El benefactor

Susan Sontag

Fragmento

1

Je rêve donc je suis.

¡Si tan solo pudiera explicarte cuánto he cambiado desde aquellos días! Cambiado y, sin embargo, todavía el mismo. Pero ahora puedo ver mis viejas preocupaciones con mirada serena. En los treinta años que han pasado, la preocupación ha cambiado su forma, se ha invertido, digamos. Cuando empezó, fue creciendo hasta vaciarme. Al principio la ignoraba, más tarde la acepté y busqué consuelo en mis amigos, después me resigné y finalmente aprendí a utilizarla en provecho propio. Ahora, en lugar de estar en mi interior, mi preocupación es una casa en la que vivo; en la que vivo más o menos cómodamente, vagando de habitación en habitación. Algunos inviernos no enciendo la calefacción. Entonces me quedo en una habitación, envuelto cálidamente en mi chaqueta de cuero, suéteres, botas y bufanda, y recuerdo aquellos agitados días. Me he convertido en un viejo algo lunático, dedicado a inocentes filantropías. Unos pocos amigos me visitan porque están solos, no porque disfruten realmente de mi compañía. Decididamente, he dejado de ser interesante.

Incluso de niño, había rasgos que me distinguían de mis compañeros de juego. Mi propio origen es poco notable: procedo de una próspera familia que aún reside en una impor tante ciudad de provincias. Mis padres estaban ya bien entrados en años cuando nací yo, el menor de sus tres hijos, y mi madre murió cuando yo tenía cinco años. Mi hermana ya se había casado y vivía fuera. Mi hermano tenía edad suficiente para entrar en el negocio de mi padre; se casó joven (poco después de la muerte de mi madre), con ecuanimidad, y pronto tuvo varios hijos. Hace muchos años que no le veo. De modo que tuve grandes oportunidades para estar solo durante mi infancia, y desarrollé un gusto un tanto prematuro por la soledad. En aquella enorme casa, de la que mi padre y mi hermano estaban permanentemente ausentes, tuve que valerme por mí mismo, y pronto di muestras de una seriedad, teñida de melancolía, que mi juventud no pudo disipar. Pero yo no pretendía ser diferente. Me fue bien en el colegio, jugué con otros chicos, flirteé con algunas jovencitas y les hice regalos, le hice el amor a la criada, escribí algún cuentecillo; en resumen, llené mi vida con actividades propias de mi rango y edad. Como nunca fui particularmente tímido ni huraño, conseguí pasar entre mis amigos por un joven taciturno pero agradable.

Fue entonces, al completar mis estudios y dejar mi ciudad natal para asistir a la universidad, cuando me sentí por primera vez incapaz de eliminar la sensación de ser diferente. En todas las cosas, el ambiente que nos rodea es de gran importancia. Hasta el momento yo había estado rodeado de mi niñera, mi padre, mis parientes, mis amigos, todos fácilmente satisfechos de sí mismos y de mí, viviendo en un confortable acuerdo entre unos y otros. Me gustaba su mundo. Lo único que me resultaba desagradable en ellos era la facilidad y la complacencia con que adoptaban una postura de indignación moral; en todo lo demás, eran para mí ni más ni menos lo que razonablemente puede esperarse de cualquier persona. Pero cuando me trasladé a la capital, advertí enseguida que no solo era distinto a los pacíficos provincianos entre los que me había criado, sino que era también diferente a los inquietos cosmopolitas entre los  que ahora vivía y con quienes esperaba tener más en común. Me encontraba rodeado de hombres y mujeres de mi misma edad, algunos, como yo, de provincias, pero la mayoría de la metrópoli en que estaba situada la universidad. (Omito el nombre de esta ciudad, no para fastidiar al lector —dado que no he prescindido en esta narración de ciertas palabras y nombres de instituciones locales fáciles de reconocer para cualquier turista, por lo que el lector pronto podrá identificar la ciudad en que viví—, sino para destacar mi convicción de la poca importancia que tiene para mi relato el lugar donde yo residí; no me quejo de mi tierra ni de esta ciudad en particular, que no es peor, quizá incluso mejor, que la mayoría de las ciudades: un centro de cultura y el lugar de residencia de gente muy interesante y amable.) En la universidad se había reunido la juventud ambiciosa de mi país. Todos preparaban sus licenciaturas, unos en medicina, en derecho, en arte, en ciencias, otros en servicios civiles y otros en revoluciones. Yo encontraba mi corazón vacío de ambiciones personales. Si de algo se alimenta la ambición de uno, es de la ambición de los demás. No entré en este tipo de relación, en parte conspirativa y en parte envidiosa, con mis semejantes. Siempre he gozado siendo yo mismo, y la compañía de los demás me resulta mucho más placentera cuando se diluye entre grandes cantidades del placer que encuentro en mí mismo, en mis sueños, en mis fantasías.

En realidad, creo que, faltándome todos los motivos corrientes de ambición que afloraban en mis compañeros —ni siquiera la ambición de desagradar a mi familia, en este tiempo de gran tensión entre generaciones—, me convertí en un estudiante entusiasta y capaz. Inspirado por la posibilidad de alcanzar alguna erudición, me matriculé en los más variados cursos y seminarios. Pero este afán verdadero por saber, que conduciría a las investigaciones que más tarde emprendí, no encontró satisfacción adecuada en las divisiones y facultades de la universidad. No quiero decir con esto que tenga nada que objetar a la especialización. Por el contrario, la auténtica  especialización —la delimitación neta y precisa de un tema, su correcto desmenuzamiento y el de sus consiguientes subdivisiones— era lo que yo buscaba y no podía encontrar. Tampoco discutía la pedantería. Lo que sí censuraba era que mis profesores propusieran problemas tan solo para resolverlos, y concluyeran sus exposiciones con exasperante puntualidad. Mi obstinado deseo de aprender se podía equiparar al de un hombre hambriento al que se le dan bocadillos y los come con el papel, no porque sea demasiado impaciente para desenvolverlos, sino simplemente porque nunca ha aprendido a quitarlo o lo ha olvidado. Mi hambre intelectual no me hizo insensible al poco apetitoso plato que ofrecían las aulas universitarias. Pero durante mucho tiempo fui tan incapaz de pelar aquellos insulsos envoltorios como de comer con mayor moderación.

Estudié así durante tres años. Al concluir este período publiqué mi primer y único artículo filosófico, en el que proponía importantes ideas sobre un tema de escasa importancia. El tono polémico de mi artículo provocó algunas discusiones en el mundo literario, y gracias a eso fui admitido en el círculo de un matrimonio de mediana edad, nacidos en el extranjero y nuevos ricos, que reunían gente estimulante en su finca de las afueras. Los fines de semana, los Anders organizaban paseos a caballo a primera hora de la tarde, audiciones de música de cámara al atardecer y largas cenas de etiqueta. Los invitados habituales, entre los que me contaba, eran un profesor que había escrito varios libros acerca de la teoría de la revolución, un bailarín negro de ballet, un famoso médico, un escritor que había sido boxeador profesional, un cura que dirigía una tertulia semanal en la radio titulada Confesiones y remedios, y el anciano director de la orquesta sinfónica de una ciudad vecina (este asistía esporádicamente, pero tenía un flirt con la hija menor de la casa). Era Frau Anders, una mujer robusta y sensual que rozaba los cuarenta, quien realmente presidía estas reuniones; la presencia de su marido era irregular y  solo nominal su autoridad; frecuentemente se ausentaba por viajes de negocios. Deduje que el suyo era un matrimonio más por conveniencia que por sentimientos. Frau Anders insistía en la puntualidad y el respeto, pero er

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