella eran jovencitas constataban su belleza. Una larga melena sujeta con un moño bajo y un estilo impecable, elegante y dulce; aunque tuviese el mandil puesto, parecía una actriz de aquella época. Por eso Julieta siempre quiso saber de su tita, y el momento sin duda había llegado.

Tirando de una gran maleta, recorrió las calles. Caminaba lentamente mientras admiraba la ciudad; quería respirar tranquila el ambiente sereno, apacible y amable que le regalaba Santander. Acostumbrada a una enorme urbe como era París, todo le parecía pequeño, pero había algo que llenaba la atmósfera, algo de lo que carecía la capital francesa: el mar.

Se acercó a la calle Calderón de la Barca. Al llegar a uno de los bares, arrimó la valija a la pared y se sentó en la terraza. El Machi se llamaba. No lo recordaba así, la zona estaba cambiada: la plaza era nueva, los bares y las tiendas, distintos, pero el monumento al Machichaco seguía siendo el mismo, aunque juraría que también había cambiado de lugar. Lo que no había cambiado era la impresionante y bella bahía. El edificio del Centro Botín llamó su atención, rompiendo el paisaje que tenía guardado en su retina. Sin embargo, le pareció majestuoso, posado sobre las azules y bravas aguas del Cantábrico; los rayos de sol infundían un efecto brillante reflejado en el mar que creaba miles de pequeños soles. La ciudad seguía siendo radiante y limpia. Bella.

Un camarero se acercó y le preguntó qué quería tomar. Pidió un mediano, le hacía ilusión pedir así el café; solamente en esa ciudad sabían lo que era y recordó que siempre que hablaba con su tía por teléfono y esta le relataba lo que había hecho durante la tarde, decía: «Fui a tomar un mediano con mis amigas al Suizo». No pudo evitar esbozar una sonrisa.

Rebuscó en su bolso y encontró el teléfono móvil. Quería decirle a su tita que ya había llegado y que en breve estarían juntas para siempre.

Después de repetir la llamada hasta en tres ocasiones, desistió. Posiblemente la anciana había ido a hacer algún recado, aunque, en cierto modo, le preocupó que no contestara. Cuando días atrás habló con ella, la encontró triste, diferente a otras ocasiones. «Debería haberla llamado ayer», pensó mientras saboreaba lentamente el café.

Con la vista puesta en el paisaje que le regalaba el momento, Julieta recordó todo lo que le había pasado en un espacio de tiempo muy corto, y que la había llevado a trasladarse a Santander.

Nació en París, y allí fue donde su abuela —a su abuelo no lo conoció— podría decirse que la crio. No pudo disfrutar mucho tiempo de sus padres: cuando tenía doce años, su padre murió a raíz de un accidente, y ocho años más tarde lo siguió su madre, tras una dolorosa enfermedad.

En aquella bella y luminosa ciudad había vivido lo bueno y lo malo que la vida le había dado. Estudió, se enamoró por primera, por segunda vez, y ni se acordaba de cuántas más, lo superó todo con ayuda de su abuela y supo seguir adelante. Hizo grandes amigos que aún conservaba, algunos de ellos lo serían para siempre. Encontró el trabajo de sus sueños, para el que había estudiado muy duro, tanto durante la carrera como en la oposición. Sin embargo, bastaron apenas unos minutos para que, después de veinte años, la despidieran. La acusaron de robar o de no haber mantenido a resguardo uno de los documentos que iban a formar parte de la exposición que al año siguiente la Biblioteca Nacional de Francia iba a poner en marcha. Un texto manuscrito de María Antonieta en el cual, ante su inminente ejecución, escribió: «¡Dios mío, apiádate de mí!». Lo titularon Libro de horas, y en él la monarca escribió con inmensa pena sus últimos pensamientos.

Qué injusto había sido su despido, pero claro, había que considerar que Julieta tuvo la brillante idea de empezar un idilio con Roland, el esposo de la directora de la BNF, y eso no se podía consentir. La mujer amenazó a su marido con un escándalo, y ante la disyuntiva, él se amilanó y, en lugar de defenderla, prefirió quedarse junto a su mujer y consiguió que despidieran a Julieta. Ella se defendió todo lo que pudo, pero no sirvió de nada. Por supuesto, discutió largo y tendido con su amante, y aunque él le prometió que abandonaría a su esposa, Julieta decidió romper con aquella relación clandestina que mantenía desde hacía cuatro años: si no se había separado durante ese tiempo, desde luego no lo iba a hacer ahora. Ya no era una niña para que le tomaran el pelo. Estaba cansada y, en cierto modo, también le apetecía cambiar de aires, así que decidió no luchar más.

Levantó la mano reclamando la presencia del camarero y abonó la nota. Asió su gran maleta y se dirigió sin prisa hasta su nueva casa.

Caminó lentamente admirando el paisa

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