El lado frío de la almohada

Belén Gopegui

Fragmento

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Mateo Orellán acababa de recoger una corbata y un pantalón de la tintorería. A las nueve estaba invitado a una recepción en la Fundación Kiev y no tenía qué ponerse. Aun contando con el pantalón y la corbata iba a costarle encontrar una camisa bien planchada, una chaqueta decente. Inquieto por esta trivialidad entró en la cocina y encendió maquinalmente la radio. Mientras preparaba un café escuchó la noticia.

Al principio ni siquiera pensó que las dos iniciales de la joven L. B. de origen cubano muerta por azar en un tiroteo correspondieran a Laura Bahía. Se había producido un fuego cruzado, un ajuste de cuentas en la calle de Argumosa, un mexicano de unos cuarenta años había recibido tres disparos, otro hombre había huido y una bala perdida se había alojado en el cráneo de la joven, quien vivía en un inmueble sito en la misma calle y se disponía a salir de él. A diferencia del mexicano, muerto en el acto, la joven L. B., de veintiocho años, había muerto diez minutos después. El locutor dio paso a un diputado de la Asamblea de Madrid y éste criticó la tardanza en atender a la joven por parte tanto de la policía como del servicio de ambulancias. Orellán dejó de escuchar.

Ahora estaba seguro. La calle de Argumosa era la calle de Laura Bahía, la edad era la suya igual que las iniciales, y la expresión de origen cubano designaba el hecho cierto de que Laura Bahía, hija de padre español, había nacido en Cuba, había vivido allí diecinueve años y ahora llevaba nueve en España.

Mateo Orellán salió despacio de su estupor para oír, esta vez, a una concejala de la oposición. No había ninguna prueba de que L. B. estuviera implicada en el tiroteo de bandas rivales, afirmaba la concejala. Lo que le había ocurrido a la joven podía haberle pasado a cualquiera en el portal de su propia casa, y de nuevo ponía de manifiesto la creciente inseguridad de Madrid. El borboteo del café requemado y, casi a la vez, el timbre del teléfono obligaron a Orellán a levantarse. Apagó el fuego y contestó. Era Agustín Sedal.

—Ha ocurrido algo —dijo.

—Lo sé, lo he oído en la radio.

—Necesito hablar contigo.

Mateo Orellán tenía sesenta y ocho años, un cuerpo algo rechoncho de baja estatura, cabeza calva, y usaba gafas de concha. Siempre había envidiado la delgadez de Agustín Sedal, la altura, el cuerpo de galán erguido a pesar de sus setenta y un años. Cuando Sedal se presentó en su casa, sin embargo, toda esa altura parecía venírsele encima, sus dos manos morenas eran un mar de arrugas igual que el borde de unos ojos medio muertos. El ancho bigote blanco le había amarilleado.

Sedal se quedó parado en el umbral de la puerta, como si no supiera dónde estaba. Orellán le llevó al salón.

—¿Whisky? —preguntó.

—No, gracias, he venido a pedirte una cosa, escritor —dijo Sedal, quien siempre llamaba a Mateo Orellán así en broma—. Necesito que escribas.

—¿Que escriba el qué?

—Una novela.

—Hace veinticinco años que no escribo novelas.

—Sin embargo, sigues siendo escritor.

—De libros de ensayo, de libros de encargo.

—Tienes que hacerlo. No puedo pedírselo a nadie más.

—¿De qué te va a servir?

—De nada —dijo Sedal.

Mateo Orellán solía decir que era escritor por insistencia. Había dejado la novela por el teatro. Había dejado el teatro por el ensayo y el ensayo por el libro de encargo. La cuestión era que cada tanto seguían apareciendo libros que llevaban su nombre. Participaba en mesas redondas, servía igual para un roto que para un descosido. «Supongo, sí —pensaba—, que en cierto sentido soy escritor.»

—Si escribo la novela, ¿qué harás con ella?

Sedal volvió su rostro ojeroso, su perfil devastado hacia él.

—Cuando la termines, te lo diré.

Agustín Sedal salió de casa de Orellán a las doce de la noche. Había llegado a las seis. Mateo Orellán le acompañó a la puerta; al volver, vio la corbata y el pantalón envueltos en el plástico de la tintorería.

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