Se busca mujer perfecta

Anne Berest

Fragmento

cap-1

JULIE

Julie Margani no entendía por qué no se quedaba embarazada. Incluso había previsto la fecha de la concepción con la idea de dar a luz al final de las vacaciones de verano y volver a trabajar en enero, momento en que su empresa la necesitaría desesperadamente. Sin embargo, su cuerpo se obstinaba en desobedecerla y las menstruaciones volvían mes tras mes. Julie no estaba acostumbrada a que el orden del mundo no coincidiera con sus deseos. Poco a poco vio cómo se manifestaban en ella algunos signos de ansiedad: crisis de pánico en el metro, miedo a tragar ciertos alimentos y, sobre todo, la angustia del desorden.

Cuando Julie apareció en el hueco de mi escalera, reconocí de inmediato en su dulce rostro los rasgos de la niña que había sido. Mi nueva vecina había pertenecido a la casta de las niñas ejemplares, esas que no se olvidan nunca del equipo de la piscina, a quienes los prendedores no se les deslizan por los cabellos siempre bien peinados y que no se rasuran las piernas con la cuchilla de afeitar de su padre. Siempre me ha gustado tratar con esas agradables criaturas que se mueven en un mundo ordenado para ellas. Obviamente, nunca intenté parecerme a esas niñas ideales, ya que ciertos combates están perdidos de antemano, pero me convertí en su amiga, en su preferida, en su protegida. Y enseguida me aficioné a esa vida de favorita porque me invitaban a sus meriendas de cumpleaños y me regalaban colecciones de papel de carta, gomas de borrar de fantasía y hologramas adhesivos que les sobraban. En los recreos me prestaban sus fabulosas muñecas my little pony con olor a fresa. Me gustaba sobre todo la suavidad de sus camas, donde dormíamos pies contra cabeza; allí, con sus pijamas bien planchados, me confiaban sus secretos y me hacían partícipe de la cosmogonía de su maravillosa infancia. El hecho de frecuentarlas nunca atenuó mi amor por ellas; al contrario, las niñas ejemplares son unos seres adorables con una amistad inquebrantable. Años más tarde, continúo admirando infinitamente a una mujer como mi vecina Julie, que con menos de cuarenta años dirige una empresa especializada en la fidelización a largo plazo de los clientes que trabaja para un grupo de fama mundial, una mujer con mucha habilidad para hacer bizcochos en forma de hamburguesas; una mujer que, después de haber presidido una reunión, es capaz de ponerse una falda de tubo para reunirse con su marido en la ópera y llorar escuchando Madame Butterfly cogida de la mano de él. Me gusta verla vivir y compartir su vida de todos los días. Sinceramente, la admiro. A mí no me gustan las responsabilidades, ni tampoco cocinar, me niego a tomar la palabra delante de otros y puedo acudir a una primera cita sin arreglarme para la ocasión. No es necesario aclarar que nuestra amistad se basa en parte en la fascinación de nuestras diferencias. Julie deja que saque provecho de su impecable organización vital, y a cambio yo la hago reír. Es baladí decir que estos antagonismos hunden sus profundas raíces en nuestras infancias, pero es así.

El padre y la madre de Julie eran logopedas y compartieron durante toda su vida una consulta de renombre en París. Mis padres ejercieron también el mismo oficio, ambos eran humoristas. Pero por desgracia nunca se hicieron célebres.

Mi padre y mi madre formaron un dúo durante casi veinte años, entre 1981 y 1998, y actuaron en todos los escenarios de Francia. Tener unos padres cómicos no es una experiencia especialmente divertida, y menos aún cuando se es hija única. En cuanto a Julie, tuvo la suerte de crecer con tres hermanos, lo cual supone grandes ventajas en la vida de una mujer. La primera vez que yo vi el sexo de un hombre fue el día en que perdí la virginidad, mientras que a las mujeres que han tenido la suerte de frecuentar el sexo opuesto desde su más tierna infancia no las pilla desprevenidas, conocen a los hombres. A cambio, me sabía de memoria el mapa de Francia de los teatros de bolsillo, de los cabarets, de las salas municipales, de los merenderos con baile, y soy imbatible en geografía de Francia.

Julie durmió durante toda su infancia en la misma habitación y en la misma cama, en el segundo piso de un edificio del boulevard Haussmann. Todos los domingos por la noche tomaba con su familia una cena en la cocina, según el ritual llamado «de la cena fría». En cambio, durante mi infancia me llevaron de un lado a otro como una maleta, de cuartos llenos de humo a camerinos improvisados. Y cuando digo «como una maleta» hay que entenderlo literalmente, porque mis padres tenían un sketch que se titulaba La maleta.

Mi madre salía a escena con una maleta muy grande y corría hacia los espectadores para coger un tren imaginario, mientras que mi padre llegaba de los bastidores sin apresurarse. Con tranquilidad. Silbando. Con las manos en los bolsillos. En ese momento, mis padres empezaban a pelearse y durante la discusión, dos piernitas salían como por arte de magia de la maleta, y esta se levantaba del suelo para ir a situarse completamente sola en un lugar más apacible. Al dejar de ver la maleta, mis padres pensaban que se la habían robado. Nerviosismos, bofetadas, gritos. Asustada por el pugilato, la maleta huía entre bastidores, volviéndose tan viva como en una película de dibujos animados. Ese objeto que ponía pies en polvorosa provocaba la estupefacción de la sala, seguido de una gran carcajada. La gente se levantaba de golpe de sus asientos y aplaudía a rabiar. El corazón me latía a toda velocidad, porque, como ya habrán adivinado, dentro de la maleta estaba yo, la pequeña Émilienne. Hice de contorsionista para mis padres desde los dieciocho meses hasta los cuatro años. Sin embargo, un día, irremediablemente, mis brazos y mis piernas se estiraron hacia los cuatro puntos cardinales. Al final de un verano ya no cupe en la maleta y mis nalgas adquirieron de pronto una considerable importancia en mi vida. Mis padres trataron de tener otro bebé enseguida, pero por desgracia sin éxito; y años más tarde, cuando yo fui madre, me propusieron contratar a mi hijo, pues soñaban con volver a lucir sus viejos trajes de lentejuelas. Pero fui categórica, mi hijo no se convertiría en un accesorio de escena. Debo decir que yo conservaba cierta claustrofobia de aquellos años de gloria efímera, así como una gran flexibilidad. Julie también es muy flexible, aunque ella lo es gracias a sus años de ballet clásico, en los que domeñó su cuerpo de liana con los ejercicios de barra. Me la imagino muy mona con su tutú rosa y su moño en lo alto de la cabeza, de punta en blanco, bailando ante hileras de cámaras de vídeo con casetes VHS. Mientras Julie cosía su vestido de fin de año, yo, a hombros de mis padres, repartía por la calle publicidad para el off del festival de Aviñón.

Veinticinco años más tarde, fuimos vecinas.

Al cabo del tiempo llegó la buena nueva: Julie por fin se había quedado en estado. Su embarazo fue ejemplar. Con una mano se embadurnaba los pechos con crema reafirmante y con la otra hojeaba toda la literatura prenatal; por lo cual, mes tras mes, adquirió conocimientos de puericultura y fue una madre profesional que partió hacia la maternidad con su maleta Liberty a juego con el esmalte de uñas rosa pálido. Al sábado siguiente volví a verla con su bebé en una cuna de mimbre, tan fresca y sonriente como si regresara del mercado con la pieza más bonita del carnicero. Julie se reincorporó a su trabajo antes de finalizar el

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