La metamorfosis del sabueso

Horacio Castellanos Moya

Fragmento

La guerra: un largo paréntesis

LA GUERRA: UN LARGO PARÉNTESIS

1

Era una tarde lluviosa de sábado, quizá a mediados de agosto de 1978, en una vieja colonia de San Salvador llamada La Rábida. Tres jóvenes poetas, cuyas edades oscilaban entre los veinte y los veinticuatro años, bebían cerveza y discutían los textos que publicarían en la revista artesanal que ellos mismos producían y distribuían. A lo largo de la tarde habían pasado por esa casa un director de teatro, un pintor y un tipo vinculado a los artistas de circo. Traían materiales y proyectos para incluir en la revista; charlaban, bebían un poco de cerveza, fumaban yerba y partían. La atmósfera era relajada. En algún momento, hacia el final de la tarde, cuando los poetas ya no esperaban más invitados, sonó el timbre de la casa. Los poetas voltearon y se miraron. Uno de ellos, no el anfitrión, fue hasta la sala a ver quién había tocado. Eran ya tiempos de violencia y zozobra política. El poeta, pues, se asomó con cuidado por la ventana: en la calle había un tipo gordo, cachetón, de mirada siniestra, con las faldas de la camisa hacia fuera. Al poeta se le heló la sangre. El gordo preguntó por Alberto; ninguno de los poetas ni de los invitados respondía a ese nombre. «Aquí no hay ningún Alberto», balbuceó el poeta, sudando frío. El gordo le lanzó una mirada amenazante; luego caminó hacia el otro lado de la calle, donde otros tres tipos lo esperaban en un Jeep de los utilizados en la Segunda Guerra Mundial. El poeta sintió que le flaqueaban las piernas, no tuvo ninguna duda: eran de la policía política. Volvió a la mesa del comedor donde los otros continuaban discutiendo sobre la pertinencia de publicar o no cierto poema. «¿Quién era?», le preguntó el anfitrión. El poeta tomó asiento y trató de ocultar su mueca de miedo. «Alguien que se equivocó de dirección: buscaba a un tal Alberto», dijo antes de apurar su vaso de cerveza.

Ninguno de los tres poetas participaba en política. El anfitrión estudiaba Letras en la universidad jesuita y trabajaba como editor de la revista Automóvil Club; el que se había asomado por la ventana también estudiaba Letras y trabajaba como jefe de redacción en la revista TVGuía. Ambos aprovechaban sus empleos editoriales para levantar los textos y conseguir materiales para su artesanal revista literaria. El tercer poeta estudiaba Ingeniería, era el menos pretencioso intelectualmente y el que escribía los mejores versos. Solo el anfitrión estaba casado, con otra estudiante de Letras, guapa y brillante, que a veces se unía a la discusión de los textos; los otros dos eran solteros y vivían en casa de sus respectivos padres.

La revista se llamaba El Papo-Cosa Poética. Decidieron lanzarse a esa aventura editorial porque los espacios estaban tapiados: los periódicos, rabiosamente derechistas, consideraban comunista cualquier pieza de escritura en la que se mencionaran problemas sociales, y la situación política en general estaba tan polarizada que no había espacio para la búsqueda literaria. Y los poetas, antes que nada, se consideraban poetas, sin compromiso político. Odiaban la llamada «literatura de emergencia» que pregonaban Mario Benedetti y sus epígonos. Leían con fascinación los libros de Fabril Editora y de Librería Fausto, que llegaban a un par de librerías de San Salvador procedentes de la Argentina y gracias a los cuales descubrieron a Pessoa, Michaux, Perse, el lituano Milosz, Montale, Ungaretti, Pavese, Cendrars. No participaban del debate político que se desarrollaba en las revistas clandestinas de las organizaciones guerrilleras. Habían publicado ocho números de su revista en el último año y medio, y sospechaban que el que preparaban podía ser el último.

¿Por qué había llegado la temible policía política a la casa de los poetas?, ¿detrás de los pasos de quién andaban los sabuesos? De temperamento paranoico, el poeta que se asomó por la ventana se hizo una y otra vez estas preguntas, mientras repasaba a los visitantes que recién habían pasado por la casa. No tardó en intuir que seguían al tipo que vestía camisa de cuello chino con tirantes, usaba barbita y gafas a lo Trotski, había estudiado Filosofía con los jesuitas e incursionado en las disciplinas esotéricas orientales, y que ahora estaba dedicado a organizar a los artistas de circo –un gremio de muertos de hambre y marginados que viajaban por los rincones más pobres del país– y proponía que los poetas publicaran un artículo sobre ellos en su revista. De modales suaves y voz persuasiva, sin que él hiciera explícita ninguna participación política, se le percibía otra densidad.

Al final de la velada, los poetas reiteraron su entusiasmo ante la idea de publicar un texto sobre el arte circense. Dos de ellos acababan de leer Mascaró, el cazador americano, la novela del argentino Haroldo Conti que había ganado el Premio Casa de las Américas 1975, una novela que trataba precisamente sobre un circo que recorre la pampa con sus personajes alucinantes. Los poetas no eran ajenos tampoco al hecho de que Conti había sido secuestrado y desaparecido por los militares argentinos dos años atrás.

De regreso a casa de su madre, el poeta que se asomó a la ventana tuvo el presentimiento de que la llegada del tipo de la barba de chivo rebasaba su interés por publicar el texto sobre el circo, que otros designios merodeaban y que algo estaba por cambiar radicalmente. En efecto, unas semanas después de aquella lluviosa tarde de agosto, salió de la imprenta el que sería el último número de la revista. Los poetas decidieron que ya no tenía sentido esa aventura editorial en medio de una espiral de violencia política que lo permeaba todo: el ejército asesinaba a mansalva y la guerrilla respondía con no menos contundencia; la universidad estatal fue intervenida por los militares; y hasta las librerías que importaban las ediciones argentinas fueron dinamitadas por los escuadrones de la muerte. Los poetas seguían reuniéndose los sábados por la tarde a beber cerveza, pero cada vez hablaban menos de literatura y más de la situación política y de la vida que se les imponía. Ahora el tipo de la barba de chivo llegaba con frecuencia.

2

Yo era el poeta paranoico que se asomó por la ventana. A finales de 1978, no me cabía la menor duda de que mis compañeros de generación, poetas o no, iban con ritmo precipitado hacia la militancia revolucionaria. Comprendí también que no había más opciones: tomar partido o largarse. Yo decidí largarme. Apelé a mi abuela materna hondureña, una mediana terrateniente, y conseguí los fondos para irme a estudiar a Toronto en febrero de 1979. La mayoría no tuvo esa opción: solo estaba el túnel del clandestinaje, el combate en las calles, la tortura y la muerte. Fue el año del triunfo de la revolución sandinista. De vez en cuando, en mi habitación de Madison Avenue, recibía cartas de mis amigos poetas en las que se traslucía su entusiasmo por la acción revolucionaria. En mayo de ese año, mientras bebía en un pub de Bloor Street, vi estupefacto en un noticiero de televisión cómo la policía salvadore

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