Sueño de una noche de teatro

Mónica Gutiérrez

Fragmento

sueno_de_una_noche_de_teatro-5

1

La maldición de las brujas

—¿Cuándo habremos de vernos, con el trueno, otra vez,[1] con el rayo o la lluvia, reunidas las tres?

Macbeth, acto I, escena I

A dos meses escasos de estrenar Macbeth en el Teatre Nacional de Catalunya, el señor Max Borges, director teatral de prestigio, parpadeó en la penumbra de la primera fila del patio de butacas de la sala de ensayo con la esperanza de que su vista le estuviese engañando. Pero tras frotarse los ojos y volverlos a abrir, las tres hadas del bosque de Marbaden continuaban sobre el escenario recitando la primera escena del primer acto.

—Antes de que el sol se ponga —decía una de las hermosas ninfas con su voz cristalina.

—En el páramo —continuaba su bella compañera.

El señor Borges adoptó lo que esperaba fuese su mejor semblante de decepción —aunque podría tomarse por una imitación bastante pasable de un pterodáctilo sufriendo mucho— y se volvió hacia Elsa Soler, su ayudante de dirección, con los labios apretados. Elsa, que conocía a su director y se hacía una idea bastante aproximada de lo que debía de estar pensando sobre las tres brujas, no se arriesgó a mirarle y mantuvo los ojos fijos en el escenario.

—Lo bello es feo y feo lo que es bello —gorjearon a trío las felices náyades.

A Max Borges le pareció que a una de ellas se le escapaba una risita impúdica después de la frase.

—Las maquillaremos —susurró Elsa todavía sin mirarle—. Y el vestuario de Aurora disimulará todo lo demás. ¿Has visto los trajes? Son magníficos.

—¿Dónde están mis brujas? —preguntó el director en el mismo tono de voz—. Las originales.

—Marisa está a punto de dar a luz, Marta se despidió la semana pasada y a Marbelis, pese a estar embarazada, la tienes ahí, haciendo de bruja primera.

El director teatral decidió que prefería seguir ignorando por qué demonios las tres actrices se llamaban Mar-algo y por qué dos de ellas estaban embarazadas al mismo tiempo y la otra había aprovechado tal exaltación de fecundidad para desaparecer misteriosamente.

—Soy un juguete de la fortuna —se lamentó.

—Todo saldrá bien.

—¿Cómo? Las brujas tienen un papel fundamental en el drama como inductoras de presagios... ¿cómo era? Ve a que Enzo te lo explique, verás que son de crucial importancia.

Elsa, que había sufrido la conferencia de cuatro horas sin intermedio que Enzo Pooh, el dramaturgo, había impartido a todo el equipo (técnicos, escenógrafo, iluminador, figurinista, músicos, productor, regidor y elenco en su totalidad) una semana antes de empezar los ensayos, pensó que preferiría peregrinar descalza hasta la tumba del rey Duncan antes que volver a escuchar una palabra más sobre la ironía trágica en las predicciones brujeriles de Macbeth.

Las tres actrices, que habían acabado su corto parlamento de la primera escena del primer acto alrededor de un enorme caldero de peltre, miraron sonrientes hacia la primera fila de butacas. Las pruebas de luces que ensayaba el técnico bajo las alocadas órdenes del iluminador las habían privado —momentánea y afortunadamente— de una visión clara de la expresión de su director teatral y seguían a la espera de alguna señal inequívoca de aprobación o de corrección antes de dejar paso al rey Duncan y a sus soldados.

—Dales una oportunidad. Tienen buena dicción en inglés.

—¿Todo bien, Max? —preguntó Marbelis haciendo visera sobre sus ojos y adelantándose un poco para intentar oír de qué discutían el director y su asistente.

—Claro —se apresuró a contestar Elsa en vista del repentino estupor del señor Borges—. Mañana seguiremos con el resto de escenas. Esta tarde pasad por vestuario, por favor.

Las tres hadas del bosque, bonitas y dolorosamente jóvenes, se despidieron con sus risas cantarinas y salieron raudas del escenario. A Elsa le pareció que andaban de puntillas sobre la madera, casi volando de tan etéreas, y cruzó los dedos para que Max no se hubiese percatado de semejante afrenta.

—Yo quería un Hamlet —se quejó el director teatral.

—Todo saldrá bien —le consoló su ayudante de dirección. Max Borges había saltado a la fama antes de abandonar la treintena cuando los críticos alabaron unánimemente, en el teatro municipal de Manresa, un Sueño de una noche de verano tan brillante como asombroso. Borges no solo había re­currido a la versión shakespeariana más tradicional, remontándose a las fuentes más antiguas contrastadas, sino que además la ejecución del texto y su puesta en escena habían resultado impecables. Pese a la semiprofesionalidad de los actores y al bajísimo presupuesto conjunto del que disponía la obra, el joven director había conseguido impresionar al público por la pureza y el alma de su representación. Y aunque posteriormente algunos envidiosos aseguraron que Borges ya despuntaba por aquellas fechas con alguna que otra mención honorífica en festivales teatrales, los críticos confesaron sospechar que de aquel día en adelante las mejores representaciones de las piezas del bardo de Stratford vendrían de la mano del talento de Max Borges.

No sería justo dar a entender que la fama y el prestigio del señor Borges fueron en aumento desde aquella representación manresana de Sueño de una noche de verano. Si bien el joven director tenía talento y una predisposición hercúlea siguiendo rutinas de trabajo diario agotadoras, la simpatía de los críticos, la meticulosidad con la que el director elegía a su equipo y la buena predisposición a que se le concediesen subvenciones públicas —sobre todo este último factor— tuvieron mucho que ver en su ascenso al olimpo teatral.

A sus cuarenta y muchos años, cuando las canas empezaban a teñir las sienes del oscuro cabello de Max Borges, eran mayoría los que opinaban que el director estaba en ese punto de inflexión en el que se deja de ser prometedor para saltar definitivamente a la fama más sublime o desaparecer para siempre en un estrepitoso resbalón. Con su pulcra raya al lado disciplinando sus cabellos abundantes y cortos, su larga nariz huesuda y el hoyuelo de su barbilla, pocos detalles escapaban a los observadores ojos castaños del director. Alto y corpulento, su voz profunda acompañaba bien su respetable envergadura; y quizá porque era de natural silencioso o por la autoridad que desprendían sus frases concisas, claras y graves, estaba acostumbrado a que nadie le llevase la contraria.

Su pose natural era la de un romántico atormentado por un secreto pesar, y una leyenda que corría entre la gente de la farándula decía que era incapaz de sonreír. Pero, al margen de exageraciones legendarias, y aunque el director no era propenso a exteriorizar ningún sentimiento más allá del misterioso pesar —pensaba que para eso ya estaban los actores—, Elsa le había visto sonreír en un par de ocasiones. Si alguien se hubiese tomado la molestia de preguntar a la ayudante de dirección, seguramente les habría dicho que su enigmática sonrisa le recordaba al Atticus Finch de Gregory Peck. Pero como Elsa era tímida con los desconocidos, y no sabía cómo explicar semejante comparación sin caer en la más insoportable cursilería, consideraba una suerte que nadie le preguntase al respecto de las expresiones faciales de su jefe.

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