Darren imaginó que rompía el espejo con la silla metálica. Por lo que había visto en la tele, sabía que detrás, en la oscuridad, podía haber personas que lo observaban. Creyó notar en la cara la presión de sus miradas. Una lluvia de cristales rotos, a cámara lenta, las presencias ahora a la vista. Detuvo la imagen, rebobinó, lo vio caer de nuevo.
El hombre del bigote negro le preguntaba una y otra vez si quería algo de beber y al final Darren pidió agua caliente. El hombre fue a por la bebida y el otro, este sin bigote, preguntó a Darren cómo lo llevaba. Estira las piernas si quieres.
Darren permaneció inmóvil. El hombre del bigote regresó con el vaso de papel marrón humeante y un puñado de pajitas rojas y sobrecitos: Nescafé, Lipton, Sweet’n Low. Escoge tu veneno, le dijo, pero Darren sabía que hablaba en broma; allí nadie iba a envenenarle. En la pared colgaba un póster: conoce tus derechos, y luego una letra pequeña que no alcanzaba a leer. Aparte de eso, no había nada a lo que mirar mientras el hombre sin bigote hablaba. Las luces de la sala eran como las del colegio. Dolorosamente intensas en las contadas ocasiones en que reclamaban su atención. («La Tierra llamando a Darren», la voz de la señora Greiner. Luego las consabidas risas de sus compañeros de clase.)
Bajó la mirada y vio iniciales y estrellas y cifras grabadas en el enchapado de madera. Las recorrió con los dedos, manteniendo las muñecas juntas, como si las tuviese aún esposadas. Cuando uno de los hombres pidió a Darren que lo mirara, obedeció. Primero a los ojos (azules), luego a los labios. Que ordenaron a Darren que repiti