Huaco retrato

Gabriela Wiener
Gabriela Wiener

Fragmento

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Lo más extraño de estar sola aquí, en París, en la sala de un museo etnográfico, casi debajo de la Torre Eiffel, es pensar que todas esas figurillas que se parecen a mí fueron arrancadas del patrimonio cultural de mi país por un hombre del que llevo el apellido.

Mi reflejo se mezcla en la vitrina con los contornos de estos personajes de piel marrón, ojos como pequeñas heridas brillantes, narices y pómulos de bronce tan pulidos como los míos hasta formar una sola composición, hierática, naturalista. Un tatarabuelo es apenas un vestigio en la vida de alguien, pero no si este se ha llevado a Europa la friolera de cuatro mil piezas precolombinas. Y su mayor mérito es no haber encontrado Machu Picchu, pero haber estado cerca.

El Musée du quai Branly se encuentra en el VII Distrito, en el centro del muelle del mismo nombre, y es uno de esos museos europeos que acogen grandes colecciones de arte no occidental, de América, Asia, África y Oceanía. O sea que son museos muy bonitos levantados sobre cosas muy feas. Como si alguien creyera que pintando los techos con diseños de arte aborigen australiano y poniendo un montón de palmeras en los pasillos, nos fuéramos a sentir un poco como en casa y a olvidar que todo lo que hay aquí debería estar a miles de kilómetros. Incluyéndome.

He aprovechado un viaje de trabajo para venir por fin a conocer la colección de Charles Wiener. Cada vez que entro a sitios como este tengo que resistir las ganas de reclamarlo todo como mío y pedir que me lo devuelvan en nombre del Estado peruano, una sensación que se vuelve más fuerte en la sala que lleva mi apellido y que está llena de figuras de cerámica antropomorfas y zoomorfas de diversas culturas prehispánicas de más de mil años de antigüedad. Intento encontrar alguna propuesta de recorrido, algo que contextualice las piezas en el tiempo, pero están exhibidas de manera inconexa y aislada, y nombradas solo con inscripciones vagas o genéricas. Le hago varias fotos al muro en el que se lee «Mission de M. Wiener», como cuando viajé a Alemania y vi con dudosa satisfacción mi apellido por todas partes. Wiener es uno de esos apellidos derivados de lugares, como Epstein, Aurbach o Guinzberg. Algunas comunidades judías solían adoptar los nombres de sus ciudades y pueblos por una cuestión afectiva. Wiener es un gentilicio, significa «de Viena» en alemán. Como las salchichas. Tardo unos segundos en darme cuenta de que la M. es la de M. de Monsieur.

Aunque la suya haya sido la misión científica del típico explorador del siglo XIX, suelo bromear en las cenas de amigos con la idea de que mi tatarabuelo era un huaquero de alcance internacional. Les llamo huaqueros sin eufemismos a los saqueadores de yacimientos arqueológicos que extraen y trafican, hasta el día de hoy, con bienes culturales y artísticos. Pueden ser señores muy intelectuales o mercenarios, y pueden llevar tesoros milenarios a museos de Euro­pa o a los salones de sus casas criollas en Lima. La palabra huaquero viene del quechua huaca o wak’a, como se le llaman en los Andes a los lugares sagrados que hoy son en su mayoría sitios arqueológicos o simplemente ruinas. En sus catacumbas solían estar enterradas las autoridades comunales junto a su ajuar funerario. Los huaqueros invaden sistemáticamente estos recintos buscando tumbas u objetos valiosos y, a causa de sus métodos poco profesionales, suelen dejarlas hechas un muladar. El problema es que semejante procedimiento no permite ningún estudio posterior fiable, hace imposible rastrear cualquier seña de identidad o memoria cultural para reconstruir el pasado. De ahí que huaquear sea una forma de violencia: convierte fragmentos de historia en propiedad privada para el atrezo y decoración de un ego. A los huaqueros también les hacen películas en Hollywood como a los ladrones de cuadros. Son fechorías no exentas de glamour. Wiener, sin ir muy lejos, ha pasado a la posteridad no solo como estudioso, sino como «autor» de esta colección de obras, borrando a sus autores reales y anónimos, arropado por la coartada de la ciencia y el dinero de un gobierno imperialista. En aquella época a mover un poco de tierra lo llamaban arqueología.

Recorro los pasillos de la colección Wiener y entre las vitrinas atestadas de huacos, me llama la atención una porque está vacía. En la referencia leo: «Momie d’enfant», pero no hay ni rastro de esta. Algo en ese espacio en blanco me pone en alerta. Que sea una tumba. Que sea la tumba de un niño no identificado. Que esté vacía. Que sea, después de todo, una tumba abierta o reabierta, infinitamente profanada, mostrada como parte de una exhibición que cuenta la historia triunfal de una civilización sobre otras. ¿Puede la negación del sueño eterno de un infante contar esa historia? Me pregunto si se habrán llevado la pequeña momia a restaurar como se restaura un cuadro y si han dejado la vitrina vacía en la sala como un guiño a cierto arte de vanguardia. O si el espacio en que no está es una denuncia permanente de su desaparición, como cuando robaron un Vermeer de un museo de Boston y dejaron por siempre el marco vacío en la pared para que nadie lo olvide. Especulo con la idea del robo, de la mudanza, de la repatriación. Si no fuera porque vengo de un territorio de desapariciones forzadas, en el que se desentierra pero sobre todo se entierra en la clandestinidad, tal vez esa tumba invisible detrás del cristal no me diría nada. Pero algo insiste dentro de mí, quizá porque ahí dice que el niño de la momia ausente era de la Costa Central, de Chancay, del departamento de Lima, la ciudad donde nací. Mi cabeza deambula entre pequeñas fosas imaginarias, cavadas en la superficie, encajo la pala en el hueco de la irrealidad y retiro el polvo. Esta vez mi reflejo de perfil incaico no se mezcla con nada y es, por unos segundos, el único contenido, aunque espectral, de la vitrina vacía. Mi sombra atrapada en el cristal, embalsamada y expuesta, reemplaza a la momia, borra la frontera entre la realidad y el montaje, la restaura y propone una nueva escena para la interpretación de la muerte: mi sombra lavada y perfumada, vaciada de órganos, sin antigüedad, como una piñata translúcida llena de mirra, nada que puedan devorar y destruir los perros salvajes del desierto.

Un museo no es un cementerio, aunque se parezca mucho. La exposición de Wiener no explica si el pequeño que no está fue sacrificado ritualmente, asesinado o si murió de forma natural; ni cuándo, ni dónde. Lo que es seguro es que este sitio no es ni una huaca, ni la cima de un volcán en la que ser entregado a dioses y hombres para que bendigan la cosecha y la lluvia caiga gruesa y constante como en los mitos, como una torva de dientes de leche y granos rubíes de granadas jugosas regando los ciclos de la vida. Aquí las momias no se conservan tan bien como en la nieve.

Los arqueólogos dicen que en los volcanes altos del sur extremo, los niños encontrados parecen dormidos en sus tumbas de hielo, y al verlos por primera vez, da la sensación de que podrían volver en cualquier momento de su sue­ño de siglos. Están tan bien conservados que quien los ve piensa que podrían ponerse a hablar en ese instante. Y nunca están solos. Juntos enterraron a los Niños de Llullaillaco, en la Cordillera de los Andes: la Niña del Rayo, de siete años, el Niño, de seis, y la Doncella, de quince. Y juntos los desenterraron.

En una antigüedad no tan remota, aquí mismo, en una capital europea, los niños también se enterraban en el mismo sector del campo santo, como si fueran todos hermanitos o una peste se los hubiera llevado de golpe y pasaran a habitar una especie de mini ciudad fantasma dentro de la gran ciudad de los muertos, para que si despertaban en medio de la noche pudieran jugar juntos. Siempre que visito un cementerio intento darme una vuelta por la zona kids, voy leyendo entre sobresaltos y suspiros las despedidas que les dejan las familias en sus mausoleos, y me da por imaginar sus vidas frágiles y sus muertes, causadas la mayor parte de las veces por enfermedades insignificantes. Pienso, delante de este sepulcro infantil no encontrado, si el terror que nos produce hoy la muerte de un niño viene de esa antigua fragilidad, y si no será que hemos olvidado la costumbre de sacrificarlos, la normalidad de perderlos. No he visto nunca tumbas de niños muertos contemporáneos. Quién en su sano juicio llevaría el cadáver de su hijo a un cementerio. Hay que estar loco. A quién se le ocurriría enterrar a un niño, vivo o muerto.

Este niño sin tumba, en cambio, esta tumba sin niño, no solo no tiene hermanos ni compañeros de juegos, es que aho­ra además está perdido. Si estuviera ahí, me imagino a alguien, que podría ser yo, sucumbiendo al impulso de tomar en brazos a la Momie d’enfant, la guagua huaqueada por Wiener, envuelta en un textil con diseños de serpientes bicéfalas y olas de mar roído por el tiempo, para salir corriendo hacia el muelle, dejar atrás el museo, cruzar hacia la torre, sin ningún plan en concreto, solo alejarnos lo más posible de ahí, pegando algunos tiros al aire.

El avión no llegó a tiempo o eso suele decirse cuando alguien muere, como si no fuéramos nosotros los que siempre llegamos tarde a todo. Mi mamá, que para variar se pasó días evitando mostrarme la verdadera dimensión del asunto, por fin lo dijo, me llamó para que fuera, para que volara, vuela, Gabi, porque tu papá no va a aguantar mucho; y tuve que admitir que en el fondo yo podría haber deducido que pasaría. De­sorientada, dando vueltas por la T4 de Barajas, me alisté para un viaje transoceánico con un nudo en el cuello y cuando aterricé ya no había nudo, ni intriga, ni padre.

Nadie te prepara para un duelo, ni todos los libros tris­tes que llevaba una década leyendo de manera enfermiza. Po­día reconocer a Goldman hablando con un árbol en una calle de Brooklyn, un árbol que podía ser su esposa Aura después de que una ola la matara. A Rieff en el hospital diciendo algo inteligente para que nadie se diera cuenta de lo herido que estaba por su mamá, la egocéntrica Sontag, incapaz de aceptar que se moría. A del Molino poniéndose mil veces la mis­ma canción en el ipod para alejar a la maldita leucemia de su bebé. A Bonnet repitiéndose en su cabeza para creerse que su hijo ya no está: «Daniel se mató». A Hitchens lleno de cáncer cagándose en Dios. A Herbert lidiando con ser el vástago de una puta que se muere. Ay, todos esos libros que recuerdo haber leído de un tirón, porque cada vez que me apartaba de sus páginas sentía que estaba dejando a sus autores solos ante el peligro y no podía permitírmelo. Es verdad, como dice Joan Didion, que sobrevivimos más de lo que creemos que podemos. Y algunos lo hacen para poder algún día escribir algo que nadie en su sano juicio pediría escribir, un libro que hable sobre el duelo. Jamás podría hacer nada semejante.

Al llegar a casa, la casa de mi familia, entre el puñado de cosas que mi papá dejó para mí, me desconcierta encontrar el famoso libro escrito por Charles Wiener. Reconozco sobre el grabado marrón del paisaje cusqueño de la cubierta las letras rojas del título y el nombre del tatarabuelo. También está el teléfono de papá, usado por él solo pocas horas antes, y sus gafas, que descansan sobre el tocho de páginas algo amarillentas y ajadas por los años. Me quedo varios minutos instalada en el vacío que el sencillo testamento de mi padre finge llenar. No cojo su teléfono de inmediato, como si tratara de dejar la menor cantidad de huellas posibles en la escena del crimen. Mi padre acaba de morir de cáncer terminal en una cama de hospital. Y ahora, para no zozobrar del todo, intento ubicarme en medio de los islotes dispersos y las fosas insondables de su partida. Dicen que las especies más comunes en las profundidades oceánicas son las bioluminiscentes. Siempre pienso en ello cuando más a oscuras me siento. En criaturas que reaccionan químicamente a la penumbra produciendo luz. Me digo que puedo hacerlo, que soy capaz, que si a un molusco solo le hace falta una enzima y algo de oxígeno para brillar y confundir a los depredadores, por qué yo no podría.

Tomo el libro, empiezo a hojearlo por el final y me fijo en un apéndice que no había notado antes, firmado por un tal Pascal Riviale. Se titula «Charles Wiener, ¿viajero científico u hombre de los medios?». El texto, muy breve, está escrito con una ironía casi hiriente, es más, está a un paso de ser un libelo; en él, Riviale sostiene que Wiener, más que un científico, fue un hombre con habilidades sociales y comunicativas: «Su estilo a veces enfático, otras sentencioso y lleno de humor —más cerca del romanticismo lírico de un Marcoy que del rigor científico de un D’Orbigny— se avenía más con un salón mundano que con un gabinete de trabajo». A continuación se regodea, lapidario: «Su camino estaba entonces trazado: al diablo la verdad histórica, ¡viva la arqueología novelesca!». Su éxito, culminaba, se debió a que había sabido presentar al público una cierta imagen de sí mismo. En ese momento vuelve a mí un viejo rumor que corre en un sector del mundo académico: hay quien sostiene que Wiener es un farsante, un impostor.

Por fin enciendo el teléfono de mi padre. Quiero saber qué hacía en sus últimas horas o estar con una parte de él que no ha muerto. Estoy segura de que hago algo que a la mayoría le parecerá condenable, pero la violación de la intimidad de un muerto que es tu padre siempre será relativa. Es algo que te debe. La verdad, también relativa de algunas cosas, tratándose de mi padre, es parte de un legado que me pertenece.

No dudo, hago una primera búsqueda con el nombre de la mujer con la que mi padre mantuvo una relación paralela y clandestina de más de treinta años y otra hija fuera del matrimonio. Y el primer correo que salta es uno en el que él le reprocha a ella una infidelidad.

La infidelidad dentro de la infidelidad.

Me pruebo las gafas sucias de papá y por primera vez en mi vida, y aún más fuerte desde que me bajé demasiado tarde de ese avión, siento que a lo mejor tengo que empezar a pensar seriamente en que algo de ese ser fraudulento me pertenece. Y ya no sé si me refiero a mi padre o a Charles.

En todas las casas de los Wiener que conozco está esa cutre reproducción en blanco y negro del rostro adusto del austriaco, enmarcada y adornando un mueble. Dicen que la original siempre estuvo en la familia y que una de las hermanas de mi abuelo la guardó hasta su muerte.

La leyenda de mi tatarabuelo Wiener es la del discreto pro­fesor de alemán convertido de la noche a la mañana en Indiana Jones.

Uno de mis tíos, el q

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