Ante el dolor de los demás

Susan Sontag

Fragmento

1

En junio de 1938 Virginia Woolf publicó Tres guineas, sus valientes e inoportunas reflexiones sobre las raíces de la guerra. Escrito durante los dos años precedentes, cuando ella y casi todos sus amigos íntimos y colegas estaban absortos en el avance de la insurrección fascista en España, el libro se encuadró como una muy tardía respuesta a la carta de un eminente abogado de Londres que le había preguntado «¿Cómo hemos de evitar la guerra en su opinión?». Woolf comienza advirtiendo con aspereza que acaso un diálogo verdadero entre ellos sea imposible. Pues si bien pertenecen a la misma clase, «la clase instruida», una amplia brecha los separa: el abogado es hombre y ella mujer. Los hombres emprenden la guerra. A los hombres (a la mayoría) les gusta la guerra, pues para ellos hay «en la lucha alguna gloria, una necesidad, una satisfacción» que las mujeres (la mayoría) no sienten ni disfrutan. ¿Qué sabe una mujer instruida —léase privilegiada, acomodada— de la guerra? Cuando ella rehúye su encanto ¿sus actitudes son acaso iguales?

Pongamos a prueba esta «dificultad de comunicación», propone Woolf, mirando juntos imágenes de la guerra. Las imágenes son algunas de las fotografías que el asediado Gobierno español ha estado enviando dos veces por semana; anota al pie: «Escrito en el invierno de 1936 a 1937». Veamos, escribe Woolf, «si al mirar las mismas fotografías sentimos lo mismo». Y añade:

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En el montón de esta mañana, hay una fotografía de lo que puede ser el cuerpo de un hombre, o de una mujer: está tan mutilado que también podría ser el cuerpo de un cerdo. Pero estos son ciertamente niños muertos, y esto otro, sin duda, la sección vertical de una casa. Una bomba ha derribado un lado; todavía hay una jaula de pájaro colgando en lo que probablemente fue la sala de estar...

La manera más resuelta y escueta de transmitir la conmoción interior que producen estas fotografías consiste en señalar que no siempre es posible distinguir el tema: así de absoluta es la ruina de la carne y la piedra representadas. Y de allí Woolf se apresura a concluir: respondemos de igual modo, «por diferente que sea nuestra educación, la tradición que nos precede», señala al abogado. La prueba: tanto nosotras —y aquí «nosotras» somos las mujeres— como usted podríamos responder con idénticas palabras.

Usted, señor, dice que producen «horror y repulsión». También nosotras decimos horror y repulsión... La guerra, dice usted, es una abominación, una barbaridad, la guerra ha de evitarse a toda costa. Y repetimos sus palabras. La guerra es abominable, una barbaridad; la guerra ha de evitarse.

¿Quién cree, en la actualidad, que se puede abolir la guerra? Nadie, ni siquiera los pacifistas. Solo aspiramos (hasta ahora en vano) a impedir el genocidio, a presentar ante la justicia a los que violan gravemente las leyes de la guerra (pues la guerra tiene sus leyes, y los combatientes deberían atenerse a ellas), y a ser capaces de impedir guerras específicas imponiendo alternativas negociadas al conflicto armado. Acaso sea difícil dar crédito a la determinación desesperada que produjo la convulsión de la Primera Guerra Mundial, cuando se comprendió del todo que Europa se había arruinado a sí misma. La condena general a la guerra no pareció tan fútil e irrelevante a causa de las fantasías de papel del Pacto Kellogg y

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Briand de 1928, en el que quince naciones importantes, entre ellas Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Alemania, Italia y Japón, renunciaron solemnemente a la guerra como instrumento de su política nacional; incluso Freud y Einstein fueron atraídos al debate en 1932 con un intercambio público de cartas titulado «¿Por qué la guerra?». Tres guineas de Woolf, publicado hacia el final de casi dos decenios de plañideras denuncias de la guerra, propuso un original enfoque (lo cual lo convirtió en el menos bien recibido de todos sus libros) sobre algo que se tenía por demasiado evidente o inoportuno para ser mencionado y mucho menos cavilado: que la guerra es un juego de hombres; que la máquina de matar tiene sexo, y es masculino. Sin embargo, la temeraria versión de Woolf de «¿Por qué la guerra?» no hace que su rechazo sea menos convencional en su retórica, en sus recapitulaciones, plenas de frases reiterativas. Y las fotografías de las víctimas de la guerra son en sí mismas una suerte de retórica. Reiteran. Simplifican. Agitan. Crean la ilusión de consenso.

Cuando invoca esta hipotética vivencia compartida («vemos con usted los mismos cuerpos muertos, las mismas casas derruidas»), Woolf profesa la creencia de que la conmoción creada por semejantes fotos no puede sino unir a la gente de buena voluntad. ¿Es cierto? Desde luego, Woolf y el anónimo destinatario de esta extensa carta-libro no son dos personas cualesquiera. Si bien los separan las añejas afinidades sentimentales y prácticas de sus respectivos sexos, como Woolf le ha recordado, el abogado no es en absoluto el estereotipo del macho belicista. No están más en entredicho sus opiniones contra la guerra que las de ella. Pues en definitiva la pregunta no fue «¿Qué reflexión le merece a usted evitar la guerra?», sino «¿Cómo hemos de impedir la guerra en su opinión?».

Este «nosotros» es lo que Woolf recusa al comienzo de su libro: se niega a conceder que su interlocutor lo dé por supuesto. Pero acaba sumiéndose, tras las páginas dedicadas a la cuestión feminista, en este «nosotros».

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No debería suponerse un «nosotros» cuando el tema es la mirada al dolor de los demás.

¿Quiénes son el «nosotros» al que se dirigen esas fotos conmocionantes? Ese «nosotros» incluiría no únicamente a los simpatizantes de una nación más bien pequeña o a un pueblo apátrida que lucha por su vida, sino a quienes están solo en apariencia preocupados —un colectivo mucho mayor— por alguna guerra execrable que tiene lugar en otro país. Las fotografías son un medio que dota de «realidad» (o de «mayor realidad») a asuntos que los privilegiados o los meramente indemnes acaso prefieren ignorar.

«Aquí, sobre la mesa, tenemos las fotografías», escribe Woolf del experimento mental que le propone al lector y al espectral abogado, el cual es ya bastante eminente, como señala, para ostentar tras su nombre las iniciales J. R., Jurisconsulto Real, y podría o no tratarse de una persona verdadera. Imagínese entonces extendidas las fotografías sueltas sacadas de un sobre que llegó en el correo matutino. Muestran los cuerpos mutilados de niños y adultos. Muestran cómo la guerra expulsa, destruye, rompe y allana el mundo construido. «Una bomba ha derribado un lado», escribe Woolf de la casa en una de las fotos. El paisaje urbano, sin duda, no está hecho de carne. Con todo, los edificios cercenados son casi tan elocuentes como los cuerpos en la calle. (Kabul, Sarajevo, Mostar Oriental, Grozny, seis hectáreas del sur de Manhattan después del 11 de septiembre de 2001, el campo de refugiados de Yenín...) Mira, dicen las fotografías, así es. Esto es lo que hace la guerra. Y aquello es lo que hace, también. La guerra rasga, desgarra. La guerra rompe, destripa. La guerra abrasa. La guerra desmembra. La guerra arruina.

No condolerse con estas fotos, no retraerse ante ellas, no afanarse en abolir lo que causa semejante estrago, carnicería semejante: para Woolf esas serían las reacciones de un mons

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truo moral. Y afirma: no somos monstruos, somos integrantes de la clase instruida. Nuestro fallo es de imaginación, de empatía: no hemos sido c

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