Cómo mantener la cordura en un mundo dividido

Elif Shafak

Fragmento

cap

Era mi primer día en Estambul, una tarde ventosa de septiembre de hace ya muchas lunas. Como joven aspirante a escritora, me había mudado a la ciudad sin conocer a nadie siguiendo una intuición que no podía identificar ni eludir y había alquilado un piso minúsculo en uno de sus barrios más densos, caóticos y cosmopolitas, cerca de la plaza Taksim. En aquella calle estrecha oía el dado de backgammon al rodar sobre el tablero en el salón de té de enfrente, los chillidos de las gaviotas veloces que descendían en picado para arrebatar el bocadillo a algún transeúnte desprevenido. Pero en aquel momento era ya bien entrada la noche, por lo que el salón de té estaba cerrado y las gaviotas descansaban en las azoteas. Mis ventanas no tenían cortinas ni persianas y, bajo la pálida luz de una farola, yo estaba escuchando los ruidos de la urbe insomne sentada en una caja de cartón llena de libros y papeles. Debí de adormilarme, porque me despertaron unos gritos.

Me asomé a la calle y la vi caminar cojeando con rabia, llevaba un zapato con el tacón roto en una mano y se empecinaba en seguir con el otro puesto. Vestía una falda corta y una blusa de seda. Era una mujer transgénero muy alta. Yo sabía que en el barrio vivían minorías sexuales, pues era uno de los distritos relativamente progresistas de la ciudad, aunque los prejuicios sociales y la discriminación sistemática eclipsaban sin cesar sus vidas y sus medios de subsistencia. Sin otras posibilidades laborales a su alcance, muchos miembros de la comunidad transgénero de la zona hacían la calle o trabajaban en los bares, las discotecas y tabernas que constituían la economía nocturna de Estambul. La brutalidad policial los había expulsado de zonas cercanas en rápido y reciente proceso de gentrificación, pero en mi calle, a saber, la de los Caldereros, seguía existiendo una comunidad bastante grande, unida y orgullosa.

Cuando pasó por debajo de mi ventana la oí hablar sola y capté algunas palabras de su soliloquio. Alguien —tal vez un amante, tal vez la ciudad entera— la había tratado mal, de manera injusta. Estaba triste, pero sobre todo furiosa.

Empezó a llover y las gotas se apresuraron,

plic, plac, plic.

Un único tacón resonó sobre los adoquines,

tac, tac, tac.

La observé hasta que dobló la esquina al final de la calle. Nunca había visto a una mujer tan claramente destrozada y, sin embargo, tan obstinada en seguir adelante. Me sentí culpable por no haber abierto la ventana y hablado con ella, por no preguntarle si se encontraba bien. También me sentí avergonzada porque mi primera reacción había sido la de retirarme a la seguridad de mi piso, como si temiera que su melancolía fuera contagiosa. La escena me quedó grabada en la mente, con las similitudes y los contrastes. La soledad de ella, que no me pareció muy distinta de la mía. Por otra parte, mi apocamiento frente a su audacia. Ella ya estaba harta de Estambul; yo todavía no había empezado a descubrirla. Y, más importante aún: ella era una luchadora esforzada, mientras que yo era tan solo una observadora.

Desde entonces han pasado muchos años. Ya no vivo en Estambul. Sin embargo, sentada a mi mesa, en Londres, para escribir sobre este mundo turbulento y polarizado, recuerdo aquel momento, me acuerdo de ella, y pienso en la ira, la soledad y el dolor.

*

La pandemia. Mientras el coronavirus que azota el planeta mataba a cientos de miles de personas, dejaba sin trabajo a millones y hacía añicos la vida que conocíamos, en los parques públicos de todo Londres aparecieron unos carteles que planteaban la siguiente pregunta: «Cuando todo esto termine, ¿en qué te gustaría que el mundo fuera distinto?». No se explicitaba qué era «todo esto»; se contaba con que los viandantes discurrieran a qué aludía: a este súbito desbarajuste de nuestras actividades cotidianas, a esta sensación de estar atrapados en la marejada de incertidumbre y miedo a lo que vendrá, a esta grave crisis sanitaria mundial con consecuencias económicas, sociales y posiblemente políticas a largo plazo, a este túnel que, como humanidad, debemos atravesar sin que sea fácil adivinar cómo o cuándo acabará o si en un futuro próximo habrá otro brote de una enfermedad vírica.

La parte inferior de los carteles se dejaba en blanco a propósito, para que debajo de la pregunta la gente escribiera sus respuestas, y muchas personas así lo hicieron. De todos los comentarios anotados de forma apresurada, se me quedó grabado uno. Alguien había estampado en letras bien claras: «Me gustaría que se me oyera».

«Cuando todo esto termine quiero vivir en un mundo distinto en el que se me oyera.»

Era un grito personal, pero en muchos aspectos parecía también un clamor colectivo.

«¿Quién me oiría, si gritase yo, desde la esfera de los ángeles?», preguntaba el poeta y novelista Rainer Maria Rilke en sus Elegías de Duino, escritas y publicadas a principios del siglo XX.[1] Era una época distinta. Hoy, en el siglo XXI, en un mundo sumamente dividido y cada vez más caótico, arrollado por la velocidad de los cambios y por la aceleración de la tecnología, y que anhela la dignidad y la igualdad, compartimos este sentimiento: «¿Quién me oiría, si gritase yo, desde la esfera de los humanos?».

Personas que tienen mucho que decir, con una historia singular que contar, a menudo callan por temor a que sus palabras caigan en el vacío. Se sienten excluidas del poder político y, en gran medida, de la participación ciudadana y política. Dudan de que, aunque pregonaran sus quejas desde los tejados de Westminster —o de Bruselas, Washington o Nueva Delhi—, eso tuviera el menor impacto en las políticas públicas. No solo la gestión y la autoridad, el poder y la riqueza, sino también los datos y el conocimiento se concentran cada vez más en manos de unos pocos, mientras que un número creciente de ciudadanos se sienten excluidos; no es que tengan la impresión de que han caído en el olvido, sino de que nunca se ha reparado en ellos. A medida que su desencanto va en aumento, también se agudiza la desconfianza incluso en las instituciones más básicas. Más de la mitad de quienes viven en democracia hoy en día afirma que su voz no se oye «nunca» o «casi nunca».[2] Si este es el estado de ánimo general en los países relativamente democráticos, imaginemos lo alto que será el porcentaje en regímenes autoritarios, en los que además de no haber transparencia se impone desde arriba un único relato y se reprime cualquier forma de disidencia. Juntos suman una gran multitud de personas sin voz. Y la mayor paradoja estriba en que esto ocurre en una época en que se supone que, como seres humanos —sin distinción de raza, género, religión, clase social o identidad étnica—, estamos más conectados y somos más empáticos y libres que nunca, con muchas más oportunidades a nuestra disposición para expresarnos, debido a la proliferación de plataformas mediáticas y digitales, de las que habrían soñado nuestros abuelos. Entonces, ¿cómo es posible que, en una época en que se preveía que los medios sociales concederían a todo el mundo el mismo derecho a tener voz, haya tanta gente que continúe sintiendo que carece de ella?

Estar privado de voz significa estar privado del control sobre la vida propia. También implica enajenarse lenta pero sistemáticamente de las trayectorias y

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos