Crónicas argelinas

Albert Camus

Fragmento

cap-2

Prólogo

En este libro se encontrará una selección de artículos y de textos relacionados con Argelia. Abarcan un período de veinte años, desde 1939, cuando casi nadie se interesaba en Francia por ese país, hasta 1958, cuando todo el mundo habla de él. No habría bastado un volumen para contener todos estos artículos. Ha habido que eliminar las repeticiones y los comentarios demasiado generales, y conservar en especial los hechos, las cifras y las sugerencias que todavía pueden ser útiles. Tal cual están, estos textos resumen la posición de un hombre que, al haberse encontrado desde muy joven ante la miseria argelina, ha multiplicado en vano sus advertencias y que, consciente desde hace mucho de las responsabilidades que tiene su país, no puede aprobar una política de conservación o de opresión en Argelia. Pero, como soy consciente desde hace mucho tiempo de la realidad argelina, tampoco puedo aprobar una política de abandono que dejaría al pueblo árabe a merced de una miseria mucho mayor, arrancaría de sus raíces seculares al pueblo francés de Argelia y favorecería solamente, sin beneficio para ninguna de las partes, al nuevo imperialismo que amenaza la libertad de Francia y de Occidente.

Semejante posición no satisface a nadie hoy día, y sé por anticipado el recibimiento que va a tener por ambas partes. Lo lamento sinceramente, pero no puedo cambiar lo que siento y lo que creo. Además, acerca de este tema, tampoco me satisface nadie. Por eso, ante la imposibilidad de unirme a ninguna de las posiciones extremas existentes, ante la desaparición progresiva de esa tercera posición en la que aún era posible conservar la cabeza fría, dudando también de mis convicciones y de mis conocimientos, seguro al fin de que la verdadera causa de nuestras locuras reside en las costumbres y el funcionamiento de nuestra sociedad intelectual y política, he decidido no participar más en las incesantes polémicas que no tienen otro efecto que el de enquistar en Argelia las posiciones intransigentes que se encuentran enfrentadas y el de dividir un poco más una Francia ya de por sí envenenada por los odios y las sectas.

Hay, en efecto, una maldad francesa a la cual no quiero añadir nada. Conozco demasiado bien el precio que nos ha costado y que nos cuesta. Desde hace veinte años, detestamos tanto al adversario político que acabamos prefiriendo cualquier alternativa, hasta la dictadura extranjera al parecer. Los franceses no se cansan de esos juegos mortales. Son, sin duda, ese curioso pueblo que, según Custine, preferiría hacer el papel de malvado que caer en el olvido. Pero, si su país desapareciera, sería olvidado, fuera cual fuese el modo en que se le hubiera maquillado y, en una nación dominada, no tendríamos siquiera la libertad de insultarnos. Hemos de resignarnos a no volver a testificar si no es de manera personal mientras esperamos que se reconozcan estas verdades, con las precauciones necesarias. Y yo, personalmente, no me intereso más que por las acciones que pueden ahorrar sangre inútil aquí y ahora, y por las soluciones que preservan el futuro de una tierra cuyas desgracias pesan demasiado sobre mí como para que pueda pensar en hablar de ellas para la galería.

Otras razones me alejan de esos juegos públicos. Para empezar, carezco de esa seguridad que permite resolverlo todo. A este respecto, el terrorismo, tal como se practica en Argelia, ha influido mucho en mi actitud. Cuando el destino de los hombres y de las mujeres de nuestra propia sangre se encuentra unido, directamente o no, a artículos que se escriben con gran soltura desde la comodidad del despacho, uno tiene el deber de dudar y de sopesar los pros y los contras. En mi caso, aunque al criticar el desarrollo de la rebelión siga dándome cuenta de que corro el riesgo de permitir que los más antiguos y más insolentes responsables del drama argelino sigan disfrutando de mortal buena conciencia, no dejo de temer, al ver los grandes errores cometidos por los franceses, que pueda proporcionar una coartada, sin ningún riesgo para mí, al criminal loco que arrojará su bomba sobre una muchedumbre inocente entre la que se encuentran los míos. Me he limitado a reconocer esa evidencia, y nada más, en una reciente declaración que se ha comentado de manera un tanto curiosa. Sin embargo, aquellos que no conocen la situación de la que hablo difícilmente pueden juzgar. Pero yo me limitaré a admirar de lejos a los que, conociéndola, siguen pensando heroicamente que antes debe perecer tu hermano que tus principios. No soy de su raza.

Eso no quiere decir que los principios no tengan sentido. La lucha de las ideas es posible, incluso con las armas en la mano, y es justo saber reconocer las razones del adversario incluso antes de defenderse de él. Pero, en todos los campos, el terror hace cambiar, mientras dura, el orden de los términos. Cuando nuestra familia está en peligro inmediato de muerte, se puede desear convertirla en más generosa y más justa, se debe incluso seguir haciéndolo, como testimonia este libro, pero (¡que no haya confusiones!) sin que falte la solidaridad que se le debe en ese peligro mortal, para que al menos sobreviva y, al vivir, encuentre la ocasión de ser justa. Desde mi punto de vista, eso es el honor, y la verdadera justicia, o tendré que reconocer que ya no sé nada que pueda ser útil en este mundo.

Solo a partir de esta posición tendremos el derecho y el deber de decir que la lucha armada y la represión han adoptado aspectos inaceptables por nuestra parte. Las represalias contra las poblaciones civiles y las prácticas de tortura son crímenes de los que todos somos solidarios. Que esos hechos hayan podido tener lugar entre nosotros es una humillación a la que a partir de ahora habremos de enfrentarnos. Mientras tanto, deberemos rechazar al menos toda justificación de esos métodos, aunque pueda decirse en un momento dado que son eficaces. Pues desde el instante en que, aunque sea indirectamente, se justifican, ya no hay regla ni valor, todas las causas valen y la guerra sin fines ni leyes consagra el triunfo del nihilismo. De grado o por fuerza, volvemos pues a la jungla en la que el único principio es la violencia. Los que no quieren seguir oyendo hablar de moral deberían comprender que, en todo caso, hasta para ganar las guerras vale más sufrir ciertas injusticias que cometerlas, y que semejantes empresas nos hacen más daño que cien guerrillas enemigas. Cuando esas prácticas se aplican, por ejemplo, a los que, en Argelia, no dudan en asesinar al inocente ni, en otros lugares, en torturar o en excusar al que tortura, ¿no son también pecados enormes ya que corren el riesgo de justificar los mismos crímenes que se quieren combatir? ¿Y qué tipo de eficacia es esa que llega a justificar lo más injustificable del adversario? A este respecto, se debe abordar de frente el argumento mayor de los que han tomado partido por la tortura: este método tal vez ha permitido que se encuentren treinta bombas, lo que lo reviste de cierto honor, pero ha creado al mismo tiempo cincuenta nuevos terroristas que, operando de otro modo y en otra parte, harán morir a más inocentes aún. La decadencia, aunque se acepte en nombre del realismo y de la eficacia, aquí no sirve para nada más que para abrumar a nuestro país a nuestros propios ojos y a ojos del extranjero. Finalmente, esas hermosas hazañas dan pie infaliblemente a la desmoralización de Francia y al abandono de Argelia. Los métodos de censura, vergonzosos o cínicos, pero siempre estúpidos

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