Nieve

Orhan Pamuk

Fragmento

1I>El silencio de la nieve /I>El viaje a Kars

El silencio de la nieve, pensaba el hombre que estaba sentado inmediatamente detrás del conductor del autobús. Si hubiera sido el principio de un poema, habría llamado a lo que sentía en su interior el silencio de la nieve.

Alcanzó en el último momento el autobús que le llevaría de Erzurum a Kars. Había llegado a la estación de Erzurum procedente de Estambul después de un viaje tormentoso y nevado de dos días, y mientras recorría los sucios y fríos pasillos, intentando enterarse de dónde salían los autobuses que podían llevarle a Kars, alguien le dijo que había uno a punto de salir.

El ayudante del conductor del viejo autobús marca Magirus le dijo «Tenemos prisa», porque no quería volver a abrir el maletero que acababa de cerrar. Así que tuvo que subir consigo el enorme bolsón cereza oscuro marca Bally que ahora reposaba entre sus piernas. El viajero, que se sentó junto a la ventanilla, llevaba un grueso abrigo color ceniza que había comprado cinco años atrás en un Kaufhof de Frankfurt. Digamos ya que este bonito abrigo de pelo suave habría de serle tanto motivo de vergüenza e inquietud como fuente de confianza en los días que pasaría en Kars.

Inmediatamente después de que el autobús se pusiera en marcha, el viajero sentado junto a la ventana abrió bien los ojos esperando ver algo nuevo y, mientras contemplaba los suburbios de Erzurum, sus pequeñísimos y pobres colmados, sus hornos de pan y el interior de sus mugrientos cafés, la nieve comenzó a caer lentamente. Los copos eran más grandes y tenían más fuerza que los de la nieve que le había acompañado a lo largo de todo el viaje de Estambul a Erzurum. Si el viajero que se sentaba junto a la ventana no hubiera estado tan cansado del viaje y hubiera prestado un poco más de atención a los enormes copos que descendían del cielo como plumas, quizá hubiera podido sentir la fuerte tormenta de nieve que se acercaba y quizá, comprendiendo desde el principio que había iniciado un viaje que cambiaría toda su vida, habría podido volver atrás.

Pero volver atrás era algo que ni se le pasaba por la cabeza en ese momento. Con la mirada clavada en el cielo, que se veía más luminoso que la tierra según caía la noche, no consideraba los copos cada vez más grandes que esparcía el viento como signos de un desastre que se aproximaba sino como señales de que por fin habían regresado la felicidad y la pureza de los días de su infancia. El viajero sentado junto a la ventana había vuelto a Estambul, la ciudad donde había vivido sus años de niñez y felicidad, una semana antes por primera vez después de doce años de ausencia a causa del fallecimiento de su madre; se había quedado allí cuatro días y había partido en aquel inesperado viaje a Kars. Sentía que la extraordinaria belleza de la nieve que caía le provocaba más alegría incluso que la visión de Estambul años después. Era poeta, y en un poema escrito años atrás y muy poco conocido por los lectores turcos había dicho que a lo largo de nuestra vida sólo nieva una vez en nuestros sueños.

Mientras la nieve caía pausadamente y en silencio, como nieva en los sueños, el viajero sentado junto a la ventana se purificó con los sentimientos de inocencia y sencillez que llevaba años buscando con pasión y creyó optimistamente que podría sentirse en casa en este mundo. Poco después hizo algo que llevaba mucho tiempo sin hacer y que ni siquiera se le habría ocurrido y se quedó dormido en el asiento.

Demos cierta información sobre él en voz baja aprovechándonos de que se ha dormido. Llevaba doce años viviendo en Alemania como exiliado político aunque nunca se había interesado demasiado por la política. Su verdadera pasión, lo que ocupaba todos sus pensamientos, era la poesía. Tenía cuarenta y dos años, estaba soltero y nunca se había casado. Acurrucado en el asiento no se le notaba, pero era bastante alto para ser turco y tenía la piel clara, que habría de palidecer aún más durante aquel viaje, y el pelo castaño. Era un hombre tímido a quien le gustaba la soledad. De haber sabido que poco después de dormirse su cabeza cayó sobre el hombro y luego sobre el pecho del viajero que tenía al lado debido a las sacudidas del autobús, se habría avergonzado muchísimo. El viajero cuyo cuerpo caía sobre el vecino era un hombre honesto y bienintencionado y siempre estaba melancólico como los personajes de Chejov, que a causa de esas mismas particularidades fra

casan en sus aburridas vidas. Volveremos a menudo sobre la cuestión de la melancolía. Tengo que decir que el nombre del viajero, que se ve que, a juzgar por su incómoda forma de estar sentado, no seguirá dormido mucho más, era Kerim Alakus¸ogȈlu pero que, como no le gustaba en absoluto, prefería que le llamaran Ka, por sus iniciales, y eso será lo que haremos en este libro. Nuestro protagonista escribía testarudamente su nombre como Ka ya en los años de la escuela en ejercicios y exámenes, firmaba Ka en las listas de la universidad y siempre estaba dispuesto a discutir al respecto con cualquier profesor o funcionario. Como había publicado sus libros de poesía con aquel alias que había conseguido que aceptaran su madre, su familia y sus amigos, el nombre de Ka poseía cierta mínima y misteriosa fama en Turquía y entre los turcos de Alemania. Y ahora, como el conductor que les desea buen viaje a sus pasajeros después de salir de Erzurum, yo también voy a añadir algo: que tengas buen viaje, querido Ka… Pero no quiero engañarles: soy un viejo amigo de Ka y sé lo que le ocurrirá en Kars antes incluso de comenzar esta historia.

Después de Horasan el autobús se desvió hacia el norte en dirección a Kars. Ka se despertó bruscamente cuando un carro apareció de repente en una de las cuestas que se elevaban retorciéndose y el conductor dio un fuerte frenazo. No le llevó demasiado tiempo adherirse al clima de hermandad que se creó en el autobús. Aunque estaba sentado justo detrás del conductor, cuando el autobús frenaba en las curvas o cuando pasaban junto a un barranco, él, como los pasajeros de atrás, se ponía en pie para ver mejor la carretera, señalaba con el índice, intentando mostrársela, una esquina que se le había escapado al pasajero que limpiaba el empañado parabrisas con el gozo de ayudar al conductor (la colaboración de Ka pasó desapercibida) e intentaba descubrir, como el conductor, hacia dónde se extendía el asfalto, ahora invisible, cuando arreció la ventisca y los limpiaparabrisas se mostraron incapaces de limpiar el cristal delantero, repentinamente blanco.

Las señales de tráfico no se podían leer porque las cubría la nieve. Cuando la ventisca comenzó a golpear con fuerza, el conductor apagó las luces largas y el interior del autobús se oscureció mientras que la carretera se hacía más clara en la penumbra. Los pasajeros, atemorizados y sin hablar entre ellos, miraban las calles pobres de los pueblos bajo la nieve, las luces pálidas de casas destartaladas de un solo piso, los caminos ya cerrados que llevaban a lejanas aldeas y los barrancos que las farolas apenas iluminaban. Si hablaban lo hacían en susurros.

El compañero de asiento de Ka, en cuyo regazo se había quedado dormido, le preguntó también en un susurro a qué iba a Kars. Era fácil darse cuenta de que Ka no era nativo de allí.

—Soy periodista —musitó Ka… Eso no era cierto—. Voy por las elecciones municipales y por las mujeres que se suicidan. —Eso sí que lo era.

—Todos los periódicos de Estambul han publicado que el alcalde de Kars ha sido asesinado y que las mujeres se suicidan —dijo su compañero de asiento con un fuerte sentimiento que Ka no pudo descubrir si era orgullo o vergüenza.

Ka habló de vez en

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