Índice
El dictador y la hamaca
I. Épsilon
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
II. Lo que sé de Teresina
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
III. La ventana. The window. La fenêtre. El-taka. La janela. Das Fenster. La finestra
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
IV. La tentación del interior
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
V. La opinión de Sonia
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
VI. De un sosias a otro
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
VII. La cuestión de los agradecimientos
Biografía
Créditos
1
Ésta sería la historia de un dictador agorafóbico. No importa el país. Basta con imaginar una de esas repúblicas bananeras con el subsuelo lo bastante rico como para que se desee tomar el poder y lo bastante áridas de superficie para ser fértiles en revoluciones. Digamos que la capital se llama Teresina, como la capital de Piauí, en Brasil. Piauí es un estado demasiado pobre para que sirva nunca de marco a una fábula sobre el poder, pero Teresina es un nombre aceptable para una capital.
Y Manuel Pereira da Ponte Martins sería un nombre plausible para un dictador.
Ésta sería, pues, la historia de Manuel Pereira da Ponte Martins, dictador agorafóbico. Pereira y Martins son los dos patronímicos que más se llevan en su país. De ahí su vocación de dictador; cuando uno se llama dos veces como todo el mundo, el poder te corresponde de pleno derecho. Es lo que él se dice desde que tiene edad para pensar.
Más tarde, le llamarán Pereira a secas, por el apellido de su padre. También podrían llamarle Martins, por el apellido de su madre, pero su padre es el Pereira de Ponte (Ponte está a tres días a caballo de Teresina), la mayor familia latifundista del país. Tienen las tierras, tienen el apellido, tienen el dinero, tendrán el poder: una de las primeras ideas de Pereira, realmente, sin duda incluso, la primera de todas, una idea secreta y abrasadora, un fuego oculto en un niño silencioso. Naturalmente, se necesita algo de instrucción. Hay que hablar inglés, francés, alemán. Hay que saber contar, y geografía. Hay que iniciarse en las utopías, para prevenir todas las amenazas. Hay que conocer las armas y el baile, la información y el protocolo. Para aprender todo eso, Pereira abandona Ponte a los ocho años, crece hasta los quince entre los jesuitas de Teresina (alumno brillante y secreto, implacable jugador de ajedrez), luego va a terminar su instrucción en el extranjero —en Europa— y regresa a los veintidós años, para entrar en la academia militar. Sigue sintiendo ganas de poder, pero se ha aficionado a estar en otra parte. Está bien Europa. Italia, por ejemplo. Incluso la pequeña roca de Mónaco, donde el casino te abre los brazos y cuya princesa —eso cree— le ha guiñado un ojo.
Ésta sería, pues, la historia de un dictador agorafóbico que querría, a la vez, esto y aquello, nadar y guardar la ropa, el poder y estar en otra parte. Comienza por esto: ayuda de campo del General Presidente, ocupará su puesto. El General Presidente ha descuidado la instrucción. Corre un chiste por los salones de Teresina: «Se ha producido un atentado contra el General Presidente; le han tirado un diccionario». Es el chiste. Discretas risitas tras los abanicos. El General Presidente no se hace mala sangre. Buen número de sus frases comienzan así:
—Pereira, tú que sabes leer…
El General Presidente le hace poco caso a la cultura. Para él, es una «diversión de capados».
—Yo supe cómo es el hombre —dice.
Y le gusta añadir:
—Por eso prefiero el caballo.
El General Presidente se distinguió en la guerra contra Paraguay y, luego, en la matanza de los campesinos del norte. Los campesinos del norte habían comenzado a exigir. Habían rogado, al principio, pero no habían sido escuchados, luego tímidamente habían reclamado, pero no habían sido oídos. Habían suplicado, en vano. Y he aquí que habían comenzado a exigir. Bajo la égida de sus curas, los campesinos del norte habían marchado sobre Teresina. La invasión campesina había amenazado Teresina. El General Presidente había hecho actuar a los cadetes de la academia militar. Caballería, sable, metralla, luego la artillería, contra las aldeas del norte donde los campesinos se habían replegado. Con la bendición del obispo, el General Presidente había mandado fusilar a los curas.
El padre de Pereira, el viejo da Ponte, había condenado la matanza. Da Ponte, el padre, practicaba la caridad cristiana. Alimentaba gratuitamente en sus cocinas a los campesinos, a quienes hambreaba inocentemente en sus fazendas. Médico, cuidaba en su hospital la deshidratación de sus llanuras y la forunculosis de sus montañas. Escuchaba a los hambrientos, a los sedientos, a los enfermos y a los padres de los enfermos. El viejo da Ponte decía:
—A