La pena de Bélgica

Hugo Claus

Fragmento

1

La visita

Dondeyne había escondido uno de los siete Libros Prohibidos bajo su batín y había llamado a Louis. Se sentaron bajo la enredadera de la cueva de Bernadette Soubirous.

El libro de Dondeyne era el ABC, el semanario de los socialistas, que con toda seguridad se hallaba en la lista negra del Vaticano; su hermano se lo había traído durante su estancia en el hospital. Había salido de allí con una oreja escarlata que se estaba tocando constantemente. Durante el día, el libro se encontraba debajo de su armario, con los botines delante.

Las cuatro hojas relucientes que le faltaban, sin arrugar pero desgarradas por los bordes, se encontraban bajo el papel de envolver azul del cajón del pupitre de Dondeyne. Para mayor seguridad, había sujetado el papel con chinchetas («Se dice tachuelas», exigía el padrino de Louis, pero él nunca lo decía; bastante se reían ya de él por su pronunciación).

Las páginas abiertas relucían al sol, hendidas lastimosamente en el margen por una sombra y el mellado desgarro. Louis no habría desgarrado nunca ninguno de sus libros, ni siquiera ante el inminente peligro de ser descubierto. Pero Dondeyne era un hotentote.

Los cuatro apóstoles tenían siete Libros Prohibidos. Vlieghe tenía tres: Amor en la niebla, un programa de la opereta Rose-Marie y (el más peligroso de todos) una biografía de G.B. Shaw, hereje y francmasón. Byttebier tenía Relatos de los Mares del Sur y una foto de Deanna Durbin en combinación, lo suficientemente perniciosa como para ser considerada libro. El libro de Louis seguramente no le habría puesto en apuros de haberlo encontrado una de las hermanas; lo había podido colar sin problemas entre los manoseados libros de la Fundación David, que tan bien olían, y que había traído consigo después de las vacaciones de Semana Santa. Pero ¿no bastaba ya con el hecho de haber metido el libro de contrabando en el internado, bajo el abrigo? Se titulaba La bandera flamenca y había sido encuadernado por papá con una cubierta marrón rojiza; el encuadernado de papá era reconocible a primera vista, ya que tajaba los márgenes con la cortadora sin compasión, como si fuese una guillotina, justo al borde del texto. La bandera flamenca trataba de unos seminaristas rebeldes de finales del siglo anterior que, instigados por sacerdotes de pelo largo y lentes, tramaban un complot a altas horas de la noche contra los ministros y obispos belgas —y, por tanto, enemigos de Flandes— en el seno de una sociedad secreta llamada El Juramento Silencioso. Louis había robado el libro de la estantería de su casa porque le había oído decir a papá que si los curas encontraban ese libro en casa de alguno de sus parroquianos, de inmediato le amenazaban con la excomunión de la Santa Madre Iglesia. Cuando los otros tres apóstoles habían visto el exiguo libro, sin ilustraciones, impreso en letras pardas y finísimas, les había causado poca impresión. Y tan solo porque Louis había insistido con ardoroso entusiasmo sobre su oscura procedencia, contenido y peligro, decidieron aceptar la obra amorfa como Libro Prohibido, y aquella noche lo pusieron junto a los otros sobre la almohada de Byttebier y, haciendo tres señales de la cruz, susurraron: «En los libros negros / lo habrás de buscar / como te lo manda / la Santísima Trinidad». Ninguno de los Libros Prohibidos se podía leer sin que al menos uno de los otros apóstoles leyera contigo.

Dondeyne y Louis estaban mirando las borrosas ilustraciones del proceso del radiotelegrafista ante la Corte de Asís, en Brujas. El padre de la víctima, un hombre frágil con perilla blanca, llevaba una gorra de uniforme y recordaba al zar ruso suplicando a Rasputín que salvase la vida de su hijo hemofílico. La madre era una viejecita que miraba miope y provocadora al asesino fuera de la escena, y que levantaba su bolso de charol negro como para pegar a alguien con él, o para tirárselo encima; el abogado llevaba una toga que tenía el mismo color sepia de su pelo rizado; un fotógrafo con una gorra escocesa sujetaba su cámara como si se tratara de un acordeón con una enorme abertura cuadrada; luego estaba el oficial radiotelegrafista, el culpable, que, según el tribunal, había enterrado a su novia viva en las dunas. Aparecía sonriente, con un bigote poblado, las manos a la espalda y sacando tripa (claro que la foto había sido tomada con anterioridad, no en el momento del miedo y los temblores de la playa, ni después, en la época del remordimiento y las pesadillas).

—Enterrada viva bajo la arena —dijo Dondeyne—, ¡una chica tan hermosa...!

—¿Y cómo sabes tú eso? —inquirió Louis—. Lo mismo era fea o tuerta.

—¿Es que acaso tú no la has visto?

Dondeyne cerró la revista, le dio la vuelta y señaló en la portada a una señora perfecta y sin una arruga, que, envuelta en satén o seda, sonreía al lector. Sus iris tenían el mismo color anaranjado de sus labios poco marcados. El papel había sido rasgado con saña por la mitad de su frente.

—Hotentote —dijo Louis desalentado—, esa es una estrella de cine. Aquí está su nombre en letras enormes: Wynne Gibson. Los socialistas siempre ponen una estrella de cine en la portada.

—¡Ah, claro! —dijo Dondeyne, pero sin creérselo, sobándose su oreja translúcida y enrojecida.

—Ella, la «amiga» del radiotelegrafista, era un monstruo —dijo Louis—. Eso no lo pone en la revista, pero ella se lo había buscado. En realidad, le había destrozado la vida.

—¿A él?
—Pues claro —dijo Louis.
—«Amiga» —dijo Dondeyne—; ¿quiere eso decir...? —Que no estaban casados.

Le parecía que eso de hacer un agujero en la arena y meter en él a la pataleante e inocente mujer era lo justo. Eficaz. Aunque, ¿amiga...? También podía significar que la mujer era una «conocida», alguien de la vecindad. Pero ¿por qué no ponían entonces «prometida» o «querida» o la pegajosa, asquerosa y clandestina palabra «amante»?

Louis vio impreso entre los rizos color ámbar de Wynne Gibson: «31 marzo de 1935, año IV, 1.25 FL».

—Este ABC es de hace cuatro años —dijo.
—¡Qué más da!
—Quizá entre tanto Wynne Gibson ya se haya muerto. —Nos habríamos enterado.
¿Quién? ¿Nosotros? ¡Ay, Dondeyne, pedazo de hotentote! ¡Cómo nos íbamos a enterar! Además, ¿quién había oído nunca hablar de Wynne Gibson?

Los pequeños en la sala de música cantaron «El caballo Bellardo» por duodécima vez.

Justo cuando Louis, en un momento de arrebato, pensó «Voy a ir en contra de todas las reglas, apóstol o no apóstol, le voy a arrancar la revista de las manos y voy a salir corriendo con ella hacia el huerto», Dondeyne le tendió el ABC.

—Mira —le dijo—, clavadita a Dobbelaere, con los mismos granos asquerosos.

Una chica torpemente dibujada se miraba desesperada en algo que se parecía a un puñal negro o a un cuchillo, o a la mitad de un cono de ébano. En este instante Louis se dio cuenta de que, en realidad, lo que representaba era un espejo visto de lado. En la cara de la chica habían puesto salpicaduras y puntos negros; una mujer de dedos extraordinariamente largos presionaba con uno de ellos sobre la mejilla de la chica; «El consejo de una madre», ponía encima.

—«Sabía que su madre había adivinado el secreto de su vergüenza: poros dilatados, puntos negros y una complexión sucia, amarillenta, que le hacía sentirse rechazada. Lo que ella no sabía era que una simple receta podía significar el inesperado alivio para más de una jovencita, como la mayoría de las madres sabe.»

Devolvió la revista a Dondeyne. Este la dejó abierta sobre sus raspadas rod

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