Advertencia
El autor es un muchacho de veinticuatro años, callado, introvertido, que se gana la vida como escribiente en los servicios administrativos de los Hospitales Civiles de Lisboa, tras haber trabajado durante más de un año como aprendiz de cerrajería mecánica en los talleres de esos hospitales. Tiene pocos libros en casa porque su sueldo es pequeño, pero ha leído en la Biblioteca Municipal del palacio de Galveias, tiempo atrás, todo cuanto ha podido alcanzar su comprensión. Todavía estaba soltero cuando un caritativo compañero de trabajo, oficial de segunda, de apellido Figueiredo, le prestó trescientos escudos para comprar los libros de la colección «Cadernos» de la Editorial Inquérito. Su primera estantería fue una balda interior del aparador familiar. En este año de 1947 en el que estamos tendrá una hija, a la que medievalmente pondrá el nombre de Violante, y publicará la novela que ha estado escribiendo, esa que tituló A viúva pero que saldrá a la luz con un título al que no se acostumbrará nunca. Como en el tiempo que pasó en la aldea ya había plantado unos cuantos árboles, poco más le queda por hacer en la vida. Se supone que escribió este libro porque en una antigua conversación entre amigos, de esas que tienen los adolescentes, hablando los unos con los otros de lo que les gustaría ser cuando fuesen mayores, dijo que quería ser escritor. De más joven, su sueño era ser maquinista de tren, y si no hubiese sido por la miopía y por su minúscula fortaleza física, suponiendo que en el entretanto no hubiera perdido la valentía, habría sido aviador militar. Acabó de chupatintas en último grado del escalafón, y tan cumplidor y puntual que a la hora de empezar su actividad ya está sentado a la pequeña mesa en que trabaja, al lado de la prensa de las copias. No sabe decir cómo le vino después la idea de escribir la historia de una viuda ribatejana, a él, que de Ribatejo sabría algo, pero de viudas nada, y menos aún, si existe el menos que nada, de viudas jóvenes y propietarias de bienes que están a la vista de todos. Tampoco sabe explicar por qué eligió la Parceria António Maria Pereira cuando, con notable atrevimiento, sin padrinos, sin compromisos, sin recomendaciones, se decidió a buscar un editor para su libro. Y quedará para siempre como uno de los misterios impenetrables de su vida que Manuel Rodrigues, de la Editorial Minerva, le escribiera diciéndole que había recibido La viuda en su casa a través de la librería Pax, de Braga, y que se pasase por la Rua Luz Soriano, que era donde estaba la editorial. En ningún momento se atrevió el autor a preguntarle a Manuel Rodrigues por qué aparecía la tal Pax metida en este asunto, cuando la verdad era que solo había enviado el libro a António Maria Pereira. Creyó que no era prudente pedirle explicaciones a la suerte y se dispuso a escuchar las condiciones que el editor de Minerva iba a proponerle. En primer lugar, no le pagarían derechos. En segundo lugar, el título del libro, sin atractivo comercial, sería sustituido. Tan poco acostumbrado estaba nuestro autor a tener unos cuartos de sobra en el bolsillo y tan agradecido a Manuel Rodrigues por la arriesgada aventura en la que se iba a meter que no discutió los aspectos materiales de un contrato que nunca fue más allá de un simple acuerdo verbal. En cuanto al título rechazado, consiguió susurrar que buscaría otro, pero el editor se adelantó, que ya lo tenía, que no pensase más. La novela se llamaría Terra do pecado. Aturdido por la victoria de ser publicado y por la derrota de ver cambiado el nombre de ese otro hijo, el autor bajó la cabeza y se fue de allí a anunciar a la familia y a los amigos que se le habían abierto las puertas de la literatura portuguesa. No podía adivinar que el libro acabaría su poco lustrosa vida en parihuelas. Realmente, a juzgar por lo visto, el futuro no tendría mucho que ofrecer al autor de La viuda.
J. S.
I
Un asqueroso hedor a medicinas inundaba la atmósfera de la habitación. Se respiraba con dificultad. El aire, demasiado caliente, casi no llegaba a los pulmones del enfermo, cuyo cuerpo se perfilaba bajo la colcha desaliñada y desprendía un mareante olor a fiebre. De la habitación de al lado, amortiguado por el espesor de la puerta cerrada, llegaba un sordo rumor de voces. El enfermo balanceaba lentamente la cabeza sobre la almohada manchada de sudor, en un gesto de fatiga y sufrimiento. Las voces se alejaron poco a poco. Abajo, llamaron a una puerta y se pudieron oír las patas de un caballo. El ruido de la arena aplastada por el trote del animal aumentó de repente bajo la ventana de la habitación y desapareció enseguida como si los cascos pisasen barro. Un perro ladró.
Al otro lado de la puerta se escucharon pasos cautelosos y medidos. El pestillo de la cerradura chirrió ligeramente, la puerta se abrió y dejó paso a una mujer que se acercó a la cama. El enfermo, despierto de su modorra inquieta, preguntó, sobresaltado:
—¿Quién anda ahí? —Y después, fijándose—: ¡Ah, eres tú! ¿Dónde está la señora?
—La señora ha ido a acompañar al doctor a la puerta. No tardará…
La respuesta fue un suspiro. El enfermo se miró con tristeza las manos largas, delgadas y amarillas como las de una vieja.
—¿Es verdad que estoy muy mal, Benedita? ¿Y que, según parece, no voy a salir de esta?
—¡Ande, señor Ribeiro! ¿Por qué habla de morirse? No es eso lo que dice el doctor…
—¿Mi hermano?…
—¡Sí, señor! Y también el doctor Viegas, que acaba de salir. Aún no debe de haber pasado la cancela del patio. ¡Dios nuestro Señor lo proteja de algún mal encuentro cuando pase al lado del cementerio, que todavía tiene que ir para la zona de Mouchões!…
El enfermo sonrió. Una ligera sonrisa, que le alegró fugazmente el rostro enflaquecido y que le arrugó los labios finos y secos. Se pasó la mano por la barba espesa, teñida de blanco en el mentón, y respondió:
—Benedita, Benedita, mira que no es razonable hablarle de cementerios a un enfermo grave, que ve con demasiada frecuencia, a través de la ventana de su habitación, los muros de uno de ellos…
Benedita ocultó el rostro y se secó dos lágrimas que le asomaban por los párpados cansados.
—¿Lloras?
—No puedo oír hablar de estas cosas, señor Ribeiro. ¡Usted no se puede morir!
—¿No me puedo morir? ¡Boba!… Ya ves que puedo… ¡Todos podemos!
Benedita sacó un pañuelo del bolsillo del delantal y se limpió despacio los ojos húmedos. Después se dirigió a la cómoda, donde una imagen de la Virgen parecía moverse en la oscilación de la luz de las velas que la rodeaban, juntó las manos y murmuró:
—Dios te salve, María, llena eres de gracia…
El silencio cayó sobre la habitación. Solo el bisbiseo de los labios de Benedita lo interrumpía en el murmullo de la oración. Del fondo de la estancia salió la voz del enfermo, un tanto debilitada y trémula:
—¡Qué fe tienes, Benedita! Esa es la verdadera creencia, la que no se discute, la que se conforma y encuentra en cualquier cosa su propia explicación.
—No le entiendo, señor Ribeiro. Creo y nada más…
—¡Sí!… Crees y nada más… ¿No oyes pasos?
—Debe de ser la señora Maria Leonor.
La puerta se abrió lentamente y entró Maria Leonor, vestida de oscuro, con un velo de encaje negro sobre el pelo claro y brillante.
—Entonces, ¿qué ha dicho el doctor Viegas?
—Que te encuentra igual, pero que cree que mejorarás dentro de poco.
—Cree que mejoraré… ¡Sí! Mejoraré, es lo más probable.
Maria Leonor se dirigió a la cama y se sentó al lado del enfermo. Sus ojos, febriles, buscaron los de ella. Con una ternura brusca, le preguntó:
—¿Has llorado?
—¡No, Manuel! ¿Por qué iba a llorar? No estás peor, en poco tiempo estarás curado… ¿Qué motivos tengo para llorar?
—Si todo pasa como dices, la verdad es que no tienes motivos…
Benedita, que había estado absorta acabando su oración, se acercó a los dos:
—Voy a ver si los niños se han dormido, señora.
—Vengo de allí y estaban dormidos. Pero ve, ve…
—Con permiso.
La puerta se cerró a su espalda. Recorrió un largo pasillo sumergido en la penumbra, donde los pasos, amortiguados por la moqueta, sonaban sordos. Abrió una puerta grande y pesada, atravesó un salón desierto e iluminado por dos grandes manchas de luz de luna en el suelo, donde se formaba una cruz de sombra. Fue hasta la ventana, la abrió y miró afuera. La luna hacía resplandecer los árboles y las casas dispersas por la finca. Del piso de abajo subía un rumor de voces. En la entrada de la casa se alargaban, como los cinco dedos de la mano, las proyecciones luminosas de las cinco rendijas de la cocina.
Benedita cerró lentamente las ventanas y echó las aldabas. A tientas, se dirigió a una puerta cuyas hendiduras dejaban pasar unos rayos de luz. Entró.
En dos camas pequeñas, una al lado de la otra, dormían dos criaturas. Una lamparilla encima de una mesita baja esparcía alrededor su claridad mortecina y temblorosa. Benedita se inclinó para contemplar a los dos durmientes. Uno de los niños se movió y, tras sacar uno de los brazos fuera de la ropa que lo tapaba, se acurrucó, suspirando, y siguió durmiendo. Benedita se sentó en una silla y se puso a vigilar a los niños, envuelta en el silencio que pesaba sobre la casa. Se cubrió con el chal que llevaba por encima de los hombros y, sin darse cuenta, los párpados se le fueron cerrando, inertes. No se durmió del todo, se quedó inmersa en una soñolencia blanda, en un sopor agradable, del que se despertaba de vez en cuando para volver a él. Su deseo sería acostarse. Pero ¿para qué? De un momento a otro tendría que levantarse para atender al patrón. ¡Qué buen señor! El único que, en su opinión, podría haberse merecido a la señorita Maria Leonor, a la que ahora, por cierto, ya no llamaba señorita. Después de que se casara, se acostumbró a llamarla señora Maria Leonor, y señora Maria Leonor se había quedado para siempre. Le había costado habituarse, porque, la verdad, ¿no era una señora casada? A ella era a la que nadie había querido como mujer y ahora, con cuarenta y dos años, ya no era tiempo. Benedita sonreía en medio de sus fantasías, recordando la boda de la señora. Buena fiesta, ¡la mejor que había visto nunca! Después de la ceremonia, se marcharon los tres a Quinta Seca, que de seca actualmente solo tenía el nombre. En los primeros tiempos, a las dos las mataba la añoranza, pero el señor Manuel Ribeiro las llevaba algunas veces a Lisboa. Al final, dejaron de desear aquellos viajes. ¡Era tan agradable vivir en el campo, fuera de la confusión de calles repletas de gente, que ambas ya detestaban y temían! Pasaron los años, y ella tenía dos niños para entretenerse y a los que adorar. ¡No! ¡No quería nada más! Era feliz. Solo hacía poco tiempo la dolencia del señor había venido a interrumpir la felicidad de la casa. Ya ni los trabajadores de la finca parecían los mismos. Todos los días querían saber si el patrón mejoraba y, ante las respuestas casi siempre desanimadas, suspiraban con pesar. ¡Qué desgracia, la enfermedad!… Ni el hermano del señor, el doctor António Ribeiro, ni aquel otro médico del Parral, el doctor Viegas, atinaban con la cura para aquello. Se trataba de una enfermedad tan miserable que el señor era una sombra de lo que había sido. Quizá se curase, pero seguro que no sería nunca más el mismo hombre que había conseguido hacer de aquel terreno casi salvaje, que había heredado de su padre, la finca más hermosa de los alrededores. Benedita bien podía decir que había visto cómo se producía el milagro ante sus ojos, año a año, estación a estación. Y ahora… El señor estaba enfermo. ¡Quisiera Dios que se curase, y su presencia bastaría para que aquellos campos no dejasen de ser lo que eran! Pero si moría, ¡qué desastre, Dios mío! La finca era el único bien de la familia y, sin el brazo de un hombre sosteniéndola, llegaría la pobreza. La señora Maria Leonor era una mujer valiente y firme, de eso estaba segura. Pero ¿sería suficiente?
Benedita se despertó. Sintió un ligero escalofrío al reparar en los niños, que descansaban. Levantó la vista hacia el reloj de pared que emitía su tictac monótono en la habitación. ¡Las doce y media de la noche! ¿Cómo se había podido amodorrar tanto? No se había dormido, eso no, pero los párpados le pesaban muchísimo y la cabeza se le caía sobre el pecho, aturdida. Tenía sueño. ¿Qué haría la señora a aquella hora? Velaba a su marido, seguramente. Sonrió, triste, pensando que también le gustaría velar a su marido, si lo tuviese. Pero ningún hombre le había dicho nunca lo que el señor Manuel Ribeiro le decía a la señora y que, a veces, escuchaba. Las habitaciones estaban tan cerca que los ruidos más fuertes atravesaban las paredes y se clavaban en los oídos como risotadas de burla. Acostada en su cama estrecha, oía y sufría, en silencio, la pena de estar sola. Sola estaría toda la vida, seguro. Era dos años mayor que el señor. Podría ser su esposa, si Dios lo hubiese querido…
Agitó la cabeza con fuerza, expulsando los últimos restos de sueño. Alzó los brazos bien estirados y se desperezó. Una postración deliciosa le invadió los miembros. Reaccionando, se levantó de la silla y, tras mirar de nuevo a los niños dormidos, salió de la habitación llevándose la lamparilla, que derramaba en su delantal una luminosidad dorada.
Dio la una. Del piso de abajo ya no llegaba el rumor de voces. Los trabajadores se habían ido a acostar. La lluvia golpeaba los cristales: el invierno no se acababa nunca. Parecía que el cielo se deshacía en el agua y formaba con la tierra un mar de barro. Hacía ya varias semanas que no se podía trabajar en la finca.
Benedita accedía al descansillo de la escalera que daba a la planta baja cuando, de repente, al fondo del pasillo, en la habitación de los patrones, oyó un grito. El cuerpo le tembló como los mimbres en la corriente del río. La puerta de la habitación se abrió con violencia. Maria Leonor salía gritando, despeinada y con el horror clavado en el rostro. De las manos, repentinamente sin fuerza, de Benedita cayó la lamparilla con un ruido sordo, apagándose al rodar por el suelo. Maria Leonor caminaba por el pasillo, gimiendo y gesticulando como una loca. Tropezó y se desmoronó en el suelo, sollozando. Sobre la cómoda, las velas iluminaban aún la imagen blanca de la Virgen. Al fondo, en la cama, el cuerpo inmóvil de Manuel Ribeiro, con uno de los brazos colgando, rozando el suelo. En el alma de Benedita algo se hundió para siempre. Con un vahído, se quedó en medio de la habitación, a punto de desmayarse, los ojos fijos en el flaco cuerpo tendido.
Maria Leonor entraba de nuevo, llorando, con el pecho jadeante, y se precipitó sobre la cama deshecha, gimiendo, arrugada por el sufrimiento, ciega de lágrimas. De sus labios, temblorosos y torcidos, salían palabras entrecortadas de sollozos:
—¡Manuel! ¡Manuel!…
Benedita se acercó a su señora y se dejó caer de rodillas junto a ella. Lloraba bajito. Sus ojos se clavaron en el rostro de Manuel Ribeiro, de una serenidad absoluta e indiferente, y bajaron por el brazo hasta la mano lívida que tocaba la alfombra. Lentamente, se agachó y besó los dedos fríos e inertes. ¿Qué importaba? Ahora él ya no era de nadie en la tierra. Nadie tenía derecho sobre él, de no ser Dios.
Maria Leonor se levantó de golpe y gritó, desesperada:
—¡Dios mío, Dios mío! Manuel de mi vida, ¿por qué me lo has matado, Señor?
Caminó con decisión hacia la capilla de madera y, con el brazo derecho, tiró las velas, las imágenes, los violeteros con flores, que se hicieron añicos en el suelo. Benedita, estupefacta, se levantó y, cogiendo por los brazos a Maria Leonor, gritó:
—¿Qué hace, señora? ¡Tranquilícese, por amor de Dios!…
Un tropel que venía del lado de la puerta les hizo volver las cabezas angustiadas. Los trabajadores, temblando de miedo, habían subido corriendo las escaleras y estaban ahora en el umbral, mirando, con los ojos llenos de lágrimas, el cuerpo de su patrón. Entraron uno a uno, cohibidos. Entre ellos brotó el sonido de un llanto e, inmediatamente, las lágrimas cayeron de todos los ojos. Rodearon el lecho. Jerónimo, el capataz de la finca, levantó respetuosamente el brazo de Manuel Ribeiro y lo puso sobre la colcha, acariciándole la mano helada con los dedos callosos y rígidos.
II
El día amaneció gris y lluvioso. La tierra, convertida en barro, estaba saturada de agua, que corría por las zanjas formando riachuelos e inundando los cultivos. En la puerta de la casa, protegidos bajo el porche, los trabajadores miraban la desolación de los campos desiertos y observaban el cielo, cargado y taciturno, que se deshacía en lluvia. Del interior llegaba un olor espeso de cosas muertas, de flores marchitas. Todo el día transcurrió en medio del temporal, que no terminaba, entre figuras oscuras que entraban y salían, con los ojos rojos, suspirando.
Jerónimo, que había velado el cuerpo de Manuel Ribeiro la noche entera y que en todo el día no se había apartado de él, salía ahora, cansado, lacrimoso, las manos algo temblorosas. Se dejó caer sobre uno de los bancos de piedra que flanqueaban la entrada y, con la cabeza entre las manos, empezó a llorar. Los demás se aproximaron y se quedaron mirando al viejo. Nadie dijo una sola palabra. Apenas se oían el ruido de la lluvia en el terreno empapado y los sollozos sofocados del capataz. Después, uno de los hombres se acercó a Jerónimo y le dijo, con voz débil:
—¡No llore, señor Jerónimo! Dios nuestro Señor ha querido llevarse al patrón Manuel y sus razones tendría para hacerlo…
Jerónimo levantó la cabeza blanquecina y replicó:
—¡Cállate, muchacho! ¿Qué sabes tú de estas cosas? Un hombre así no debería morirse tan joven. Mejor me hubiera llevado Dios a mí, que ya no hago falta. No, muchacho, ¡Dios no es justo!
—¡Te equivocas, Jerónimo! Dios es justo y sabe lo que hace. ¡Somos nosotros los que no entendemos que su voluntad no puede obedecer a nuestros deseos!…
Al oír estas palabras, pronunciadas en tono grave y solemne, todos se volvieron. Se quitaron los sombreros y las gorras al reconocer al prior, que, bajo un paraguas que escurría agua encima de la capa negra que llevaba, los miraba fijamente.
Jerónimo meneó la cabeza y respondió:
—¡El señor prior debe de tener razón! Tiene razón, seguro: ¡basta ser quien es!… Pero ¿no duele en el corazón ver a ese hombre, que ha sido la vida de esta tierra, tendido en una cama, tieso, muerto?… Para él todo ha terminado. No volverá a preguntarme, con esos modos que no he visto nunca en ninguna otra persona en toda mi vida: «Jerónimo, ¿qué tal los hombres?». ¡Y la alegría que me entraba cuando le decía que estaban todos bien y contentos con el trabajo!
—Es verdad, Jerónimo, que el señor Manuel Ribeiro, al que Dios tenga en su gloria, era un hombre de bien. Pero los hombres de bien también mueren, como mueren los criminales, los malos. Y para que esto pueda ser así, Dios tiene sus razones. Solo él sabe lo que quiere y por qué lo quiere. Y nosotros, como mortales que somos, no podemos hacer más que conformarnos con su voluntad…
Diciendo esto, el sacerdote avanzó entre el grupo, abrazó al capataz, que temblaba, sacudido por los sollozos, y entró en la casa. Se libró de la capa y el paraguas y subió sin prisa por la escalera que llevaba al piso de arriba. Se detuvo, emocionado, al llegar al descansillo. Moviendo distraídamente unos bloques de madera pintada, dos niños se encogían en un rincón. No se reían, y en sus modos el cura notó una angustia extraña. La atmósfera pesaba en sus hombros delicados y frágiles. El mayor, un chico, al ver al padre, corrió hacia él, saltando para llegar a sus hombros. La otra se lanzó tras el hermano. El pastor se agachó para cogerla y, con los dos en brazos, sintió que las lágrimas le caían por las mejillas, mientras pensaba: «Dios debe de tener razón… No lo sé, pero Dios debe de tener razón…».
El niño, fijándose en su cara, le preguntó, ansioso:
—¿Qué pasa? ¿Por qué está llorando?
El cura dejó a los niños en el suelo y los llevó a un rincón, diciéndoles:
—¡No me pasa nada, Dionísio, no estoy llorando! Quédate aquí tranquilo con tu hermana, que vuelvo enseguida…
Limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano, se dirigió a una puerta, que abrió. Se encontró en una sala oscura, donde un hombre sentado en una mecedora miraba, abstraído, el campo, que se extendía delante de la casa. Con el ruido de la puerta al cerrarse, se estremeció y volvió la cabeza. Al ver al cura, se levantó y fue hasta él con los brazos abiertos. Se quedaron un buen rato abrazados y mudos.
Soltándose, el sacerdote dijo:
—¡Valor, António! ¡Hay que tener valor para soportar un golpe así!…
—¡Oh, padre Cristiano! Mi pobre hermano, muerto, cuando más esperanzas teníamos de salvarlo, cuando había pasado lo peor. ¡Nada hacía presagiar esto! ¡Nada, absolutamente nada!
Se apoyó en una mesa y, dejando caer los brazos, desalentado, miró a una puerta cerrada y susurró:
—Maria Leonor está ahí, en el dormitorio. No he podido convencerla para que salga un poco. He insistido y me ha dicho que me fuese inmediatamente. He tenido que salir… Está muy perturbada, y yo mismo casi siento que voy a perder la razón. A ver si puede tranquilizarla…
Se sentó en la mecedora y suspiró. El cura respondió en voz baja:
—Tranquilízate tú también, António. No entres… ¡Que Dios nos dé fuerzas para sufrir esta angustia!
Puso la mano sobre el picaporte de la puerta y lo giró, despacio. Junto a la cama se apiñaban los trabajadores, de rodillas, rezando. Al lado del ataúd, donde ya habían metido el cuerpo de Manuel Ribeiro, Maria Leonor sollozaba. El espectáculo de su sufrimiento casi producía un dolor físico.
El sacerdote se acercó con las manos unidas para rezar. Benedita alzó el rostro hacia él y, después, con los ojos clavados en la cara de su señor, siguió la oración.
La claridad de las velas luchaba con la oscuridad de la habitación cerrada, provocando una media luz impresionante y trágica, más trágica que las propias tinieblas absolutas. El olor de las flores marchitas se mezclaba con el olor de la cera quemada e inundaba el cuarto de una atmósfera densa, cargada de perturbaciones.
En el pasillo, una criada se desmayó. Se la llevaron deprisa, provocando un ruido de pies arrastrados que hizo que Maria Leonor volviese su rostro trastornado. La invadió un deseo furioso de expulsar de allí a todo el mundo; solo la voz de la razón le impedía gritar que la dejasen, hasta morirse también, a los pies del cadáver de su marido.
En ese momento entraron Jerónimo y otros tres campesinos. Todos con la cabeza descubierta y gacha caminaron hacia el cura. El capataz le dijo unas palabras al oído. El prior dijo que sí con un gesto y, dirigiéndose a Maria Leonor, la levantó. Jerónimo cerró el ataúd. Maria Leonor, embobada, lo miraba. De repente, se separó de los brazos del cura, corrió hacia Jerónimo y le quitó la llave. Intentó abrir de nuevo la tapa del ataúd. Sus dedos temblorosos procuraban precipitadamente levantar el pesado madero. La desesperación, la impotencia, el desaliento atravesaron su rostro. Se tambaleó, abriendo y cerrando las manos en el aire, y cayó al suelo, desmayada.
Jerónimo y sus compañeros se echaron el ataúd a los hombros y se encaminaron hacia la puerta. Benedita levantó a Maria Leonor, que, volviendo en sí, se incorporaba, luchando por mantenerse en pie. El sacerdote la ayudó. Benedita le pasó también un brazo alrededor de la cintura y los tres empezaron a andar, lentamente, tras los hombres que llevaban el cuerpo de Manuel Ribeiro.
António, que había abierto la puerta de la sala donde lo había dejado el cura, se unió a ellos, cabizbajo. Los trabajadores se apartaban en el ancho pasillo para dejar paso. Jerónimo y los hombres se encorvaban bajo el peso del ataúd y se inclinaron arriesgadamente al empezar a bajar la escalera. Los niños, en el descansillo, miraban sorprendidos el desfile: los trajes oscuros, las lágrimas, los suspiros sofocados les ensombrecían las almas y los hacían temblar, angustiados. Una criada corrió hacia ellos y, con el delantal abierto delante de sus ojos, les tapó la visión desoladora. Maria Leonor, sujetada por el cura y por Benedita, ni se fijó en ellos. Sus ojos iban detrás de aquella caja larga y estrecha.
Una vez en la planta baja, los hombres que cargaban el ataúd dudaron por un momento. Fuera, la lluvia caía en cascadas torrenciales, tamborileando en los cristales y entrando por la puerta, abierta por el viento. Las salpicaduras de agua provocaban escalofríos en las caras congestionadas de los trabajadores, apoyados en el marco de la puerta. Alguien sugirió, tímidamente, que sería mejor esperar a que la lluvia aflojase un poco. Bajaron el ataúd sobre cuatro sillas y se quedaron todos alrededor, un tanto avergonzados por la consciencia vaga y humillante de que temían mojarse por culpa de un muerto.
La lluvia redoblaba su violencia. El cielo se teñía de un color oscuro. Rayas luminosas empezaban a surcar las nubes y el sonido atronador de la tormenta se sentía a lo lejos. La espera se prolongaba y un sentimiento de malestar y saturación se apoderaba de todos cuando Maria Leonor, que se había mantenido tranquila, rompió el silencio:
—¡Vamos!
Se volvieron hacia ella, sorprendidos, y António observó:
—Pero, Maria Leonor, ¿no esperamos un poco más…?
Su voz sonó de nuevo agreste, dura, marcando las sílabas:
—¡Cállate! ¡Vámonos, vámonos!…
Pronunció estas palabras con un tono de voz semejante al sonido de una cuerda tensa y vibrante, a punto de romperse. La última palabra terminó en un sollozo.
Nuevamente el féretro estaba sobre los hombros de los trabajadores. Salieron a la alameda que iba en línea recta hacia la cancela de la finca. La lluvia los empapó en un instante. Al caer sobre la tapa del ataúd, producía un rumor sordo y continuo de baquetas sobre piel de tambor y escurría después por los faldones, goteando en el suelo embarrado, donde desaparecía.
Con lentitud, el cortejo se puso en marcha, pasando por debajo de los árboles que flanqueaban el camino. Las hojas anchas recogían la lluvia y la dejaban deslizarse en grandes gotas por los troncos brillantes.
Por debajo de la arboleda, la procesión se retrasaba, desenrollando la larga cinta de trajes oscuros y caras llorosas. Pasaba ahora por el portón abierto de par en par. Más allá había un descampado enorme donde la lluvia caía en lienzos líquidos de las nubes bajas y grises que corrían desde el sur, fustigadas por un viento helado.
Bajo el paraguas que sostenía Benedita, Maria Leonor seguía al ataúd, indiferente al temporal. Sus labios fríos no emitían el más mínimo sonido. Miraba delante de ella los adornos dorados del féretro, como si descubriese en ellos motivos de interés. Después desvió la mirada, con una atención inconsciente, hacia un hilo de agua que empapaba el pelo de uno de los mozos que la precedían.
Por el camino estrecho que, atajando, atravesaba el campo en dirección a la aldea, enfiló el cortejo, chapoteando en el barro que se agarraba a las suelas ávidamente como si el suelo se abriese a cada paso. La lluvia cedía cuando llegaron a las primeras casas. Por las cunetas empedradas corría el agua como un agradable rumor de borboteos. Por los postigos se asomaban rostros femeninos que saludaban con tristeza, susurrando palabras de pesar, y se apoyaban en el alféizar, siguiendo con la mirada la cola del cortejo, que se arrastraba por la calle.
Cuando pasaron frente a la iglesia, donde las campanas tocaban a muerto, la lluvia cesó repentinamente, y el viento frío, que empujaba las nubes, dejó ver un trozo de cielo de un azul mojado y centelleante, purísimo. Un haz de luz bajó sobre los tejados, haciendo brillar las tejas húmedas.
Los cuatro hombres que conducían el ataúd, al llegar al final de la calle, giraron a la izquierda y empezaron a subir la ladera que llevaba al cementerio.
En el arco de la entrada, una calavera de piedra, cruzada por dos tibias, abría las órbitas vacías con una expresión de gélida indiferencia, espectadora, desde hacía decenas de años, de la agonía de aquellos rostros afligidos y de la tristeza de aquellos trajes oscuros.
Al fondo del paseo central se alzaba el muro blanco, ahora manchado de humedad. Por el lado de fuera crecían olivos, que vertían sus ramas casi desnudas dentro del cementerio. La fosa donde iba a ser sepultado el cuerpo de Manuel Ribeiro estaba pegada al muro. Los trabajadores bajaron lentamente el ataúd sobre una parihuela y se enderezaron, jadeantes, sintiendo en los hombros el dolor provocado por la madera. Gotas gruesas y lentas de sudor corrían por las caras crispadas por el esfuerzo. Jerónimo se había apoyado en el muro y se limpiaba el sudor con la manga de la chaquetilla.
Se hizo un silencio denso. El cielo estaba limpio de nubes en ese punto y el azul se mostraba ahora resplandeciente y luminoso. Alrededor, por todo el horizonte, se amontonaban las sombras.
El cura se acercó a la fosa y, haciendo los gestos rituales sobre el ataúd, rezó el oficio de difuntos. En la quietud del frío atardecer, las palabras latinas sonaban con mansedumbre, susurradas por los labios temblorosos del sacerdote. Todas las cabezas se descubrieron y en todas las bocas la tristeza y el disgusto encontraron palabras. Se levantó un coro de murmullos y de sollozos.
Desde el portón del cementerio llegaron unos pasos arrastrados conduciendo una azada. El sepulturero se acercó al agujero y, tras mirar de reojo al féretro, midiendo mentalmente su dimensión, empezó a ensanchar el hueco con azadadas firmes y certeras. La tierra caía al fondo con un ruido ininterrumpido al sumergirse en el agua que se acumulaba dentro. El filo de la azada levantó un tufo a verdín. Brilló como una esmeralda viva, en medio del agua barrosa.
Maria Leonor, con la cabeza baja, pensaba en lo ancha que estaba quedando la fosa. Sus ojos secos iban de las manos peludas del sepulturero al trazo brillante de la azada. El hombre refunfuñaba, moviendo la colilla de un cigarro apagado de
