Según venga el juego

Joan Didion

Fragmento

cap-1

MARIA

¿Qué hace malvado a Iago?, preguntan algunos. Yo nunca pregunto.

Otro ejemplo, uno que me viene a la cabeza porque esta mañana la señora Burstein ha visto una cascabel pigmea entre las alcachofas y desde entonces está intratable: yo nunca pregunto por las serpientes. Por qué debería Shalimar atraer a los búngaros. Por qué habría de necesitar una serpiente de coral dos glándulas de veneno neurotóxico para sobrevivir mientras que una serpiente rey, tan similar, no necesita ninguna. Dónde queda la lógica darwiniana. Podrías preguntarlo. Yo nunca lo hago, ya no. Recuerdo un incidente recogido no hace mucho en el Herald-Examiner de Los Ángeles: cerca de Boca Ratón encontraron muerta en su caravana a una pareja de luna de miel, oriunda de Detroit; una serpiente de coral seguía enroscada en la manta térmica. ¿Por qué? A menos que estés dispuesto a pensar a largo plazo, no existe una «respuesta» satisfactoria para tales preguntas.

Pues eso. Soy lo que soy. Buscar «razones» no tiene sentido. Pero como aquí se dedican a buscarlas, me preguntan. Maria, sí o no: Veo una polla en esta mancha de tinta. Maria, sí o no: Un gran número de personas tienen malas conductas sexuales, creo que mis pecados son imperdonables, el amor me ha decepcionado. ¿Cómo podría contestar? NADA VIENE AL CASO, escribo con el lápiz IBM imantado. Qué viene al caso, preguntan después, como si la palabra «nada» fuera ambigua, abierta a interpretaciones, un fragmento dudoso de una runa islandesa. Solo existen ciertos hechos, digo, intentando otra vez participar amablemente del juego. Ciertos hechos, ciertas cosas que ocurrieron. (Por qué molestarse, podrías preguntar. Yo me molesto por Kate. Aquí juego por Kate. Carter ingresó a Kate y yo voy a sacarla.) Malinterpretarán los hechos, inventarán conexiones, extrapolarán razones de donde no las hay, pero ya te lo he dicho, es a lo que se dedican.

Así que me sugirieron que dejara sentados los hechos, y los hechos son los siguientes: Me llamo Maria Wyeth. Se pronuncia mar-ay-a, que quede claro desde el principio. Aquí hay gente que me llama «señora Lang», pero yo nunca lo he hecho. Edad, treinta y un años. Casada. Divorciada. Una hija, de cuatro años. (Aquí no hablo con nadie de Kate. Donde está Kate le ponen electrodos en la cabeza y agujas en la columna e intentan averiguar qué falló. Es otra versión más de por qué una serpiente de coral tiene dos glándulas de veneno neurotóxico. Kate tiene una debilidad en la columna y una sustancia química anómala en el cerebro. Kate es Kate. Carter no pudo acordarse de la debilidad de la columna o no habría permitido que la pincharan ahí.) De mi madre he heredado el físico y la tendencia a las migrañas. De mi padre he heredado un optimismo que no me abandonó hasta fecha reciente.

Detalles: nací en Reno, Nevada, y a los nueve años me mudé a Silver Wells, Nevada, población entonces 28 habitantes, ahora 0. Nos trasladamos a Silver Wells porque mi padre perdió la casa de Reno en una partida privada y de casualidad se acordó de que era propietario de un pueblo, Silver Wells. Lo había comprado o lo había ganado o quizá se lo dejara su padre, no estoy segura y a ti no te importa. Teníamos muchas cosas y lugares que iban y venían, un rancho de ganado sin reses y una estación de esquí pagada con la segunda hipoteca de alguien y un motel que habría estado convenientemente situado a la salida de la autopista si hubieran construido la autopista; me educaron para creer que la siguiente tirada siempre sería mejor que la anterior. Ya no lo creo, pero te cuento cómo era. Lo que teníamos en Silver Wells eran ciento veinte hectáreas de mezquite y algunas casas y una gasolinera Flying A y una mina de cinc y un apartadero de los ferrocarriles Tonopah & Tidewater y una tienda de baratijas y luego, cuando a mi padre y a su socio Benny Austin se les ocurrió la idea de que Silver Wells era una atracción turística natural, un campo de minigolf y un museo de reptiles y un restaurante con algunas tragaperras y dos mesas para jugar a los dados. Las tragaperras no eran exactamente rentables porque la única persona que jugaba era Paulette, con monedas de la caja registradora. Paulette regentaba el restaurante y (ahora lo veo) se tiraba a mi padre y a veces me dejaba fingir ser la cajera después de clase. Digo «fingir» porque no teníamos clientes. Pasó que la autopista con la que contaba mi padre nunca llegó y el dinero se agotó y mi madre enfermó y Benny Austin regresó a Las Vegas, me topé con él en el Flamingo hace unos años.

—El único Waterloo de tu padre fue que siempre vivió veinte años avanzado a su tiempo —me informó Benny la noche del Flamingo—. El plan de la ciudad fantasma, el minigolf, la idea del blackjack automático, ¿qué ves hoy en día? Hoy Harry Wyeth podría ser un Rockefeller en Silver Wells.

—Hoy Silver Wells no existe —repuse—. Está en pleno campo de lanzamiento de misiles.

—Hablo de entonces, Maria. De cómo era.

Benny pidió una ronda de cubalibres, una bebida que yo no había visto pedir a nadie más que a mi madre, mi padre y Benny Austin, y le di unas cuantas fichas para que jugara por mí y fui al servicio y nunca volví. Me dije que porque no quería que Benny viera con qué clase de hombre estaba, estaba con un hombre que jugaba al bacarrá con billetes de cien del otro lado del cordón, pero no fue solo por eso. Ya puesta, no me andaré con rodeos, me incomoda el «cómo era».

Me refiero a que no conduce a ninguna parte. Benny Austin, mi madre sentada en el restaurante vacío de Paulette cuando fuera hacía casi cincuenta grados buscando en sus revistas concursos en los que podríamos participar (Waikiki, París, Vacaciones Romanas, los anhelos de mi madre insuflaban nuestra vida como un gas nervioso, «cruce el océano en un avión plateado», canturreaba para sí misma en serio, «vea la jungla bañada por la lluvia»), los tres en la camioneta camino de Las Vegas y luego de regreso a casa en la noche clara, ciento sesenta kilómetros de ida y ciento sesenta de vuelta sin nadie en la autopista, solo las serpientes estiradas sobre el cálido asfalto y mi madre con una gardenia marchita en el pelo negro y mi padre con un botellín de Jim Beam en el suelo y charlando de sus planes, siempre tenía un montón de planes, yo jamás en la vida he tenido ninguno, nada de ello tiene sentido, nada cuadra.

Nueva York: ¿qué sentido tuvo? Una chica de dieciocho años de Silver Wells, Nevada, se gradúa en el instituto Consolidated Union de Tonopah y se va a Nueva York a estudiar interpretación, ¿cómo se entiende? Mi madre pensaba que ser actriz era bonito, solía cortarme el flequillo para que me pareciera a Margaret Sullavan, y mi padre me dijo que no tuviera miedo de irme porque si ciertos asuntos salían como tenía previsto mi madre y él serían asiduos de los aviones entre Las Vegas y Nueva York, así que me marché. Resultó que la penúltima vez que vi a mi madre fue sentada en el aeropuerto de Las Vegas bebiéndose un cubalibre, pero en fin. Todo pasa. Estoy esforzándome mucho para no pensar en que todo pasa. Observo a un colibrí, tiro el I Ching pero nunca leo las monedas, mantengo la mente en el ahora. Nueva York. Deja que me ciña a ciertos hechos. Lo que ocurrió fue lo siguiente: yo tenía buen aspecto (no te digo que fuera una bendición ni una maldición, constato un hecho, lo sé por l

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